I
Ibrahim cerró de golpe la puerta de su despacho y giró la llave en la cerradura justo en el momento en que Sofronio estrellaba su hombro contra ella. Ibrahim retrocedió de un salto y gritó al ver que los paneles se sacudían y el marco vibraba. Pero la puerta resistió. Sofronio volvió a cargar contra ella. Siguió resistiendo. Se dirigió a su escritorio, levantó el teléfono y marcó el 122. Sonó dos veces antes de que contestaran. Dio su nombre y su dirección y comenzó a explicar la situación cuando, de improviso, la línea quedó en silencio. Su mirada siguió el recorrido del cable blanco hasta donde atravesaba el muro en dirección hacia la parte principal de la casa. Lo observó anonadado. En aquel momento una serie de golpes diferentes empezó a resonar en la puerta, secos y sonoros; una bota, no un hombro; los dos hombres se turnaban. El marco sobre la jamba, finalmente, comenzó a ceder.
Ibrahim dejó caer el auricular y retrocedió, observando con terror cómo la madera comenzaba a partirse. No había sitio donde esconderse. La puerta que desembocaba en la sala principal era la única salida, exceptuando la ventana, pero estaba cerrada y Manolis tenía las llaves. Sobre el escritorio había un pisapapeles y un abrecartas. Éste último era afilado y metálico, pero él sabía, en el fondo de su corazón, que carecía de coraje para usarlo como arma. Lanzó el pisapapeles contra la ventana, y luego se puso de pie, de un salto, sobre el escritorio. El marco de la puerta por fin cedió y la jamba dejó un rastro de color amarillo debajo de la capa de pintura. Los dos hombres entraron. Ibrahim se zambulló por el agujero abierto en la ventana rota, pero Sofronio lo agarró del tobillo, por lo que cayó sobre un largo trozo de cristal. Fue una sensación extraña, amortiguada, más un golpe que un corte. Sus miembros perdieron toda fuerza. Fue arrastrado de vuelta al interior, y la barbilla golpeó contra el escritorio y la alfombra. Notó como si su estómago se abriese cuando fue puesto boca arriba, y vio con perverso orgullo el gesto de alarma en el rostro de Manolis mientras apretaba con ambas manos el vientre de Ibrahim en un vano intento de impedir que salieran las vísceras. Sofronio se limitó a cerrar los ojos.
Ibrahim yacía en el suelo, mientras los dos hombres discutían qué hacer. Manolis tiró algunos libros de los estantes mientras Sofronio salía de la habitación para volver con una botella grande, traslúcida, de alcohol blanco, que derramó sobre los papeles, la alfombra y el escritorio de madera. Se agachó para encender el fuego con su mechero amarillo de plástico, y luego los dos salieron rápidamente.
Una de las enseñanzas del profeta cruzó, irreverente, por la mente de Ibrahim, la que dice que un musulmán debe mantener inviolable su sangre, su propiedad y su honor. Casi consiguió reírse, puesto que había perdido las tres cosas de modo espectacular. Los dedos de las manos y de los pies comenzaron a escocerle, como un buen gintonic. Durante mucho tiempo se había sentido fascinado por la mecánica de la muerte —si la nada seguiría instantánea cuando se detuviera su corazón o si su mente se iría apagando como un viejo reloj—. El fuego llenó el cuarto con asfixiantes nubes. Le ardieron los ojos. Oyó sirenas, una frenada y ruido de metal, disparos y después hombres enmascarados y uniformados que entraban con rapidez y se arrodillaban a su lado. Pero era demasiado tarde, muy tarde. Para su sorpresa, sintió una leve pero creciente euforia. Había deshonrado su nombre, a su familia y a su ciudad; pero al menos la gente sabría que lo había dado todo para intentar cambiar la situación.