III
Le resultaba difícil mantenerse despierto. Rick acababa de comprar dos cafés en el primer bar que había levantado sus persianas, cuando cuatro hombres y tres mujeres con botas de montaña, pantalones de algodón y camisa de cuello abierto bajaron las escaleras del hotel, bostezando y con mochilas al hombro. Un grupo de egipcios que había llegado paulatinamente en los últimos veinte minutos se acercó a ellos. Según una ley egipcia toda excavación estaba obligada a emplear trabajadores locales. Todos subieron a bordo de dos camionetas descubiertas, apretujados delante o estirándose en la parte trasera. Uno de los hombres contó rápidamente a los presentes, y luego salieron por la carretera hacia Zagazig.
Rick les dio veinte segundos, y luego fue tras ellos. Seguir a alguien en Egipto era fácil. Había tan pocas carreteras que uno podía permitirse el lujo de quedarse bastante lejos. Se dirigieron hacia Zifta y se desviaron por un camino hacia una granja. Rick esperó hasta que estuvieron envueltos en una nube de polvo, y luego los siguió. Condujeron unos dos o tres kilómetros antes de ver una de las camionetas aparcadas, sin nadie a la vista.
—Salgamos de aquí antes de que nos vean —sugirió Knox.
Rick dio media vuelta y se alejaron.
—¿Y ahora adónde?
—No sé tú —bostezó Knox—, pero yo no duermo desde hace dos días. Voto por que busquemos un hotel.