II
Ibrahim Beyumi acompañó a Mohammed hasta la calle para despedirse, luego le dio las gracias y se quedó mirando cómo desaparecía por la esquina. Podía haberlo seguido y encontrar de ese modo la localización del lugar. Pero la historia de aquel hombretón lo había emocionado, no sólo porque había puesto su carrera y su libertad en manos de Ibrahim, y a él siempre le gustaba corresponder a semejante confianza. Además, había dejado un número de teléfono para llamarlo cuando tuviera noticias, así que sería lo suficientemente sencillo rastrearlo, si fuera preciso.
Maha, la secretaria de Ibrahim, comenzó a ponerse de pie cuando se acercó a su escritorio, pero él la detuvo con un gesto de su mano, para luego dirigirse hacia la pared a su espalda para consultar el mapa de Alejandría que había allí colgado. Como siempre, le invadió un cierto orgullo, marcado como estaba por todas las ruinas antiguas de su amada ciudad, incluyendo la columna de Pompeyo, Ras el-Tin, los cementerios latinos, el teatro romano, la fortaleza de Qaitbey. Había muchas de gran categoría entre ellas, y él las promocionaba con vigor, pero en su corazón sabía que ninguna de ellas alcanzaba el nivel de otras antigüedades egipcias. Alejandría no tenía pirámides, ni Karnak, ni Abu Simbel, ni Valle de los Reyes. Y sin embargo dos mil años atrás sus edificios habían sido motivo de asombro. El faro había sido una de las siete maravillas de mundo. El Museion había estado a la cabeza de la enseñanza y la cultura. El templo de Serapis había deslumbrado a los fieles con su esplendor y el ingenio de sus estatuas aladas. Los palacios reales de Cleopatra estaban imbuidos de extraordinario romanticismo. Y, por encima de todo, había sido el lugar del mausoleo del fundador de la ciudad, Alejandro Magno. Si una sola de esas maravillas hubiera sobrevivido, Alejandría rivalizaría hoy con Luxor o Giza en el circuito turístico. Pero ninguna había perdurado.
—Ese hombre… —dijo Ibrahim.
—¿Sí?
—Ha encontrado una necrópolis.
Maha miró a su alrededor.
—¿Ha dicho dónde?
—En el antiguo Barrio Real. —Ibrahim dibujó el área aproximada con el dedo y luego dio un golpecito en su centro. Sorprendentemente, resultaba complicado estar seguro ni siquiera del perímetro de la antigua ciudad, y mucho menos de sus calles o edificios. La ciudad había sido víctima de su particular ubicación. Con el Mediterráneo al norte, el lago Mareotis al sur y al oeste, y el pantanoso delta del Nilo al este, no había espacio para su expansión. Cuando se necesitaban nuevos edificios, se demolían los antiguos para hacerles sitio. La fortaleza de Qaitbey estaba edificada sobre los ruinosos cimientos del famoso faro. Y los bloques de piedra caliza de los palacios de Ptolomeo habían sido reutilizados en los templos romanos, en las iglesias cristianas y en las mezquitas islámicas, reflejando los distintos periodos de la ciudad.
Se volvió hacia Maha con una sonrisa de contador de cuentos.
—¿Sabías que Alejandro señaló él mismo los muros de nuestra ciudad?
—Sí, señor —respondió por obligación, pero sin alzar la vista.
—Dejó un rastro de harina con una bolsa, sólo para que aves de todos los colores y tamaños vinieran a darse un festín. Alguna gente podía haberse alterado ante semejante señal. Pero no Alejandro.
—No, señor.
—Él supo que eso significaba que nuestra ciudad proporcionaría refugio y sustento a gente de todas las naciones. Y tuvo razón. Sí. Tuvo razón.
—Sí, señor.
—La estoy aburriendo.
—Dijo que quería estas cartas para hoy, señor.
—Así es, Maha. Así es.
Alejandro no había vivido para llegar a ver su ciudad construida. Habían sido Ptolomeo y sus descendientes quienes se habían beneficiado. Gobernaron Egipto con autoridad cada vez menor hasta que los romanos lo ocuparon, siendo ellos mismos desplazados por la conquista árabe del 641 d. C. La capital administrativa había sido transferida al sur, primero a Fustat, luego a El Cairo. El comercio con Europa había disminuido, ya no había necesidad de un puerto mediterráneo. El delta del Nilo se había cubierto con sedimentos; los canales de agua dulce habían caído en desuso. La decadencia de Alejandría había continuado inexorable después de que los turcos tomaran el control, y cuando Napoleón la había invadido, en el siglo XIX, apenas vivían allí seis mil personas. Pero la ciudad había resistido, y en la actualidad unos cuatro millones se apretujaban en edificios densamente poblados que hacían imposibles las excavaciones sistemáticas. Los arqueólogos como Ibrahim, por tanto, estaban a merced de los constructores, quienes seguían derribando edificios antiguos para erigir otros nuevos en su lugar. Y cada vez que lo hacían existía el lejano destello de una posibilidad de que descubrieran algo extraordinario.
—Describió el área con mucho detalle —dijo—. Una entrada con puertas de bronce que conducía a una antecámara y una cámara principal. ¿Qué te parece eso?
—¿Una tumba? —arriesgó Maha—. ¿Ptolemaica?
Ibrahim asintió.
—De la primera época ptolemaica. Muy del principio. —Respiró hondo—. De hecho da la impresión de ser la tumba de un rey macedonio.
Maha se puso de pie y se dio la vuelta, con los dedos extendidos sobre su escritorio.
—No estará insinuando… —comenzó—. Pero yo creía que Alejandro estaba enterrado en un gran mausoleo.
Ibrahim permaneció en silencio varios segundos, disfrutando de su excitación, preguntándose si debía aplacarla amablemente o arriesgarse a compartir sus más alocadas esperanzas. Decidió aplacarla.
—Así fue. Se llamaba Sema, palabra griega que significa «tumba». O quizás Soma, la palabra para «cuerpo».
—Ah —dijo Maha—. Entonces, ¿no es Alejandro?
—No.
—¿De quién es?
Ibrahim se encogió de hombros.
—Necesitaremos excavar para averiguarlo.
—¿Cómo? ¿Pensaba que habíamos gastado todo el dinero?
Y allí estaba el meollo de la cuestión. El presupuesto total de Ibrahim para ese año ya estaba distribuido. Había pedido a los franceses y a los estadounidenses todo lo que habían podido dar. Allí sucedía así, puesto que las excavaciones eran un asunto muy azaroso. Si se descubrían demasiados lugares interesantes en el mismo periodo económico, sencillamente no podían ocuparse de todos. Se trataba de una cuestión de prioridades. En ese preciso instante, todos sus arqueólogos estaban directa o indirectamente implicados en proyectos en la ciudad antigua. La excavación en este nuevo yacimiento exigiría nuevos fondos, especialistas y obreros. Y no podía ponerla en lista de espera hasta el año siguiente. La escalera era un bofetón en medio de lo que iba a ser el aparcamiento de un hotel. Mohammed podía arreglarlo para efectuar un par de semanas de excavación, pero más allá de eso arruinaría su proyecto. Ésta era una preocupación real para Ibrahim. Para descubrir la antigua Alejandría, dependía casi por completo de los inversores inmobiliarios y de que las compañías constructoras informaran de los hallazgos importantes. Si se ganaba una reputación de poner trabas a su trabajo, sencillamente dejarían de avisarle, más allá de lo que consideraran sus obligaciones legales. En muchos sentidos, este último descubrimiento era un dolor de cabeza que no necesitaba. Pero también era una tumba macedonia antigua, posiblemente un hallazgo de gran importancia. No podía dejarlo pasar. Simplemente, no podía.
Sabía que existía una potencial fuente de recursos. Sintió su boca espesa y seca de pensar en ella, entre otras cosas porque significaba contravenir toda suerte de protocolos del CSA. Pero no veía alternativa. Se humedeció la boca para ayudarse a hablar, y se obligó a sonreír.
—Ese empresario griego que siempre nos ofrece ayuda financiera —dijo.
Maha enarcó las cejas.
—No se referirá a Nicolás Dragoumis…
—Sí —contestó—. Ese mismo.
—Pero usted dijo que era… —comentó mirándolo, para luego dejar inacabada la frase.
—Lo hice —reconoció—, pero ¿tiene una sugerencia mejor?
—No, señor.
Ibrahim se había alegrado cuando Nicolás Dragoumis se había puesto en contacto con él por primera vez. Los patrocinadores eran siempre bienvenidos. Sin embargo, había algo en sus modales que le hacía desconfiar. Tras concluir la conversación telefónica, se había dirigido directamente a la página web del Grupo Dragoumis, con todos los hipervínculos a empresas subsidiarias para envíos, seguros, construcción, medios, importaciones-exportaciones, electrónica, industria aeroespacial, propiedades, turismo, seguridad y mucho más. Encontró una sección de mecenazgo explicando que el Grupo Dragoumis sólo apoyaba proyectos que ayudaran a demostrar la grandeza histórica de Macedonia, o que trabajaran para restaurar la independencia del Egeo macedónico del resto de Grecia. Ibrahim no sabía mucho sobre política griega, pero sí lo suficiente como para no querer verse involucrado con independentistas macedonios. En otra parte del portal de Internet, encontró una página con una fotografía del grupo directivo. Nicolás Dragoumis era alto, fibroso, apuesto y elegante. Pero había sido el hombre que, de pie, ocupaba la parte central quien había puesto nervioso a Ibrahim. Philip Dragoumis, el fundador del grupo y director ejecutivo, de aspecto amenazador, de piel cetrina, con una barba corta, una gran mancha de nacimiento color ciruela sobre su mejilla izquierda y una mirada increíblemente poderosa, incluso en foto. Un hombre de quien mantenerse apartado. Pero Ibrahim no tenía alternativa. Su corazón latió un poquito más rápido, como si se encontrara de pie al borde de un alto acantilado.
—Bueno. ¿Podría entonces pasarme su número de teléfono, por favor?