II
Mohammed y Nur se apretaban las manos mientras esperaban la llamada telefónica que les proporcionaría los resultados de los análisis para el trasplante de médula. Habían acudido a un grupo médico privado, con varios centros médicos en Alejandría, El Cairo, Assiut y Port Said, para que fuera más sencillo para los amigos y familiares lejanos. Sobre todo los familiares. Los tejidos de médula eran hereditarios. Las oportunidades de encontrar alguno compatible eran mucho mayores entre parientes. Habían hecho análisis a otras sesenta y siete personas, usando todos los fondos que Ibrahim les había entregado. El doctor Serag-al-Din había prometido llamarles con los resultados hacía una hora. Esperar a que sonara el teléfono era la experiencia más aterradora que Mohammed había experimentado en su vida. Nur tenía una expresión de dolor, mientras él le apretaba las manos con demasiada intensidad. Se disculpó y la soltó. Pero ella necesitaba el contacto tanto como él, y al poco rato volvían a estar cogidos de la mano.
Layla estaba en la cama. Habían decidido no contarle nada de este proceso hasta que no hubiera sido completado. Pero ella era una niña inteligente, sensible a su entorno. Mohammed sospechaba que sabía perfectamente lo que estaba sucediendo, la sentencia de vida o muerte que pronto le darían.
Sonó el teléfono. Se miraron. Nur contrajo el rostro y comenzó a llorar. El corazón de Mohammed comenzó a latirle con fuerza cuando aferró el auricular.
—¿Sí? —preguntó.
Pero sólo era la madre de Nur, ansiosa por saber si habían tenido noticias ya. Se mordió el labio, frustrado, y le pasó el auricular. Nur se deshizo de ella con la promesa de llamarla en cuanto supieran algo. Mohammed cruzó las piernas. Sentía el vientre flojo y débil, pero no se atrevía a ir al baño.
El teléfono volvió a sonar. Mohammed respiró hondo al levantar el auricular. Esta vez era el doctor Serag-al-Din.
—Señor El-Dahab, espero que usted y su esposa se encuentren bien —dijo.
—Estamos bien, gracias. ¿Tiene los resultados?
—Claro que tengo los resultados —dijo alegre—. ¿Por qué otra razón iba a llamarles?
—¿Y bien?
—Espere un momento. Parece que he metido el informe en alguna otra parte.
Mohammed cerró los ojos y apretó los puños. «Date prisa, hijo de puta. Di algo. Lo que sea».
—Por favor —rogó.
Se oyó un ruido de papeles. El doctor Serag-al-Din carraspeó.
—Sí —dijo—. Aquí está.