II
Hacía un calor húmedo en la habitación de Gaille, incluso con las puertas del balcón abiertas de par en par. Esa chispa en el rostro de Mark cuando había mencionado a Daniel Knox, el apresurado modo de cambiar de tema, la forma en que se había sentido tan incómodo después… Se maldijo por ser tan bocazas; ella lo estaba pasando muy bien hasta ese momento. Y a decir verdad, le resultaba sorprendente que dos arqueólogos educados en Cambridge y de edades similares no se hubieran conocido.
Algunos odios se basan en principios. Otros son personales. Cuando Gaille pensaba en Knox, aunque no lo conocía, sentía una mezcla de los dos, como serpientes retorciéndose en su pecho. Su madre había sido cantante de cabaré. Había tenido un breve romance con Richard Mitchell, se había quedado embarazada y le había obligado a un matrimonio que nunca tuvo la más mínima oportunidad de éxito, entre otras cosas porque él finalmente se dio cuenta de que prefería a los hombres. Gaille tenía apenas cuatro años cuando su padre se dio por vencido y huyó a Egipto. Su madre, que luchaba por aceptar un marido homosexual y una carrera en franca decadencia, la había pagado con Gaille. También había encontrado consuelo en abusar de cualquier sustancia que pudiera conseguir, hasta que, en vísperas de su cincuenta cumpleaños, calculó mal una de sus periódicas crisis y se pasó de la raya.
Cuando era niña, Gaille hizo lo que pudo para luchar contra la inseguridad de su madre, su furia y su violencia, pero nunca había sido suficiente. Podía haber enloquecido a causa de semejante carga, pero contaba con una válvula de escape, un modo de aliviar la creciente presión. Porque un mes al año ella se reunía con su padre en una de sus excavaciones en el norte de África o en Oriente, y de esas estancias amaba cada segundo.
A los diecisiete años, Gaille estaba lista para sumarse a su segunda temporada al oeste de Malawi, en el Egipto Medio. Durante once años, había estado estudiando copto, escritura jeroglífica e hierática, en un esfuerzo desesperado por demostrar su valía de modo tan concluyente que su padre no tuviera más alternativa que contratarla a tiempo completo. Pero tres días antes de viajar hacia allí, él apareció inesperadamente en su apartamento parisino. Su madre había tenido una de sus rabietas, y se había negado a que él viera a Gaille. Ella se había arrodillado al otro lado de la atestada sala para poder escuchar a través de los paneles de madera. Una televisión próxima con el volumen alto y risas enlatadas le impidió enterarse de todo, pero sí oyó lo suficiente. Iba a posponer la excavación de Malawi para enfrentarse a una urgente situación personal. Cuando pudiera reiniciar la excavación, Gaille tendría que volver al colegio.
Esa temporada resultó ser un triunfo para su padre. Sólo ocho semanas más tarde encontraron un archivo ptolemaico tan importante que Yusuf Abbas, el futuro secretario general del Consejo Superior de Antigüedades, había tomado personalmente el control de la excavación. Gaille debería haber estado allí, pero no. Un joven y precoz egiptólogo de Cambridge llamado Daniel Knox había sido contratado en su lugar. ¡Ésa era la urgente situación personal de su padre: un picor bajo los pantalones! La traición había sido tan hiriente que Gaille lo rechazó a partir de ese momento. Aunque él intentó contactar con ella y disculparse, nunca le dio esa oportunidad. Y a pesar de que estaba demasiado comprometida con la egiptología como para verle sentido a cualquier otro medio de vida, evitó Egipto hasta que su padre ya llevaba muerto mucho tiempo y llegó por sorpresa la oferta de Elena.
Ella no conocía a Knox; nunca había querido conocerlo. Pero él le había enviado una carta de condolencia, que incluía un conmovedor relato de los últimos años de Richard. Le aseguraba que su padre pensaba y hablaba constantemente de ella, que cuando se cayó y murió escalando en el desierto occidental, nada se había podido hacer para salvarlo, y que sus últimas palabras estaban dirigidas a su hija, su último deseo había sido que Knox se pusiera en contacto con ella y se lo hiciera saber. Gaille había encontrado todo eso, perversamente, muy turbador y consolador a la vez.
Después le llegó un paquete del oasis de Siwa que contenía todos los papeles y efectos personales de su padre. Incluía el informe policial del accidente y las transcripciones de las declaraciones realizadas por los dos guías que lo habían acompañado en esa escalada fatal. Ambos habían testificado que Knox podía haber salvado a su padre si hubiera querido, pero que se había quedado a un lado, sin intervenir. Ambos también aseguraron que la caída había sido fatal e instantánea, que su cuerpo ya estaba frío cuando ellos o Knox, o cualquiera, llegaron hasta él. No había forma, por tanto, de que pudiera haber expresado sus últimos deseos. Todo había sido una mentira.
Antes de recibir y leer el informe, ella odiaba a Knox sólo por principios. Desde entonces, se había convertido también en un asunto personal.