I
Era la primera visita de Gaille a Alejandría. Había un atasco de coches a lo largo de la Corniche. Los mástiles de los barcos pesqueros y los yates en el puerto del Este se agitaban como flamencos bajo la leve brisa que llegaba con un ligero olor acre. Recostó la cabeza protegiendo sus ojos del sol matinal, que parpadeaba entre los altos y rectangulares hoteles, edificios de apartamentos y oficinas descoloridos por la luz y salpicados de antenas parabólicas. La ciudad estaba despertando a la vida con un gigantesco bostezo. Alejandría siempre había sido la más remolona de todas las ciudades egipcias. Los comercios estaban levantando sus persianas metálicas y bajando los toldos. Grupos de hombres rollizos tomaban café en las cafeterías y observaban con benevolencia mientras niños harapientos sorteaban el tráfico vendiendo paquetes de pañuelos y cigarrillos. Los callejones que partían de aquella arteria eran estrechos, oscuros y ligeramente amenazadores. Un tranvía atestado de pasajeros hizo una parada para que subieran aún más. Un policía con un deslumbrante uniforme y gorra blancos alzó la mano para dirigirlos hacia la derecha. Un antiguo tren urbano atravesó el cruce con ruidos y crujidos y burlona lentitud. Algunos muchachos jugaban a perseguirse en los vagones abiertos para transportar ganado.
Elena miró con insistencia su reloj.
—¿Estás segura de que éste es el camino correcto?
Gaille se encogió de hombros, desesperanzada. Su único plano era una mala fotocopia de una antigua guía para mochileros. La verdad es que viendo aquel lugar tenía la terrible sospecha de haberse perdido por completo, aunque había aprendido lo suficiente sobre su nueva jefa como para no reconocerlo.
—Eso creo —apuntó.
Elena suspiró ruidosamente.
—Al menos podrías intentarlo.
—Lo estoy intentando. —Gaille no podía sacarse de encima la sensación de estar siendo castigada por su transgresión del día anterior; pensaba que la consecuencia era su expulsión de la excavación en el delta.
Se estaban acercando a un gran cruce. Elena miró expectante en todas las direcciones.
—Gire a la derecha —dijo Gaille.
—¿Estás segura?
—Debería de estar por aquí, a la izquierda o a la derecha.
—¿Por aquí, a la izquierda o a la derecha? —se quejó Elena—. Esa indicación resulta muy útil.
Gaille se asomó por la ventanilla, con dolor de cabeza por la falta de sueño y de café. Había una obra en construcción más adelante, una enorme estructura de cemento con barras de acero colgando como patas de araña desde lo alto.
—Creo que debe de ser ésa —dijo a la desesperada.
—¿Crees que debe de ser ésa o es ésa realmente?
—Nunca he estado en Alejandría —se quejó Gaille—. ¿Cómo podría saberlo?
Elena bufó ruidosamente y sacudió la cabeza, pero puso el intermitente para girar a la izquierda y cruzó una entrada para seguir dando tumbos por un camino lleno de baches. Tres egipcios estaban charlando animadamente al final del camino.
—Aquél es Ibrahim —masculló Elena, con una irritación tan obvia que Gaille tuvo que contener una sonrisa. ¡Si Elena pensara que se estaba jactando…! Aparcaron. Gaille abrió rápidamente la puerta y bajó del coche de un salto, embargada momentáneamente por un ataque de timidez. Por lo general, era una persona confiada en situaciones profesionales, pero ella no tenía fe en su habilidad como fotógrafa y por tanto se sentía un fraude. Dio la vuelta para revisar el maletero y examinar sus pertenencias y su equipo, aunque en realidad trataba de ocultarse.
Elena la llamó con un grito. Respiró hondo para recomponerse, esbozó una sonrisa y se dio la vuelta para saludarlos.
—Ibrahim —dijo Elena señalando al elegante individuo en el centro del grupo—, me gustaría presentarte a Gaille.
—¡Nuestra estimada fotógrafa! Le estamos muy agradecidos.
—No soy realmente…
—Gaille es una excelente fotógrafa —la interrumpió Elena, lanzándole una penetrante mirada—. Y además es también experta en lenguas antiguas.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! —Hizo un gesto a sus dos acompañantes, quienes estaban extendiendo un mapa de la zona en el suelo—. Mansoor y Mohammed —dijo—. Mansoor es mi mano derecha. Está a cargo de todas nuestras excavaciones en Alejandría. No podría sobrevivir sin él. Y Mohammed es el encargado de la obra de este hotel.
—Encantada de conocerlos a ambos —dijo Gaille.
Alzaron la vista del mapa y saludaron educadamente. Ibrahim sonrió distraído, mirando su reloj.
—Sólo falta uno. ¿Conoce a Augustin Pascal?
Elena refunfuñó.
—Sólo por su reputación.
—Sí —dijo Ibrahim con seriedad—. Es un excelente arqueólogo submarino.
—No me refería a eso —puntualizó Elena.
—¡Ah!
Pasaron unos cuantos minutos hasta que se oyó el rugido de un motor a la entrada de la obra.
—¡Ah! —dijo Ibrahim—. Aquí está.
Un hombre de más de treinta años se acercó en una brillante moto negra y cromo sorteando baches; llevaba la cabeza descubierta, lo que permitía que sus largos cabellos oscuros flotaran libremente. Llevaba gafas de sol, una barba de dos días, una chaqueta de cuero, vaqueros y unas botas de media caña. Detuvo la moto y descendió. Entonces sacó un cigarrillo y un encendedor Zippo, de bronce, del bolsillo de su camisa.
—Llegas tarde —dijo Ibrahim.
—Desolé —farfulló, mientras protegía la llama con la mano—. Me ha surgido un imprevisto.
—Sophia, supongo —aventuró Mansoor irónico.
Augustin le sonrió lobuno.
—Sabes que jamás me aprovecho de mis alumnas de semejante manera.
Elena chasqueó la lengua y murmuró una maldición en griego por lo bajo. Augustin sonrió y se volvió hacia ella abriendo las manos.
—¿Sí? —preguntó—. ¿Ve algo de su agrado, tal vez?
—¿Cómo iba a hacerlo? —replicó Elena—. Usted me tapa la vista.
Mansoor se rió y palmeó a Augustin en el hombro. Pero Augustin no pareció molestarse. Miró a Elena de arriba abajo, y luego mostró una sonrisa de franca aprobación, tal vez incluso de interés, puesto que Elena era una mujer impactante, y la furia agregaba un cierto atractivo a su aspecto. Gaille entrecerró los ojos y retrocedió medio paso, esperando el inevitable estallido, pero Ibrahim se interpuso justo a tiempo.
—Bueno —dijo con nerviosa excitación—. Empecemos, ¿vale?
La antigua escalera de caracol parecía precaria. Gaille descendió con temor. Pero todos llegaron al fondo sin problemas y se reunieron en la rotonda central. Bajo los escombros se veía un mosaico negro y blanco. Gaille se lo señaló, en un susurro, a Elena.
—Ptolemaico —declaró Elena en voz alta, agachándose para limpiar el polvo—. Del 250 a. C., más o menos.
Augustin señaló los muros esculpidos.
—Ésos son romanos —dijo.
—¿Está sugiriendo que no puedo reconocer un mosaico macedonio cuando lo veo?
—Estoy diciendo que los relieves son romanos.
Ibrahim alzó las manos abiertas.
—¿Qué tal esta propuesta? —sugirió—: se construyó para ser la tumba privada de un macedonio adinerado. Luego unos romanos la descubrieron trescientos años después y la convirtieron en una necrópolis.
—Eso explicaría la escalera —admitió Elena a regañadientes—. Los macedonios no solían construir en espiral. Sólo líneas rectas o cuadrados.
—Y habrían tenido que ampliar la bajada cuando lo convirtieron en necrópolis —reconoció Augustin—. Para la luz y la ventilación, y para bajar los cuerpos o para retirar la piedra removida. No sé si sabía que también la usaban para vendérsela a los constructores.
—Sí —dijo Elena furibunda—. Lo sabía, gracias.
Gaille casi no prestaba atención. Estaba mirando, mareada, el círculo celeste sobre su cabeza. Jesús, ella estaba fuera de su elemento. Una excavación urgente no ofrecía segundas oportunidades. En las próximas dos semanas, los mosaicos, los exquisitos relieves y todo lo que hubiese en ese lugar tendría que ser fotografiado. Después de eso, el lugar sería sellado, tal vez para siempre. Los yacimientos como éste necesitaban un verdadero profesional, alguien con buen ojo para el trabajo, experiencia, equipo sofisticado, luces. Tiró ansiosa de la manga de Elena, pero ésta se dio cuenta de lo que quería discutir Gaille y se apartó de ella, siguiendo a Mohammed escalones abajo, hacia la entrada de la tumba macedonia, con el mate amarillo de la piedra caliza realzado por los brillantes bloques blancos de la fachada de mármol y las cuatro columnas jónicas con el entablamento también de mármol en la parte superior. El grupo hizo una pausa durante unos momentos para admirarlo, y luego siguió avanzando por la entreabierta puerta de bronce hasta la antecámara de la tumba.
—¡Miren! —dijo Mansoor enfocando su linterna sobre los muros laterales. Todos se acercaron a examinarlos. Había pintura sobre el estuco, aunque terriblemente descolorida. Había sido una práctica común en la Antigüedad pintar escenas importantes de la vida del difunto.
—¿Puedes fotografiarlas? —preguntó Mansoor.
—No estoy segura de que salgan bien —admitió Gaille, sintiéndose miserable.
—Debes lavarlas primero —dijo Augustin—. Con mucha agua. Puede que el pigmento aparezca apagado ahora. Pero dale un poco de agua y lo verás revivir como una hermosa flor. Créeme.
—Pero no demasiada agua —le advirtió Mansoor—. Y no acerques demasiado tus luces, porque el calor resquebrajaría el estuco.
Gaille giró la cabeza buscando desesperada a Elena, que estaba evitando mirarla a los ojos. En cambio enfocó su linterna sobre la inscripción que coronaba el pórtico de la cámara principal.
—«Akylos de los treinta y tres» —dijo Augustin, traduciendo del griego antiguo. La luz se apartó de la inscripción en ese momento, mientras Elena dejaba caer su linterna maldiciendo con tanta vehemencia que Gaille la miró sorprendida.
Ibrahim iluminó con su linterna la inscripción, permitiendo que Augustin comenzara a traducir desde el comienzo.
—«Akylos de los treinta y tres —leyó—. Por ser el mejor, que sea honrado sobre los demás».
—Es Homero —murmuró Gaille. Todos se volvieron sorprendidos hacia ella. Sintió que le ardían las mejillas—. Es de la Ilíada.
—Es verdad —asintió Augustin—. Sobre un hombre llamado Glauco, creo.
—En realidad aparece dos veces —dijo Gaille con timidez—. Una referida a Glauco y la otra a Aquiles.
—Aquiles, Akylos —asintió Ibrahim—. Era evidente que era alguien que tenía un buen concepto de sí mismo. —Todavía estaba observando la inscripción cuando siguió a Mohammed a la cámara principal, de modo que tropezó con el escalón y se cayó con las manos por delante. Todos se rieron mientras se ponía de pie y se sacudía con la expresión típica de quien es propenso a los accidentes.
Augustin se acercó al escudo clavado a la pared.
—El escudo de un hipaspista —dijo—. Un escudero —explicó cuando vio a Ibrahim fruncir el ceño—. Las fuerzas especiales de Alejandro. La unidad de combate más poderosa en el ejército más eficaz de la historia de la humanidad. Tal vez no estaba siendo tan fanfarrón después de todo.