Capítulo 11

Tutila

Todo aquello resultaba extraño para Fortún. La ciudad había quedado repentinamente vacía tras la marcha de las tropas, y sólo entonces empezó a tomar conciencia de los acontecimientos que se habían precipitado en los últimos días. Unas semanas atrás, su vida parecía transcurrir de forma apacible, monótona a veces, junto a su esposa y sus hijos, en la almúnya que perteneciera a su padre. Ahora, diez años después de perderla, volvía a regir el destino de su madinat… porque sí, Tutila siempre había sido su lugar predilecto, la ciudad que consideraba suya, y no aspiraba sino a permanecer allí, haciéndola más grande, más próspera, si es que ello estaba en su mano.

Hacía mucho que no pisaba la parte noble de la alcazaba, una zona que el antiguo 'amil reservaba para su círculo y para los visitantes de cierto rango. Ahora paseaba de nuevo entre sus muros, dueño y señor de lo que contenían y, sin embargo, estaba lejos de sentir el gozo que esperaba. En su lugar lo embargaba un sentimiento de provisionalidad, una inquietud sorda que hundía sus raíces más allá de la ausencia de sus dos hijos, más allá de los sucesos que debían de estar produciéndose en Saraqusta.

En momentos como aquél, gustaba de encaramarse a lo alto de la muralla para contemplar la vida de la ciudad a sus pies, como a menudo hacía su padre. Aquél era también su lugar de retiro, y pensó en subir hacia allí, pero hubiera sido inútil: sólo podría observar la niebla impenetrable que envolvía todo el valle. Sin embargo, sentía que necesitaba reflexionar, y pensó en el lugar más adecuado. La imagen del mihrab de la mezquita, seguramente solitario a aquella hora, acudió a su mente, y dirigió sus pasos hacia la escalinata que llevaba al exterior. Apenas había descansado desde la ocupación de la ciudad, tan sólo unas breves horas después de que el ejército partiera, así que bien podía permitirse un paseo. Atravesó la explanada de la alcazaba, pero dejó atrás las caballerizas: esta vez descendería a pie por la empinada senda que conducía directamente a la parte más baja de la ciudad, al pequeño riachuelo que circundaba aquel cabezo. Cruzó el puente de madera, rústico y casi innecesario y, apoyado en su pretil, echó la vista atrás: comprobó que, fieles a su obligación, dos guardias armados lo seguían a una prudente distancia. Pensó que debería haber avisado de su marcha, para evitarles el lapso de duda. Con un gesto les indicó que era consciente de su presencia y que ésta era bienvenida.

Ascendió la pendiente ligera pero prolongada que conducía a la mezquita principal, cuyo alminar servía de referencia al caminar entre las sinuosas callejuelas, y por fin alcanzó la pequeña plazoleta que daba acceso al patio. En contra de lo que había pensado, un grupo numeroso de personas esperaba en torno a la fuente central para hacer su obligada ablución, y tampoco era escaso el calzado que aguardaba a sus dueños a la puerta del haram.

Dudó un instante, pero acabó dando la vuelta para encaminarse hacia poniente, al principio sin rumbo fijo. No obstante, una idea fue tomando forma en su mente, y sus pasos se volvieron decididos. Franqueó la puerta de Tarasuna, donde saludó a los sorprendidos guardias, y a continuación enfiló la calzada que conducía hacia el sur. A un centenar de pasos llegó a su destino. Los túmulos de tierra de la maqbara se elevaban junto al camino, todos ellos orientados en la misma dirección, sin ningún muro de separación que delimitara la zona reservada para los enterramientos. Avanzó despacio entre las tumbas, leyendo las inscripciones en los testigos, hasta que llegó al lugar que buscaba. Era una zona en la que las sepulturas se hallaban más separadas que el resto, incluso con espacio para nuevas excavaciones. Una de ellas destacaba sobre las demás, la única que contaba con una pequeña estructura de mármol en su cabecera, y Fortún se acercó a ella hasta rozar con la yema de los dedos el nombre de su padre inscrito sobre la piedra.

La tierra estaba fría y húmeda, pero aun así tomó asiento sobre la superficie lisa de la lápida. Como en un ritual, fue fijando la vista en las tumbas circundantes: justo a su izquierda, el nombre de Ziyab aparecía grabado con esmero. Fortún recordó a aquel hombre sabio, el mejor amigo de su padre, que regresó a Tutila para morir junto a él, aun después de alcanzar los máximos honores en la corte del emir Abd al Rahman. La vieja escuela que fundara había progresado y era ya un foco consolidado de atracción para jóvenes de todo el país, debido en gran parte a la inigualable biblioteca que el viejo maestro consiguiera reunir.

Más atrás estaba la tumba de Zahir, el viejo patriarca de la familia, que había acogido y educado a Musa tras la muerte de Fortún ibn Musa, que no llegó a conocer a su hijo. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar que aquel primer Fortún había muerto precisamente a las puertas de Saraqusta, al igual que sucediera con su segundo hijo, que llevaba el mismo nombre. En esta ocasión, ninguno de los Banu Qasi que luchaban allí respondería a ese apelativo: él mismo se había ocupado de que ninguno de sus hijos lo portara. Era superstición, pero en ese momento un detalle nimio como aquél le proporcionaba una inexplicable tranquilidad. No recordaba a Zahir, sólo tenía tres años cuando murió, pero no olvidaría la admiración y el respeto que su padre dejaba traslucir cuando les hablaba de él.

Sí recordaba a su abuela Onneca, aunque la bruma del tiempo comenzaba a desdibujar sus rasgos. La inscripción de su sepultura estaba escrita en árabe y en lengua vascona, sin duda la mejor manera de honrar tanto su tierra de origen como el país que la adoptó. Diez años tendría en la primavera en que ella murió, cuando la gran inundación arrasó el valle y se llevó por delante no sólo el puente, sino la vida de cientos de vecinos en la epidemia que sobrevino cuando descendieron las aguas. Onneca debió de ser una gran mujer: de otra forma no habrían salido de su vientre los dos hombres que marcaron el destino de aquellas tierras, Enneco Arista y su propio padre, Musa al Kabir.

Fortún sintió cómo se constreñía el nudo que sentía en el estómago al recordar a su padre. Él había sido sin duda su hijo predilecto, el que más se le parecía. Y fue él quien permaneció a su lado hasta el mismo instante de su muerte. Recordaba con claridad sus últimas palabras, pronunciadas ya con voz entrecortada, entre estertores: «Guiad a vuestro pueblo por el buen camino… y sed siempre fieles a vuestra sangre, a la sangre de los Banu Qasi.»

Ése era su miedo en las últimas semanas: ignorar si hacía lo correcto, si estaba siendo fiel a la promesa hecha a su padre. Pasó la mano por la lápida para retirar la fina capa de barro que la cubría, y su dedo índice siguió lentamente el trazo de su nombre. Sabía que había muerto feliz, reconfortado por la presencia de sus hijos y de su esposa Assona.

Rememoró aquel doloroso momento en Tarasuna, junto al Uadi Qalash y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su madre había llegado junto a él en el último instante, sólo a tiempo de reconfortar a su esposo durante su tránsito y de cerrar sus ojos para siempre.

Allí estaba ahora Assona también, a su lado. Tres años le había sobrevivido, sumida en la tristeza, manteniéndose en pie sólo por la necesidad de atender a sus hijos y a sus nietos, que le habían proporcionado sus únicos momentos de alegría.

Inconscientemente, Fortún se dejó arrastrar por aquel ambiente de tristeza y soledad. ¿Cuánto tardaría él mismo en ocupar una de aquellas sepulturas? Hacía tiempo que había pasado de los cincuenta años… ¿En cuál de aquellos helados orificios depositarían su cuerpo? Se recreó brevemente en aquellos negros pensamientos, pero se encogió de hombros con gesto brusco y se esforzó en alejarlos de él.

Durante un buen rato permaneció allí sentado, entumecido por el frío, entre los seres a los que más había querido, tratando de poner un punto de lucidez en sus pensamientos. Necesitaba saber si había obrado como su padre lo hubiera hecho, si aquel viaje sin retorno en el que había embarcado a su pueblo junto a sus hermanos era «el buen camino» de su promesa. Se dio cuenta de que lo que estaba pidiendo era una señal, un indicio que le orientara, y casi rio en voz alta ante lo absurdo de su deseo.

Apoyó el brazo en el borde de la lápida para incorporarse e iniciar el regreso. Desanduvo el camino entre las tumbas y llegó a la calzada, aunque la muralla de la ciudad todavía quedaba oculta por la bruma. Sin embargo, observó que algo avanzaba hacia él entre la niebla, al principio a paso lento, pero cuando estuvo lo bastante cerca para reconocerlo, en una ciega carrera.

Sahib! Sahib!

Era un mozalbete, uno de los reclutas más jóvenes que prestaban sus servicios en la guarnición.

–¡Te buscan en la alcazaba! ¡Ha llegado… un correo!

La falta de aliento le impedía hablar. Se sujetaba la barriga con la mano derecha y hacía esfuerzos para tomar aire.

–¡Un correo de Saraqusta, sahib! – Rio-. ¡Tus hermanos han tomado la ciudad!

La guerra de Al Andalus
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