V

El doctor Aly Sayed vivía en una impresionante casa de dos pisos al final de una estrecha calle arbolada, delante de la cual había aparcado un BMW. Un hombre moreno de blancos cabellos y barba bien cuidada estaba sentado en el exterior, con un vaso en una mano y un grueso lápiz en la otra, delante de una mesa cubierta de papeles.

—¡Hola! —saludó alegremente—. Ustedes deben de ser las amigas de mi secretario general.

Dejó su vaso sobre los papeles para impedir que se volaran y se acercó. Siwa había formado parte de la antigua ruta de esclavos, y él tenía, claramente, sangre negra y árabe, lo que parecía querer enfatizar deliberadamente con sus sandalias, sus pantalones cortos de color caqui, y su camisa oro y escarlata de manga corta.

—Usted debe de ser la señora Koloktronis —le dijo a Elena, estrechando su mano—. Y Gaille Bonnard —dijo, volviéndose hacia ésta—. ¡Sí! Tiene los ojos de su padre.

Gaille estaba sorprendida.

—¿Perdón?

—¿No es usted la hija de Richard Mitchell?

—Sí, pero…

—¡Bueno! Cuando Yusuf me dijo que esperara a Elena Koloktronis y Gaille Bonnard, yo pensé para mí: «¡Ah, sí, reconozco ese nombre!». Cuando su padre murió en aquella terrible caída, yo le envié un gran paquete con sus papeles y pertenencias. Confío en que lo haya recibido.

—¿Fue usted? Sí. Gracias.

Aly hizo un gesto de asentimiento.

—Su padre era un amigo muy querido para mí. Se quedaba en mi casa con frecuencia. Es usted bienvenida por sí misma, es evidente. Pero la hija de un hombre tan excelente es mil veces bienvenida.

—Gracias.

—Aunque debo reconocer que me sorprende que Yusuf Abbas la haya recomendado tan efusivamente. —Enarcó una ceja—. ¿No será que no está al tanto de quién es su padre?

—No lo sé —dijo Gaille, sonrojándose.

—Tal vez debería decírselo la próxima vez que hablemos —musitó. Pero después vio su expresión y le tocó el codo—. Sólo estaba bromeando. Jamás haría semejante cosa. Le doy mi palabra. Ahora entren. ¡Honrarán mi humilde morada! ¡Pasen, pasen!

Gaille y Elena intercambiaron miradas mientras lo seguían. No se esperaban una bienvenida tan acogedora.

Palmeó con su mano el tosco muro amarillo exterior.

 Kharshif —anunció—. Barro y sal. Duro como la roca, pero con una debilidad. ¡Se vuelve a convertir en barro cuando llueve! —Se llevó las manos a los costados y se rió ruidosamente—. Afortunadamente no llueve con frecuencia en Siwa. ¡Al menos desde 1985! Ahora en Siwa sólo se construye con hormigón. —Se golpeó el pecho—. Únicamente a mí me gusta el modo antiguo.

Abrió la puerta de entrada, que daba a un largo pasillo. Un montón de fotografías enmarcadas se amontonaban en las paredes. En algunos lugares aparecía una marca descolorida que mostraba que las cambiaba con frecuencia. Era evidente que no tenía ningún reparo en ponerse delante de la cámara. Aparecía en una foto tras otra: discutiendo asuntos de las excavaciones en un yacimiento; de caza con un oficial del ejército sosteniendo una gacela blanca con una herida de bala en la cabeza; con un equipo de alpinismo en mitad de una pared rocosa; de visita en París, San Luis, Granada, y ciudades que Gaille no podía identificar; estrechando la mano de mandatarios, celebridades y expertos egiptólogos. No se trataba sólo de una pared dedicada a la vanidad, sino de una casa completa.

Llegaron a la cocina, con una gran chimenea abierta al cielo nocturno. Un enorme frigorífico amarillento se puso en marcha y comenzó a sacudirse con un zumbido cuando ellos entraron. Aly le dio un empujón y el ruido disminuyó un poco.

—¿Una copa? —sugirió—. Tal vez no lo sepan, pero en Siwa no hay alcohol. A nuestros jóvenes les gustaba demasiado el lagbi, el licor que hacemos con los dátiles; y el lagbi hacía que disfrutaran mucho los unos con los otros, entonces ¡fuera el alcohol! En ese sentido, ¡mi casa es un oasis!

Gaille encontraba desconcertante su bullicioso buen humor, como si estuviera riéndose de ellas. Abrió la puerta del frigorífico mostrando una gran variedad de zumos frescos y verduras en su interior, una montaña de cervezas y vino blanco. Sacudió un dedo en dirección a Gaille.

—Su padre me enseñó malos hábitos. El amor por el alcohol es terrible. Cuando me queda poco, tengo que inventarme algún asunto en el CSA de El Cairo. Y yo odio El Cairo. Eso significa que tengo que pasar a saludar a mi secretario general y, créanme, ése es un privilegio del que prefiero no abusar.

Les sirvió algo de beber, las llevó de vuelta al pasillo, metió la llave en la cerradura de una puerta azul, la abrió, encendió la luz y se apartó para dejarlas pasar. Una brisa de aire fresco corrió en dirección al pasillo. La estancia era amplia y estaba decorada con opulencia. Un único aparato de aire acondicionado siseaba bajo las ventanas, cerradas y con las persianas bajadas. Un ordenador, un escáner plano y una impresora en color descansaban sobre dos mesas junto a tres armarios de metal gris para documentos y estanterías pintadas de blanco repletas de libros sobre vitrinas cerradas. Gaille observó las líneas rectas de estas paredes. En esa habitación no había riesgo de que los muros se volvieran a convertir en barro.

—Deduzco que están aquí para revisar nuestros antiguos yacimientos, ¿verdad? —Aly hizo un gesto con la mano—. Mi colección está a su disposición. Todo lo que ha sido publicado sobre Siwa y el desierto occidental está aquí. Y si no ha sido publicado, también.

—Es usted muy amable —dijo Elena.

Hizo un gesto como quitando importancia al asunto.

—Aquí somos todos arqueólogos. ¿Por qué habríamos de guardarnos secretos unos a otros?

—¿Tiene fotografías?

—Por supuesto. —Abrió el cajón superior de un armario, retiró un gran mapa y lo abrió. Una cuadrícula corría de norte a sur y de este a oeste, dando a cada cuadrado un número de referencia que correspondía a una carpeta catalogada en los cajones, que contenía granuladas fotografías aéreas en blanco y negro, y algunas veces su correspondiente foto en color a nivel del suelo.

Mientras le explicaba su sistema a Elena, Gaille se paseó entre las estanterías, acariciando con el dedo recortes de periódico sobre las momias doradas de Bahariya, historias sobre Kharga, Dakhla y Farafra, de la geología del desierto. Dos sectores completos estaban dedicados a Siwa, y los estantes estaban tan atestados que tuvo que tirar con fuerza para sacar una primera edición de Una visita a Siwa, de Qibell. Repasó las quebradizas páginas amarillas con gran ternura. Le encantaba el tono banal de tales libros, antes de que la ciencia considerara que la banalidad estaba algo pasada de moda.

—¿Los conoce? —murmuró Aly de pronto a su lado.

—No todos —admitió—. De hecho…

Él se rió, pero había algo más amable y más auténtico en esa risa. Se agachó para abrir la cerradura de un armarito bajo. El interior rebosaba de estantes metálicos con carpetas grises y marrones con papeles sueltos. Las libretas y los diarios estaban colocados por separado. Encontró y apartó una gruesa carpeta verde, y se la entregó.

—¿Conoce el Manuscrito de Siwa? La historia de nuestro oasis escrita por los musulmanes desde… —Hizo un gesto con la mano para indicar «desde siempre»—. Estas notas en tinta roja son mías. Creo que las encontrará útiles. —Dejó la carpeta y volvió a sus libros—. ¡Ah, sí! Ahmed Fakhry. Un gran hombre. Mi mentor y muy buen amigo. ¿Ha leído sus trabajos?

—Sí. —Había sido el único trabajo de investigación que había conseguido hasta el momento.

—¡Excelente! ¡Ah, y esto! Los Viajes por África, Egipto y Siria, desde el año 1792 hasta el 1798, de W. G. Browne. El primer europeo en siglos que visitó Siwa, o que, al menos, escribió sobre el oasis. Nos consideraba gente sucia y desagradable. Lo apedreamos porque pretendió ser un hombre de fe. ¡Cuánto ha avanzado el mundo! Aquí está Belzoni, el forzudo del circo, favorito de todos. Y Frederick Hornemann. Alemán, por supuesto, pero escribió en inglés. Su viaje fue financiado por la Sociedad Africana de Londres en…, déjeme ver, sí, 1798.

—¿No hay nada más reciente?

—Por supuesto, por supuesto. Hay muchos libros. Copias de todos los diarios de excavación. Pero créame, cuando esta gente llegó hasta aquí, nuestros monumentos y tumbas estaban en mucho mejor estado. Ahora muchos no son más que polvo y arena. «Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes». —Suspiró, sacudiendo con tristeza la cabeza—. Se ha perdido tanto… Lee alemán, ¿verdad?

—Sí.

—Bien. Uno nunca sabe en estos días. Incluso las universidades respetables parecen repartir doctorados a gente que apenas puede hablar su propio idioma. Aquí está Siwa: Die Oase des Sonnengottes in der Libyschen Wüste, de J. C. Ewald Falls. Y Voyage à Meroe, de Cailliaud; debe leerlo. ¡Y ese criminal de Drovetti! Tuve que viajar a Turín para ver el Canon de reyes. ¡Turín! ¡Todavía peor que El Cairo! ¡Intentaron asesinarme con sus tranvías!

—¿Cuándo podemos empezar? —preguntó Elena.

—¿Cuándo le gustaría?

—Esta noche.

—¡Esta noche! —exclamó Aly, riéndose—. ¿Nunca se relaja?

—Sólo tenemos dos semanas.

—Esta noche no, me temo —dijo Aly—. Tengo planes. Pero me levanto temprano. Son bienvenidas a cualquier hora después de las siete.

—Gracias.

El secreto de Alejandro Magno
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