Capítulo 71

Badr llamó con suavidad y no empujó la puerta hasta escuchar la autorización que procedía del interior. En cuanto lo hizo, Muhammad se levantó del lecho, en el que había consentido descansar después de una noche de vigilia.

–¿Cómo está?

–Sigue débil, Muhammad. Tiene frío, vértigos, y sus miembros se adormecen… Los médicos no se ponen de acuerdo sobre la causa de su mal. Precisamente me envían… quieren saber si tú has observado algo anormal en ella durante los últimos días.

Muhammad suspiró con fuerza y se cubrió el rostro con las dos manos. Luego miró al eunuco y asintió.

–Se mostraba inquieta, nerviosa… y lo que más me extrañaba: rechazaba mis caricias. Hasta ahora siempre era ella quien me buscaba… Debo regresar junto a ella -dijo mientras se ponía en pie.

–No has descansado lo suficiente -advirtió Badr, pero Muhammad ya salía por la puerta.

El eunuco se apresuró tras él. Ningún varón podía acceder a las dependencias donde se alojaban las mujeres sin un buen motivo y sin autorización expresa y, si Muhammad pretendía hacerlo, él tendría que dar aviso antes de permitirle la entrada. De mal humor, el joven príncipe esperó ante la puerta custodiada por dos guardias hasta que Badr regresó.

–Haré que la trasladen a mis habitaciones -anunció mientras avanzaba por la galería, ahora desierta.

–Me ocuparé de ello -respondió Badr, solícito-. Ya he hablado a los médicos de tus impresiones.

Encontró a Hazine tendida sobre el camastro de una pequeña habitación separada del resto. A su alrededor, tres hombres de aspecto distinguido mantenían una acalorada discusión que terminó cuando Muhammad atravesó el umbral. Dirigió una mirada de saludo a los médicos, se acercó al lecho y tomó la mano de la muchacha entre las suyas. Estaba helada, a pesar de que Hazine yacía cubierta con espesas mantas.

–El eunuco nos ha hablado de lo que has venido observando en ella -dijo uno de ellos-, y los tres estamos de acuerdo en que puede ser importante…

–¿Qué quieres decir? – preguntó Muhammad impaciente.

–Dices que la muchacha había perdido el deseo repentinamente, y eso confirma la sospecha que ya antes alimentábamos. Sin embargo, antes debemos descartar otros motivos que pudieran explicarlo.

–¿A qué te refieres?

–¿La has forzado? ¿Le has hecho daño?

–¡Por quién me tomas! – estalló Muhammad.

–Tranquilízate, Muhammad -intervino otro-. Sólo tratamos de excluir por completo otras razones para estar seguros de lo que tenemos que decirte.

Muhammad asintió, cabizbajo.

–En ocasiones, se utilizan determinadas hierbas para producir el efecto que nos describes, la inhibición del deseo.

Mientras hablaba, se dirigió a una pequeña mesa sobre la que descansaba un viejo códice.

–Es un excelente tratado de un autor griego sobre las sustancias con efectos medicinales, quizá lo conozcas. Se trata de De Materia Medica, del maestro Dioscórides de Azanarbus. Fíjate en esto.

Muhammad observó un dibujo realizado con gran detalle que le recordó a una planta de hinojo, bajo el que se localizaba el texto explicativo. Leyó: «De la Cicuta mayor, Koneion.»

–Aquí… -El médico señaló con el dedo.

«Es de muchos usos para su empleo terapéutico, una vez seca. Así, se mezcla oportunamente en colirios analgésicos. Su zumo, aplicado en emplasto, consume los herpes y las erisipelas. La hierba y la cabellera, majadas y aplicadas en forma de cataplasma, prestan ayuda a los que tienen sueños eróticos. Aplicadas como emplasto relajan también las partes pudendas.»

–Hay otras sustancias que pueden conseguir un efecto parecido -siguió el médico-, pero la cicuta es la única que explica el resto de sus síntomas.

–¿Queréis decir que Hazine ha sido envenenada?

–No sería extraño… en el harem florecen las envidias y las intrigas. Este es un remedio conocido, que algunas mujeres han utilizado para contener a maridos demasiado fogosos, pues sirve tanto para hombres como para mujeres, pero existe un riesgo. El envenenamiento produce vértigos, sed, frío, diarrea, hormigueos, parálisis muscular…

Muhammad comprendió, desolado. Se apoyó en el borde del lecho y puso la mano sobre la frente de la muchacha. También estaba helada.

–¿Quién te ha hecho esto? – gimió.

Le pasó los dedos por el rostro mientras la llamaba por su nombre. Lentamente, Hazine abrió los ojos, vio a Muhammad y trató de esbozar una sonrisa sin éxito.

–¿Quién te ha hecho esto, Hazine? – repitió.

La muchacha intentó abrir los labios, pero la voz no salía de ellos. Por fin, emitió algo parecido a un susurro. Muhammad acercó el oído a su boca y permaneció así durante un instante, hasta que su rostro se contrajo en una mueca de odio y dolor, y sus ojos quedaron reducidos a dos líneas pintadas en su cara.

Badr vio que Muhammad perdía el color y poco a poco se incorporaba con gesto de incredulidad.

–¡Esa ramera! – espetó con la rabia dibujada en las facciones.

–¿Quién? – preguntó el eunuco intrigado.

–¡Rashida! – aulló.

–¡La madre de Mutarrif!

Los tres médicos se miraron con gesto grave. Una situación como ésta era lo que más temían: se verían obligados a testificar contra el autor de aquel claro intento de envenenamiento y, si se confirmaba la sospecha, en este caso se trataba de una umm uallad del príncipe Abd Allah. Un testimonio desfavorable a sus intereses les traería, como mínimo, la enemistad del príncipe, y por menos habían rodado cabezas entre los muros de aquel palacio.

–Entra en el harem y hazla venir -ordenó entonces Muhammad a Badr, y su tono resultó extrañamente sereno.

Sahih, ¡es la umm uallad! – replicó el eunuco.

–Ve y tráela -repitió mientras lo atravesaba con la mirada-. Si tienes alguna duda, yo mismo lo haré.

Badr vacilaba. Abrió la boca para hablar, pero desistió. Entonces intervino uno de los médicos.

–Nos sería útil confirmar cuanto antes la sustancia usada y la forma de administración. Podrás alegar esto si alguien te acusa de violentar la figura de una primera esposa.

Muhammad miró fijamente a aquel hombre.

–Te lo agradezco. Sé lo que todo esto supone para vosotros.

–Es urgente administrar cuanto antes un antídoto -advirtió-. Si se mantiene consciente, podrá tomarlo en decocción.

–Iré a la botica en su busca -se ofreció otro, mientras se dirigía a la salida musitando para sí los ingredientes necesarios-. Ajenjo, orégano, aceite de lirio…

Muhammad permaneció angustiado junto al lecho, escuchando la respiración débil y acelerada de Hazine.

–¿Se pondrá bien? – preguntó.

El médico titubeó antes de responder.

–Es difícil saberlo. Depende de la cantidad de veneno, de la forma en que se haya administrado y del tiempo transcurrido. Si supiéramos…

El sonido de pasos en el corredor puso en alerta a Muhammad antes de que Badr apareciera en la estancia tras una mujer temblorosa, a todas luces asustada.

–¡Por Allah Misericordioso! ¿Qué le ocurre a la muchacha?

–¡Eso has de decirlo tú, arpía! – espetó Muhammad al tiempo que la tomaba del brazo y la arrastraba hasta el lecho-. Esta vez el odio y la envidia te han llevado a traspasar todos los límites, y pagarás por ello. Te juro que lo pagarás.

La mujer miró a Hazine sinceramente impresionada, y de repente rompió a llorar.

–¡Falsas lágrimas de plañidera! – escupió Muhammad asqueado.

–Nunca pensé… no me explico… -gimió.

–¿Qué es lo que no pensabas? ¿Que a estas alturas siguiera aún viva? ¿Que tuviera fuerzas para pronunciar tu nombre?

–Yo… yo sólo quería… aplicar el remedio que me recomendó la partera.

–¡Un remedio! – gritó-. ¿Para qué necesitaba un remedio?

La mujer alzó el brazo para protegerse la cara, segura de que Muhammad iba a golpearla al verlo acercarse a ella con la ira dibujada en el rostro.

–¡Sólo quería que dejara de sentir placer en tu lecho! La partera me juró que ése era el único efecto del ungüento que me daba.

–¡Maldita zorra! ¿Qué pretendías?

–Que la repudiaras, que la apartaras de tu lado… que te olvidaras de ella.

–Pero ¿por qué? ¡Maldita sea! – aulló Muhammad fuera de sí.

–¡Porque mi hijo la deseaba!

–¿Mutarrif está detrás de esto?

–No, ¡no! No te equivoques. El no sabe nada. Es sólo cosa mía.

–¿Cómo conseguiste engañar a Hazine para que tomara ese veneno?

–¡No debía tomarlo! Tan sólo aplicarlo en forma de emplasto encima de su vientre. La engañé, le dije que se trataba de un potente filtro amoroso, con el cual siempre te tendría a su lado. Pero le advertí que debía manejarlo con cuidado.

–Al parecer no ha sido así -interrumpió uno de los médicos-. Los síntomas indican que las hierbas del emplasto han sido ingeridas. Quizá pensó que así el efecto sería mayor…

La mujer lanzó un gemido y se arrojó a los pies de Muhammad.

–¡Debes perdonarme! ¡Nunca quise hacerle daño! ¡Se pondrá bien!

El joven se apartó de ella sin contemplaciones, con un gesto de hondo desprecio.

–¡Llévatela de aquí! – ordenó a Badr.

–¡Perdóname! – repitió ella antes de ser empujada hacia la galería.

–Nunca te perdonaré si algo irremediable le sucede. Reza a Allah Todopoderoso para que la mantenga con vida. De lo contrario…

Se calló al comprobar que ya no le escuchaba y regresó junto a Hazine. A pesar de la palidez de su rostro, seguía siendo extremadamente bella. Por un momento, cruzó por su mente la posibilidad de que aquella débil respiración se apagara para siempre, y dos gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas hasta perderse entre su barba, sin que pudiera hacer nada para impedirlo.

Casi se sobresaltó cuando el médico regresó a la estancia con una redoma entre sus manos.

–Aquí está el remedio, hemos de tratar de que lo ingiera por completo.

Muhammad tendió la mano.

–Yo me encargaré.

Lo depositó en una repisa junto al lecho y se acomodó al lado derecho de la muchacha. Le pasó el brazo por la espalda y la incorporó lo suficiente para que uno de los médicos colocara un cojín tras ella. Hazine abrió los ojos, pero tenía la mirada perdida en un punto impreciso. El médico vertió parte del contenido en un pequeño cacillo que entregó a Muhammad.

Éste lo acercó a su boca con delicadeza, a la vez que le susurraba al oído palabras llenas de ternura. El contacto del líquido con sus labios no produjo ninguna reacción, y las primeras gotas se deslizaron hacia el cuello y se perdieron entre los pliegues de su túnica. Muhammad insistió hasta conseguir que parte del brebaje se vertiera en la boca, y al llegar al fondo de la garganta desencadenó el reflejo que la hizo tragar y, de inmediato, toser. Con enorme paciencia, Muhammad logró que tomara una pequeña cantidad de aquel remedio que constituía su única esperanza, y sólo después permitió que se recostara de nuevo. Acabó por abandonar la estancia, no sin antes advertir a los médicos de que le informaran ante el más mínimo cambio.

–Acompáñame -pidió a Badr-. He de hablar con mi padre.

Salió de la estancia en dirección a la zona del palacio donde el príncipe Abd Allah tenía sus dependencias privadas, pero en ese momento se le acercó uno de sus sirvientes.

Sahib, ha llegado este correo -anunció.

Muhammad asintió mientras tomaba el pergamino para comprobar la marca estampada en el lacre. Al hacerlo cerró los ojos por un momento, exhaló un profundo suspiro y de inmediato despidió al sirviente.

–Badr, ocúpate de solicitar esa entrevista. No menciones el motivo, pero insiste en su urgencia -dijo mientras iniciaba el camino de regreso a sus aposentos.

Una vez a solas junto al amplio ventanal, rompió el sello, soltó la lazada y tomó asiento junto al tablero, dispuesto a leer la carta que su madre le enviaba.

En Pampilona, el tercer día de octubre, en el Año del Señor de 886

Mi querido hijo Muhammad,

¡Qué difícil me resulta soportar esta separación! Pensaba que el paso del tiempo habría de cerrar la herida que se abrió en el momento de abandonar Qurtuba, y sin embargo cada nuevo día no hace sino reabrirla para hacerla más dolorosa. Cada noche, antes de caer rendida, recuerdo tu rostro, trato de componer en mi mente su imagen transformada por los años, una imagen del hombre en el que ya te habrás convertido. Celebro la noticia de tu amor por Hazine y, aunque la observancia de nuestros preceptos me impide aprobar el hecho de que compartáis lecho antes del matrimonio, no puedo dejar de alegrarme por tu dicha. ¡Cuánto me gustaría poder conocerla algún día! Hazla feliz, y sé feliz con ella.

Por un instante Muhammad fue incapaz de seguir leyendo, pues la fina cortina de lágrimas que le empañaba la vista hacía bailar los pequeños caracteres trazados sobre el pergamino. Se pasó el dorso de la mano derecha por los ojos y hubo de pestañear varias veces antes de continuar.

Aprovecho la ausencia de tu abuelo el rey para hablarte de él: sé que no asomará la cabeza sobre mi hombro para leer lo que escribo, pues se encuentra visitando una vez más su querida abadía de Leyre. Allí es donde encuentra paz para su espíritu, el espíritu de un hombre que no está hecho para la guerra y que sufre por tener que guiar a su pueblo sin poder soslayarla en ocasiones.

Sé que, si sólo su voluntad contara, habría preferido pasar sus días sin salir de la biblioteca del monasterio, intercambiando sesudas reflexiones con su buen amigo el abad. Tanto es así que ya comienza a ser conocido por un sobrenombre… ¿Lo imaginas? ¡Fortún el Monje, lo llaman! Por fortuna, su hermano Sancho es para él un gran apoyo, como lo es Aznar, mi esposo.

Desde aquí se contemplan con recelo los últimos acontecimientos de Uasqa, de los que quizá no estés al tanto. Al Tawil ha logrado alzarse con el control de la ciudad, aunque para ello haya tenido que asesinar a su wali Masud ibn Amrús, y todo ello con el beneplácito de los Banu Qasi, o al menos de su cabecilla actual, Muhammad ibn Lubb, que paga así al traidor por los servicios prestados en Aybar, donde tu bisabuelo, el rey, cayó abatido.

Tus hermanos crecen sanos y fuertes: Toda, Sancha y el pequeño Sancho me escuchan embelesados cuando les refiero las historias del lejano reino donde habita su hermano mayor, un apuesto guerrero cuyos favores se disputan las doncellas del lugar. Temo no estar haciendo bien, pues tan grandes son tus virtudes que cada día insisten en conocer a tan importante personaje. Acerca de esa posibilidad, te diré que se envió a Qurtuba una discreta embajada para tantear la posibilidad de un encuentro, ignoro si estás enterado, mas me temo que Abd Allah no lo ha estimado conveniente. No desespero, sin embargo, de que en un futuro no muy lejano podamos aprovechar otras circunstancias para reunimos. Tal vez la noticia de tu casamiento con Hazine sea el motivo que ablande el corazón de tu padre. Ten por seguro que no dudaría ni un instante antes de ponerme en marcha.

Ten presentes los consejos que te he dado cuantas veces he tenido ocasión de hacerlo, y que no voy a repetir aquí. Intuyo, aunque en tus cartas trates de ocultarlo, que las cosas no marchan mejor con tu hermanastro. Sé prudente y evita el enfrentamiento, conozco bien hasta dónde pueden llegar las intrigas en el palacio.

Que la bendición de Dios esté contigo, hijo mío. Que Allah te proteja.

ONNECA

La firma de su madre aparecía arrinconada en la parte inferior derecha del pergamino, por falta de más espacio. Muhammad depositó el rollo encima del tablero y dejó que su vista vagara por los rincones cargados de belleza del patio sobre el que se abría el ventanal. Badr aún no había regresado con la respuesta de Abd Allah, y Hazine estaba en manos de los médicos, a la espera de que el antídoto administrado surtiera efecto. Le resultaba extremadamente duro contemplar su sufrimiento y prefirió no regresar junto al lecho todavía. Sin embargo, necesitaba reflexionar sobre lo sucedido, y decidió bajar al patio, donde el rumor del agua, el canto de los pájaros y el sonido de las ramas mecidas por el viento siempre habían tenido un efecto calmante en su espíritu en momentos de zozobra.

Sentado en el borde de una de las albercas, reflexionó acerca de las circunstancias de su existencia. Una vida de privilegio, sin duda, no tenía más que cruzar los muros del alcázar y adentrarse en el arrabal para darse cuenta, pero no exenta de sufrimiento y de amenazas. Observó cómo las sombras de la tarde se iban alargando sobre la superficie del estanque, al que ahora se acercaban multitud de pececillos en busca de los insectos que constituían su habitual banquete vespertino. Pensó en lo que habría de contar a su padre cuando éste tuviera a bien recibirle, y trató de imaginar su reacción. Rashida era su primera esposa, tras el repudio de Onneca. ¿Aplicaría el castigo que el delito que había cometido sin duda merecía, o por el contrario atendería a sus lamentos y sus excusas? Desvió su atención hacia el estruendoso concierto que protagonizaban los centenares de pájaros que acudían a cobijarse bajo las ramas de los árboles para pasar la noche, y decidió que era hora de regresar junto a Hazine. Ahora sí, había pasado el tiempo suficiente, y albergaba la esperanza de encontrarla consciente para al menos poder transmitirle la fuerza que necesitaba para recuperarse, para decirle cuánto la amaba, cuánto la necesitaba, cuánto la deseaba.

Distinguió al eunuco bajo el arco de herradura que delimitaba el acceso al patio. Su figura voluminosa e inconfundible quedaba oculta por las sombras, pero al ver su actitud, Muhammad detuvo sus pasos en seco. Los brazos de Badr colgaban fláccidos a sus costados, su barbilla le comprimía los pliegues de la papada contra el pecho, y su rostro apuntaba al empedrado del suelo, con lo que ocultaba su gesto.

Una especie de calambre recorrió el cuerpo de Muhammad, seguido de un incontrolable temblor que se apoderó de sus piernas. Con un esfuerzo, se obligó a avanzar hacia el eunuco. Llegó hasta el lugar que ocupaba bajo el dintel de la puerta, se plantó ante él y con la mano derecha le alzó el rostro. Gruesas lágrimas se deslizaban desde sus ojos, que eran la expresión de la más absoluta desolación.

Sin darle tiempo a hacer la pregunta que le quemaba en los labios, Badr levantó los brazos y atrajo a Muhammad hacia sí.

–¡Oh, sahib, con gusto hubiera dado mi vida a cambio de la suya!

La guerra de Al Andalus
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