IV
El lugar donde el padre de Gaille había muerto se encontraba en el límite este de la depresión de Siwa, a unas tres horas de distancia desde la ciudad de Siwa. Cogieron la carretera de Bahariyya durante casi cien kilómetros, y luego giraron al norte. Era un lugar hermoso, aunque algo siniestro. Altos acantilados se elevaban sobre el gran mar de arena. No había vegetación alguna. Una serpiente blanca se arrastró alejándose duna abajo. Aparte de eso, Gaille no vio vida alguna, ni siquiera un pájaro.
Era un paseo de cinco minutos desde donde se habían detenido hasta el pie de un acantilado alto y escarpado. Un montón de piedras marcaba el lugar exacto. Su nombre completo, Richard Josiah Mitchell, había sido tallado toscamente en la piedra superior. Siempre había detestado que lo llamaran Josiah. Sus amigos más cercanos —sabiendo esto— se burlaban incansablemente. La cogió y les preguntó a sus guías si alguno de ellos era responsable. Negaron con la cabeza, sugiriendo que debía de haber sido Knox. Ella la volvió a dejar tal como la había encontrado, sin saber qué pensar.
Mientras permanecían allí de pie, Mustafa le explicó que cuando ellos y Knox habían llegado, encontraron a su padre ya frío con sangre por todas partes. Le habían ofrecido a Knox ayudar a cargar el cuerpo en la camioneta, pero les había respondido con un bufido, para que lo dejaran tranquilo.
Ella miró hacia donde habían aparcado.
—¿Se refieren a esa camioneta? —preguntó.
—Sí.
Sintió una repentina debilidad.
—¿El cuerpo de mi padre estuvo en la camioneta?
Mustafa tenía una expresión avergonzada. Le explicó lo mucho que él y Zayn respetaban a su padre, y que su muerte había sido una enorme e inútil tragedia. Gaille miró hacia arriba mientras hablaba. El acantilado se elevaba escarpado sobre ellos. Notó que le hormigueaban los dedos de los pies. Se sintió mareada, con algo de náuseas. Nunca se había llevado bien con las alturas. Dio un paso atrás, trastabilló, y se hubiera caído si Zayn no la hubiera agarrado por el brazo para que recuperara el equilibrio.
La sensación de vértigo duró un buen rato mientras ella y Mustafa subían al acantilado. Zayn prefirió quedarse en la camioneta, por si hubiera ladrones. Gaille resopló cuando le oyó decir eso. ¡Ladrones! No había nadie a ochenta kilómetros. Pero no podía culparlo. El creciente calor y la pendiente hacían que la ascensión fuera mucho más dificultosa de lo que había previsto. No había sendero, sólo una serie de empinados escalones de roca demasiada arenosa para ofrecer un apoyo seguro. Mustafa la guió, bailando con sus sandalias gastadas, sin preocuparse por su gruesa túnica blanca y la pesada carga, cinco veces más grande que la de ella. Cada vez que se adelantaba un poco, se acuclillaba como una rana sobre un saliente para fumar uno de sus apestosos cigarrillos y mirarla amistosamente mientras ella se esforzaba en alcanzarlo. Gaille estaba cada vez más indignada. ¿No sabía que hombres de su edad no podían consumir tanta nicotina y seguir en buen estado físico? ¿No se daba cuenta de que no tardaría en ser un despojo? Le frunció el ceño. Él respondió con un alegre saludo. Le dolían los pies a pesar de las botas de cuero; las pantorrillas y los muslos le temblaban por el esfuerzo, la boca estaba pegajosa de sed.
Llegó por fin junto a él, y se dejó caer mientras cogía su cantimplora y bebía.
—¿Estamos cerca? —preguntó quejumbrosa.
—Diez minutos.
Ella lo miró con desconfianza. Todo el rato le había dado la misma respuesta.