I

Knox y Gaille estaban amordazados y atados a la barra en el extremo de la cabina del contenedor. A uno de los griegos, un hombre fornido llamado Eneas, le entregaron una linterna y le ordenaron que los vigilara. El muslo de Knox latía por la herida de bala; pero después de examinarlo, tenía peor aspecto de lo que en realidad sentía; había trazado un profundo surco en su piel, pero ni el músculo ni el hueso habían sido afectados.

El contenedor era asfixiantemente caluroso una vez que se cerraron las puertas, y también agobiante, sobre todo cuando Eneas encendió un cigarrillo. Después de apagarlo, bebió grandes tragos de agua de una botella, y luego se la echó en abundancia sobre el pelo y la frente. El simple sonido era ya un tormento. Knox cerró los ojos y soñó con cascadas y con hielo picado.

El sarcófago y la tapa eran tan pesados que los frenos del camión chirriaron cuando tuvieron que detenerse a echar gasolina. Eneas permaneció de pie junto a Knox, amenazándolo con la culata del AK-47 hasta que volvieron a emprender la marcha; balanceándose entonces ligeramente sobre sus talones, volvió a sentarse. Se oyó el cambio de marchas y el quejido del motor mientras se esforzaba por aumentar la velocidad. Por suerte, Egipto era absolutamente plano.

Gaille comenzó a sollozar a pesar de la mordaza. Ya había tenido dos o tres ataques, intercalados con largos periodos de calma. El terror era demasiado intenso para mantener la calma. A Knox le entraban escalofríos de vez en cuando, que se agudizaban porque llevaba la camisa empapada de sudor. Pero su mente, en cambio, se encontraba lúcida y había estado dando vueltas a la forma de salir Gaille y él mismo de aquella situación. Pero no se le había ocurrido nada.

Se resistió a forzar nada. La experiencia le había enseñado que las respuestas llegan con frecuencia cuando uno se permite pensar en otra cosa. Su guardián encendió otro cigarrillo. La llama de su mechero se reflejó roja y dorada en el sarcófago de Alejandro. Knox lo miró fijamente. Qué final para semejante hombre, un peón en un interminable juego de la política y los triunfos personales. Pero era, de alguna manera, apropiado. El mismo Alejandro había tenido un decepcionante final en Babilonia, agudizado quizás por los rigores del desierto Gedrosiano, en el cual se internó con cuarenta mil hombres y del que sólo salieron apenas quince mil. La muerte le rodeaba por todas partes. Un anciano filósofo indio llamado Calano se había sumado al séquito de Alejandro en sus viajes. Alejandro sentía por él un gran cariño, pero había caído enfermo y decidió quemarse vivo en vez de pudrirse lentamente en el dolor, a pesar de las protestas del rey macedonio. Se dirigió con gran tranquilidad hacia una pira construida por Ptolomeo, donde se había inmolado sin un lamento. Cuentan que les dijo a los presentes que se reuniría de nuevo con su rey en Babilonia, donde Alejandro murió poco después. En una competición para saber quién aguantaba más la bebida, cuarenta y un macedonios habían muerto, incluyendo el ganador. Luego falleció Hefestión, el amigo más íntimo de Alejandro. Pero antes de eso, un cierto aire de pesimismo le había invadido cuando visitaba la tumba de Ciro el Grande en Pasargada. Ciro había sido el gran conquistador del imperio anterior al de Alejandro, una figura semidivina adorada en toda Persia. Alejandro lo admiraba enormemente, se había proclamado su heredero y ya había realizado una peregrinación a su tumba. Pero esta vez descubrió sus huesos esparcidos por el suelo por los ladrones, que habían intentado, infructuosamente, robar su sarcófago de oro. La inscripción en la tumba de Ciro decía: «Oh, hombre, quienquiera que seas y de dondequiera que vengas —porque sé que has de venir—, yo soy Ciro, que conquistó para los persas su imperio. Por tanto no envidies la escasa tierra que cubre mi cuerpo». Pero este ruego había sido ignorado.

Decían que cuando Alejandro yacía en su lecho de muerte en Babilonia, consciente de que su fin estaba cerca, había tratado de arrastrar su cuerpo enfermo hasta el río que corría junto al palacio, para ser arrastrado por las aguas y que el mundo creyera que había sido llevado hasta su merecido lugar junto a los dioses. Pero quizás también había buscado quitar a sus sucesores la oportunidad de tratar sus restos mortales con la falta de respeto que había recibido Ciro. Tal vez ése fuera el destino que Alejandro hubiese querido para su cuerpo. No Siwa, ni Alejandría, ni Macedonia, sino el olvido de las aguas.

El olvido de las aguas, sí. Y por fin, el germen de una idea surgió en Knox.

Le pareció que transcurría una eternidad hasta que el camión se detuvo de nuevo. La puerta del contenedor chirrió al abrirse. Knox apoyó su cabeza contra la pared metálica. El miedo le cosquilleaba en el pecho como las cuentas de un rosario. Las estrellas se veían, bajas, en el horizonte. El día había llegado a su fin. Y puede que fuese su último día.

Nicolás subió al interior. Una parte de su cabello estaba despeinada, como si hubiera dormitado apoyado contra una ventanilla. Señaló a Knox con la Walther.

—Estamos en Suez —anunció, mientras Eneas desataba a Knox y le quitaba la mordaza. Knox abrió y cerró las manos para recuperar la circulación de la sangre. Se puso de pie con mucho cuidado y se frotó el muslo.

Nicolás hizo un gesto a Knox para que se acercara a la entrada del contenedor. Knox lo ignoró. Cogió la botella de agua de Eneas. Todavía quedaban unos sorbos. Le quitó la mordaza a Gaille, llevó la botella a sus labios y la inclinó para que bebiera, hasta que se quedó vacía. Después la besó en la frente.

—Haré lo que pueda —le prometió.

—Sé que así será.

—Muévete —dijo Nicolás, empujándolo con el cañón de la Walther.

Knox se dirigió cojeando hacia la salida; exageraba su sufrimiento más de lo necesario, esperando convencer a Nicolás de que estaba gravemente herido. Descendió con mucho cuidado a la carretera, dando un grito de dolor al hacerlo, y luego avanzó a saltos sobre su pierna sana. Se encontraban en el extremo de un enorme y desierto aparcamiento. Olía a humo de motores y a goma quemada. Música árabe se filtraba desde una lejana gasolinera. Por encima de los árboles, el cielo brillaba anaranjado.

—Esto es lo que haremos —dijo Nicolás—: tú y Leónidas vais a ver a Al-Assyuti. Tú negociarás nuestra vuelta a Grecia. Cuando Leónidas esté satisfecho, me llamará y…

—A la mierda con eso —lo interrumpió Knox—. No haré nada hasta que Gaille no esté a salvo.

Nicolás sonrió sin mostrar los dientes.

—Cuando Leónidas esté satisfecho, me llamará y tú y la muchacha podréis iros.

—Olvídalo. Que Gaille se vaya ahora y haré lo posible para ayudarte. Tienes mi palabra.

Nicolás suspiró.

—La muchacha es nuestra garantía. No esperarás que la dejemos ir.

—Y Hassan es mi garantía —replicó Knox—. No voy a negociar con él para que regreses sin problemas a Grecia hasta que la chica no esté a salvo.

Se oyó el ulular de una sirena en la carretera principal. Luces parpadeantes, azules y rojas. Todos se giraron tan tranquilamente como pudieron, intentando mostrarse lo menos alarmados posible. Se trataba de una ambulancia. Esperaron hasta que se perdió de vista.

—Nos quedamos con la chica —dijo Nicolás—. Y no es negociable.

Knox se encogió de hombros.

—Entonces yo haré lo siguiente —sugirió—: voy a ver a Hassan, como tú quieres, y me llevo conmigo a tu hombre. Pero Gaille también viene con nosotros.

Nicolás se rió.

—¿Por quién me tomas?

—Quieres que te saque de Egipto, ¿no? Todo lo que quiero es que esto acabe. Vamos todos juntos, si no me crees.

—¡Claro! —se burló Nicolás—. Derecho a tu trampa.

—¿Qué trampa? ¿Cómo demonios podría haber preparado una trampa? Además, en algún momento vas a tener que confiar en Al-Assyuti.

Nicolás lo miró fijamente por unos instantes, intentando leer sus intenciones. Pero después sacudió la cabeza y llamó a Leónidas y Bastiaan a un aparte. Los tres se alejaron unos pasos conversando tensamente en voz baja. Cuando terminaron, Nicolás regresó.

—Iremos todos juntos —dijo, como si hubiera sido idea suya—. Pero la chica se queda en el contenedor con Eneas. —Levantó su móvil—. Intenta cualquier truco y, aunque sólo atisbe que me estás tendiendo una trampa, será su final. ¿Comprendido?

Knox lo miró a los ojos. El diablo o el fondo del mar, la espada y la pared, Escila y Caribdis. Lanzar nitro en la glicerina esperando salir arrastrándose del cráter creado no era demasiado prometedor como estrategia, pero no tenía alternativa.

—Sí —dijo.

Nicolás hizo un gesto señalando al 4x4.

—Bien. Entonces ven conmigo.

—Si Gaille va en el camión, yo voy en el camión.

—Muy bien —refunfuñó Nicolás—. Iremos delante, con Bastiaan.

El secreto de Alejandro Magno
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