II
Knox se sintió muy viejo mientras caminaba fatigosamente hacia el norte, siguiendo el rastro de unas ruedas en la arena. Cuando la soga se había estirado y tensado, estaba seguro de que iba a morir. Había una diferencia cualitativa entre el hecho de saber que uno va a morir y el hecho de temer que uno pueda morir. Te hacía albergar sentimientos extraños en el corazón. Y provocaba que pensaras de forma diferente sobre el tiempo, el mundo y el lugar que ocupabas dentro él.
La soga había sido cortada limpiamente, y luego unida otra vez con cinta adhesiva. La cinta se había desprendido tan pronto como la cuerda se estiró, de modo que los dos extremos se separaron, y Knox se había quedado sobre la arena, descargando la vejiga, con el corazón saltándole como un toro aterrado, confundido por el retraso. El conductor había vuelto dando una gran vuelta en la arena para buscar a sus compañeros, que habían permanecido agachados todo el tiempo, filmando su reacción, el modo en que se había orinado encima. Todos rieron a carcajadas, como si fuera lo más gracioso que hubieran visto jamás. Uno de ellos había dejado caer un sobre por la ventanilla y luego se alejaron, dejándolo atado al palo, con los pantalones mojados y las marcas de la soga visibles sobre la garganta.
Había tardado dos horas en librarse de todas sus ataduras. Estaba temblando. Las noches del desierto son frías. Se había secado los pantalones lo mejor posible, con puñados de polvorienta arena, y luego se dirigió a ver el sobre. Blanco. No había nada escrito en él. Cuando lo abrió, cayó un poco de arena. Un peso para evitar que volara. Además de eso, sólo tenía una tarjeta de British Airways con tres palabras escritas: «Has sido advertido».
Subió a una pequeña elevación. A lo lejos, las luces de los faros de los coches se extendían en ambas direcciones en una transitada carretera. Caminó con paso lento, cansado, desanimado. Era fácil ser audaz cuando uno se enfrenta a amenazas potenciales. Esto era distinto. Y había otros en quienes pensar, sobre todo Augustin y Gaille. No podía arriesgarse a ponerlos en peligro.
Había llegado la hora de marcharse.