VI
El humo del tabaco cosquilleó en la garganta de Gaille haciéndole toser. Mustafa alzó una mano disculpándose, y luego aplastó la colilla en el polvo con su sandalia. Gaille se echó arena en la mano, se la pasó por la frente y se puso de pie con lentitud.
—¿Falta mucho? —preguntó.
Mustafa hizo un gesto de asentimiento.
—Diez minutos —contestó.
Ella apretó los dientes. No pensaba darle la satisfacción de pedirle más tiempo para recuperarse. Lo siguió cansada por una depresión en la ladera. Al poco tiempo, ésta se amplió dejando ver decenas de kilómetros del dorado desierto. Parecía infinito.
—¿Ve? —dijo Mustafa, haciendo un gesto teatral con su mano—. Diez minutos.
Por Dios, qué alto estaban. Gaille se acercó cuidadosamente hasta el borde. Caía delante de ella directamente hasta las rocas de abajo, unos acantilados color pardo rasgados por negras sombras. Un estrecho saliente cruzaba el precipicio antes de volver otra vez a la seguridad de la depresión. Pero era increíblemente estrecha, y se trataba de piedras sueltas, no de un sendero.
—¿Pasó por ahí? —preguntó.
Mustafa se encogió de hombros. Se quitó las sandalias para dirigirse rápidamente al otro lado, con la mano izquierda contra la pared del acantilado y las plantas de los pies adaptándose a los débiles apoyos. Una pequeña piedra se soltó. Ella apoyó una mano contra el muro del acantilado y se inclinó para verla caer. Dio contra el borde de una roca y rebotó alejándose del acantilado. Y siguió cayendo al vacío. Apenas podía ver el montículo de piedras allá abajo.
Mustafa llegó al lado opuesto.
—¿Ve? —sonrió—. No es nada.
Ella negó con la cabeza. No iba a poder hacerlo. Su equilibrio era precario; tenía los tobillos cansados. Ya sería difícil abajo. Pero ahí arriba…
Mustafa se encogió de hombros, y regresó. Un estremecimiento recorrió a Gaille, sólo de verlo. Él apoyó su mano sobre la espalda de ella para infundirle valor. Ella adelantó tanteando el pie izquierdo sobre el primer pequeño saliente, y luego el derecho a la misma altura. Miró durante una eternidad el lugar hacia donde tenía que dar el siguiente paso. Avanzó torpemente un pie, y luego el otro. El mundo se distorsionó y se volvió difuso a su alrededor. Se alejaba de ella al mismo tiempo que se le acercaba a toda prisa al rostro. Ella quería volver, pero no podía hacerlo. Cerró los ojos, apoyó la espalda contra la pared del acantilado, estirando los brazos para recuperar el equilibrio. Notaba los dedos de las manos y de los pies sin sangre y débiles, y las rodillas amenazaban con ceder. Entonces comprendió lo que le había sucedido a su padre, y el papel que Knox había jugado en ello. Los ojos se le llenaron de lágrimas al darse cuenta de lo equivocada que había estado con respecto a él, con respecto a todo.
—No puedo hacerlo —dijo—. No puedo…
—¿Ve? —sonrió—. Eso era lo que Knox tenía que hacer.
Ella sacudió la cabeza, a punto de derrumbarse, y comenzó a respirar agitada sobre una cavidad en las rocas desde las cuales era imposible caerse. Se giró, tapándose los ojos con la mano, mientras se secaba las lágrimas de sus mejillas. El seguro de su padre incluía una compensación para el caso de muerte accidental, lo suficiente como para que Gaille se comprara un apartamento. ¡Un apartamento! Se sentía horriblemente mal. Se esforzó por ponerse de pie, sus piernas estaban débiles, como si fueran de goma, y siguió a Mustafa en el largo y silencioso descenso.