Capítulo 91

Año 891, 277 de la bégira

Qurtuba

A pesar de que la habitación sólo estaba tenuemente caldeada por un pequeño brasero, las gotas de sudor resbalaban por el rostro de Muzna, y sus nudillos perdían el color cada vez que se agarraba al borde del lecho. Hasta ahora había podido contener los gritos de dolor, y entre sus dientes apretados sólo se filtraban gemidos ahogados, pero sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas con cada contracción. La qabila, quien acababa de llegar desde Qurtuba advertida por el dueño de la casa, apenas había tenido tiempo de constatar que las aguas arrojadas por la madre eran transparentes y tenían buen olor, y que la cabeza de la criatura le asomaba ya entre las piernas. La partera maniobró con destreza para colocar aquella naricilla hacia arriba, sujetó la base de la cabeza y aguardó a la siguiente contracción.

–¡Ahora! – gritó-. ¡Empuja!

Esta vez Muzna no pudo impedir que un grito ronco inundara la estancia y, con un esfuerzo supremo que parecía rasgarla por dentro, sintió cómo se vaciaba del peso que la había acompañado durante los últimos meses. Ni siquiera esperó a recuperar el aliento: en medio del inmenso alivio producido por la relajación de sus entrañas, alzó la cabeza para ver cómo la partera efectuaba las primeras operaciones con la criatura, cómo introducía en su boca un dedo regordete y cómo le provocaba el primer llanto. La comadrona alzó la mirada hacia la madre y, sin dejar de limpiar el diminuto cuerpecillo, mostro sus dientes mellados al sonreír.

–Es un precioso varón -anunció.

Sólo entonces Muzna reclinó el rostro sobre la almohada y se abandonó al llanto. Era, cierto, un llanto de felicidad por aquel pedacito de su carne que estaban a punto de colocarle entre los brazos, pero también había pena, angustia y miedo en él. Desde que Muhammad partiera, no había tenido noticias. Únicamente las discretas visitas de Badr le habían permitido mantener la esperanza, pues el eunuco le transmitía las alentadoras nuevas procedentes del círculo más cercano al emir. Supo así que Abd Allah, aunque en un primer momento había montado en cólera, trocó ésta en condescendencia al enterarse de la huida de su primogénito. El episodio de la liberación de Adur y la muerte del oficial habían sido el principal tema de conversación durante semanas en todos los mentideros de la corte, y Badr dejó caer en la corriente de los rumores unas cuantas gotas que les habían dado el tinte más adecuado a sus intereses. Cuando el emir interrogó en persona a los implicados en aquel turbio asunto, recibió retazos de información que surtieron el efecto buscado. También la opinión de Badr, como antiguo eunuco de Muhammad, fue solicitada. Se mostró renuente a hablar de lo que, dijo sin sonrojo, no eran más que rumores, y sobre todo cuando éstos afectaban a un miembro de la familia real. No tardó Abd Allah en exigirle una claridad total, y sólo entonces habló el eunuco de vagos comentarios escuchados a media voz sobre ciertos preparativos para inculpar al heredero, o sobre ciertos funcionarios aparentemente presionados para doblegar su siempre recto proceder.

El resultado fue una carta en la que Abd Allah otorgaba el perdón a su hijo y le garantizaba que su nombre quedaría limpio de aquellas acusaciones infundadas que Mutarrif se había encargado de propagar. El siguiente inconveniente consistió en dar a conocer el paradero de Muhammad sin levantar sospechas acerca de su propia colaboración, algo en lo que hubo de emplear tres días más. Se hizo preciso enviar una partida que indagara en las aldeas vecinas acerca del paso de un grupo de oficiales. No resultó complicado hacer que los aldeanos confirmaran las sugerencias que escuchaban de boca de algunos de aquellos soldados, bien elegidos y aleccionados por Badr. ¡Muhammad había sido visto camino de Burbaster! Incluso alguien, oportunamente, había oído a uno de los oficiales hablar sobre una próxima reunión con el rebelde muladí… El duodécimo día de Ramadán salió un correo hacia Burbaster que anunciaba el perdón para el príncipe heredero y, encarecidamente, solicitaba su pronto regreso.

La incertidumbre había consumido a Muzna en los últimos días de su embarazo. A pesar del frío invernal, pasaba los días encaramada en la assutáyha, oteando el horizonte en busca de una señal que le advirtiera de la llegada de Muhammad. Había incluso retrasado la respuesta a la llamada del emir, que le recomendaba ponerse en manos de las parteras y los médicos de palacio a la hora de alumbrar a la criatura, su nieto y heredero. El parto la había sorprendido a mediodía, encaramada en lo alto, envuelta en una gruesa capa a pesar de la cual su cuerpo seguía contrayéndose por el frío que le calaba los huesos. No hubo tiempo de regresar al alcázar, ni siquiera de esperar a la qabila que habitualmente atendía a las esposas, a las hijas o a las nueras del emir. Una sensación de quemazón bajó sin previo aviso por sus piernas ateridas, sin dolor, y a continuación empezaron las contracciones.

Un ama de cría del palacio había ofrecido su pecho al pequeño, que, satisfecho, dormía ahora junto al lecho. Al atardecer, alguien llamó a la puerta de la alcoba, y por segunda vez Badr se abrió paso sonriente, acompañado en esta ocasión por un joven desconocido, provisto de los útiles propios de un escribano.

–Es el secretario del registro, debe quedar constancia oficial del nacimiento de vuestro hijo -informó el eunuco.

El dueño de la casa acercó una pequeña mesa que sirvió de apoyo para el grueso pliego de vitela del funcionario.

–No habrá problema para cumplimentar la reseña. Comenzaré por estampar la hora y la fecha de hoy: el parto se ha producido, según se me ha informado, poco después del mediodía, ¿no es cierto? – dijo el escribano hablando para sí-. «A ocho días del final del Ramadán, del año doscientos setenta y siete de la hégira…»

–Ahora su nombre completo. Debería ser el padre quien manifestara su deseo, pero en este caso…

–¡Se llamará Abd al Rahman!

La voz grave de Muhammad los sobresaltó a todos, y Muzna apenas pudo contener un grito. Las voces despertaron al pequeño, que se echó a llorar desconsoladamente. Su padre se acercó, pero apenas le dirigió una breve mirada antes de caer de rodillas junto al lecho para cubrir de besos el rostro de Muzna y murmurar en su oído palabras que sólo eran para ella.

El ama de cría entró precipitadamente, tomó a la criatura en brazos y trató de calmarla. El rostro de Badr, aunque éste ya sabía de la llegada de su protegido, reflejaba una intensa emoción, y también de sus ojos pugnaban por escapar las lágrimas. El funcionario había depositado la pluma junto al pliego y contemplaba pasmado la escena.

Muhammad aflojó la presión de sus brazos sobre el anhelado cuerpo de su esposa y, entonces sí, dirigió la mirada hacia su hijo. El ama de cría se lo acercó cuando se levantaba, lo tomó con gesto torpe entre los brazos y lo atrajo hacia sí para hundir la cara en aquel insignificante cuerpecillo fajado y aspirar así su aroma.

–¡Es mi hijo! – consiguió decir con la voz rota, al tiempo que se lo mostraba a Badr-. ¿Lo ves, Badr? ¡Mi hijo!

Volvió a besarlo mientras se acercaba al lecho y con enorme delicadeza lo depositó en el regazo de su madre. Entonces se volvió, cruzó la alcoba con dos zancadas y se abrazó con enorme fuerza al eunuco. Toda la tensión acumulada encontraba por fin una escapatoria.

El escribano recogió la pluma, aunque hubo de pasarse el dorso de la mano por los ojos antes de escribir. Cuidadosamente, añadió uno a uno todos los ascendientes que componían la filiación paterna, como correspondía al hijo del heredero: «Abd al Rahman ibn Muhammad ibn Abd Allah ibn Muhammad ibn Abd al Rahman ibn Al Hakam ibn Hixam ibn Abd al Rahman.»

–El tercer Abd al Rahman de la dinastía Umaya -murmuró al mojar de nuevo el cálamo en el tintero.

La guerra de Al Andalus
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