II
La mujer dejó caer el sobre de papel manila a través de la ventanilla trasera abierta del Saab de Nessim, mientras éste hacía una parada para comprar un paquete de cigarrillos a un vendedor callejero. Se alejó conduciendo deprisa envuelto en una nube de polvo y regresó al aparcamiento subterráneo de su hotel. Recogió el sobre y se lo llevó a su habitación. El expediente era decepcionantemente escueto. Hojeó las páginas; el texto era casi ilegible, porque se trataba de fotocopias de otras fotocopias, y las fotografías estaban casi completamente negras.
Pronto le resultó evidente que las fuerzas de seguridad no habían estado verdaderamente interesadas en Knox, sino en otro hombre, Richard Mitchell, con quien Knox había trabajado varios años. Mitchell, según parecía, era un bocazas; había acusado al muy bien relacionado jefe del Consejo Superior de Antigüedades de vender papiros en el mercado negro. Una conducta reprobable que había logrado precisamente lo que era de esperar: su completo aislamiento de la comunidad egiptológica y la denegación de cualquier permiso para excavar.
Eso explicaba al menos qué hacía Knox en Sharm: estaba matando el tiempo hasta que se tranquilizaran los ánimos, mientras soñaba con tesoros en el fondo del mar. Sin embargo ese dato no le era muy útil para dar con su paradero. La última página del expediente, sin embargo, era otro asunto: una lista de todos los amigos y conocidos de Knox, con sus direcciones.