Capítulo 37
Bobastro
Umar ibn Hafsún, hijo de un acomodado terrateniente de origen hispano cuya familia había abrazado el islam tan sólo dos generaciones atrás, era un joven de carácter decidido, impetuoso, arrogante incluso, que pronto había destacado entre los muchachos de su edad, en aquellas montañas de clima benigno próximas a la costa andalusí, entre las coras de Raya y Takurunna. Un diente mellado y alguna cicatriz eran, milagrosamente, los únicos recuerdos permanentes que sus andanzas y peleas habían dejado en su cuerpo. Durante la adolescencia, había vivido de cerca los excesos y las injusticias que el gobernador de Raya había cometido con los habitantes de su aldea y de las aldeas cercanas: no sólo recaudaba el zakat entre las familias musulmanas y el mucho más gravoso jizya entre judíos y mozárabes, sino que cada año surgían nuevas contribuciones especiales destinadas a cubrir los más variados objetivos: proveer a Qurtuba de mercenarios para las constantes aceifas, financiar la vigilancia de las costas, acometer nuevas construcciones. Las continuas visitas de los recaudadores, que no se paraban a considerar la situación de los campesinos, las sequías o las enfermedades del ganado, habían acabado por sumir a muchas de las familias del pueblo en la más absoluta miseria a pesar de trabajar de sol a sol, casi como esclavos. Siendo apenas un adolescente, había vivido la última hambruna provocada por la sequía, había visto morir a niños de pecho aferrados a los senos resecos de sus madres, después de que se les requisaran las últimas cabezas de ganado. Año tras año, fue adquiriendo conciencia de la manera de funcionar de aquella sociedad injusta, y el resentimiento comenzó a anidar en su corazón.
El desastre había sobrevenido dos años atrás, cuando el hijo menor de una conocida familia de la zona, ahora convertido en oficial a las órdenes del gobernador de la kurah, había acudido a la aldea al frente de una partida de recaudadores. La falta de humanidad con la que se conducía, aun siendo un muladí como la mayoría de ellos, sometido antaño a las mismas injusticias, acabó por soliviantar al impetuoso Umar. Cuando cerraba los ojos, todavía recordaba con claridad el desarrollo de los hechos que cambiaron el curso de su vida. En el centro de la aldea, uno de los recaudadores arrastraba por el ramal una vaca famélica, haciendo caso omiso de los ruegos del campesino que era su dueño. Umar entró en la plaza sobre su caballo y, sin pensarlo dos veces, cortó de un tajo seco la cuerda que sujetaba al animal. Tras un momento de desconcierto, el oficial le clavó una mirada cargada de odio, espoleó a su cabalgadura y, seguro de su superioridad, desenvainó su sable para enfrentarse al muchacho. Quizá fue un golpe de suerte, quizás el destino lo había dispuesto así, pero Umar paró con destreza el primer golpe y un veloz giro de su brazo derecho hundió el filo de su arma en el pecho del infortunado, que aún se sostuvo unos instantes a lomos del caballo antes de caer muerto sobre el suelo de tierra.
Tras los gritos de miedo y de advertencia que se habían escuchado en la plaza, el silencio se apoderó de todos los presentes. Eran conscientes de lo que aquello significaba, y los primeros que lo sabían eran Umar y su familia. Los recaudadores se miraron entre sí y miraron los rostros amenazantes que los rodeaban antes de hacer retroceder sus monturas. En un instante no quedó de ellos sino el rastro de polvo que dejaba su cabalgada. Hafs, el padre de Umar, se acercó al cadáver con el rostro descompuesto y a continuación se volvió hacia él. Nunca olvidaría su expresión, ni las palabras que pronunció, palabras que le conminaban a escapar de la aldea y que sin duda fueron las que cambiaron su destino.
No se fue solo. Otros dos muchachos de su edad, ambos sin familia y sin futuro en aquel rincón perdido, se unieron a él en la huida. Y no fueron los únicos, porque la noticia se extendió como la pólvora por los alrededores, y en los días posteriores otros salieron a su encuentro, hasta completar un grupo de once hombres que se internaron en la espesura de la sierra.
Las siguientes semanas fueron duras, pero conocían bien el terreno y sabían de la existencia de refugios en los que pasar sin demasiadas penurias el primer invierno. Escogieron una oquedad excavada en la roca que, a juzgar por los rastros renegridos, había sido ocupada con anterioridad, y que ofrecía unas condiciones más que aceptables. Pero lo que más valoraron de aquel lugar fue una hendidura que se adentraba entre las lajas de piedra y que comunicaba con otro barranco que confluía más abajo con el curso del río: una buena escapatoria en caso de necesidad. Allí establecieron su base, bien provistos de agua y de carne de caza, y desde allí iniciaron sus primeros ataques a los viajeros que atravesaban aquellos parajes camino de la costa. Su compromiso les impedía asaltar a campesinos de la zona, mozárabes o muladíes como ellos, y centraron su interés en las caravanas de comerciantes.
Umar no tardó en evidenciar una capacidad de liderazgo fuera de lo común y una inteligencia despierta que, unida a su espectacular arrojo, les hizo encadenar una sucesión de golpes que les proporcionaron un botín más que sustancioso. No asaltaban de frente a las caravanas, que normalmente viajaban bien protegidas, sino que estudiaban a sus integrantes, esperaban la caída de la noche y, protegidos por las sombras, se internaban en los campamentos para capturar a quien, por su indumentaria o por su actitud, habían identificado como figura principal o, lo que se demostró más efectivo, a sus hijas o a sus esposas. El filo de la daga sobre la garganta persuadía pronto a los desgraciados de la necesidad de aligerar la bolsa para salvar la vida del rehén e incluso de abandonar allí tras su partida las mercancías más caprichosas.
Los éxitos iniciales, aparentemente sencillos, infundieron confianza al grupo, que celebraba con regocijo la calidad de sus botines. Parte de aquellas monedas y de aquellas mercancías volvía a sus aldeas de origen, y aquellos envíos regresaban a su vez en forma de nuevos voluntarios dispuestos a sumarse al grupo, de forma que, amparados en el número, su osadía fue en aumento a lo largo de los meses de aquel primer invierno.
Umar dispuso de mucho tiempo para reflexionar durante las largas veladas que pasaban al calor de las hogueras, y en las conversaciones con aquellos hombres fue perfilando un discurso cada vez más coherente con el que trataba de justificar su actitud. Les hablaba de lo injusto de los privilegios de los árabes yemeníes y los bereberes procedentes del oriente de Dar al Islam, por encima de los hispanos autóctonos, tan musulmanes como los primeros. Les hablaba, con un lenguaje llano que aquellos hombres podían entender sin esfuerzo, de la corrupción de los dirigentes, de los continuos abusos de poder, de las humillaciones a las que eran sometidos en toda Al Andalus quienes no formaban parte de la jassa, del expolio oficial que constituía el sistema impositivo que habían conseguido implantar. Aquellos hombres rudos que en algún caso le doblaban la edad lo miraban embelesados, asentían y reforzaban su discurso con sus propias experiencias, y en Umar fue surgiendo la conciencia de su propia capacidad de liderazgo.
Con la primavera, llegó el primer asalto a una partida de recaudadores, precisamente cuando regresaban a Aryiduna, la capital de la kurah, con mulos y carretas cargados de mercancías. De nuevo le sonrió la fortuna y, sin necesidad de derramar una sola gota de sangre, Umar pudo hacerse con un botín que también esta vez regresó a las aldeas recién visitadas por los hombres del wali. Pero para el gobernador de Raya, que hasta entonces no había sabido de sus andanzas, el asalto a los recaudadores era más de lo que estaba dispuesto a permitir.
Umar planificó el siguiente ataque con el mismo detalle, en una ruta que hasta entonces no habían frecuentado, procurando prever cualquier contingencia. Se trataba de una nutrida caravana de mercaderes, y de nuevo la estrategia de la toma de rehenes dio el resultado esperado. Vieron cómo los comerciantes partían sobre sus cabalgaduras aligeradas, y Umar se recreó observando las abultadas bolsas de cuero que tan gustosamente les habían cedido a cambio de sus vidas. Todavía a lomos de su caballo, abrió una de ellas, para descubrir que estaban llenas de conchas marinas. Sus hombres no sabían qué pensar cuando vieron que Umar se echaba a reír a carcajadas, consciente del engaño, pero aún se mostraron más sorprendidos cuando la risa se congeló en su rostro y siguieron la dirección de la mirada de su cabecilla. El temor ante lo que vieron debió de trasladarse a sus monturas, que comenzaron a patear inquietas. Los mercaderes habían vuelto grupas y, a sus espaldas, aparecía una unidad de soldados árabes fuertemente armados que los sobrepasaban en número y que avanzaban ya hacia ellos. Umar dio la orden de abandonar cualquier mercancía que pudiera entorpecer la huida, y salieron en dirección contraria con un ligero galope. Pero no habían recorrido media milla cuando comprobaron que en el extremo opuesto del valle otro medio centenar de hombres a caballo se disponían en formación bloqueando la salida. La partida detuvo su avance, y todas las miradas se centraron en Umar, que con un rápido vistazo intentó hacerse con la situación y dio a sus hombres la orden de dispersarse entre los espesos robledales de la ladera. Sabía que aquellos soldados del gobernador lo buscaban a él, al cabecilla del grupo, y sabía que, si trataba de escapar, emprenderían una implacable persecución. Fingió hacerlo hasta que el último de sus hombres desapareció entre la espesura, y entonces tiró de las riendas, descendió de nuevo al fondo del valle, descabalgó y dejó caer el sable sobre la hierba.
Revivía todavía con angustia el trayecto de regreso hasta el principal puerto de la kurah, situado en Malaqa, la progresiva aceptación de su final, probablemente el ajusticiamiento en público. Atravesó las puertas de la ciudad a lomos de un asno, sentado sobre la grupa contra el sentido de la marcha, y avanzó por sus calles repletas en un paseo infamante que lo condujo hasta la colina donde se levantaba la alcazaba y la residencia del 'amil. Sin embargo, algo le llamó la atención, y un atisbo de esperanza se abrió entre sus oscuros pensamientos: había recibido salivazos, pedradas e inmundicias, pero nadie se dirigía a él por su nombre, ni siquiera con la intención de insultarlo. Pero a continuación llegó el interrogatorio, los golpes y la humillación, la oscuridad de las mazmorras, y de nuevo perdió toda esperanza de escapar con vida de aquello. Dos días después fue llevado ante la presencia del gobernador de la kurah y, siguiendo su intuición, respondió a sus preguntas simulando la identidad que había pergeñado durante su cautiverio. No advirtió ninguna reacción ante el embuste, y entonces supo que no sería juzgado por la muerte del recaudador.
Sólo una semana después se ejecutó la pena dictada por el qadi, en castigo por el delito de bandolerismo. Él mismo había pedido hablar durante el juicio, para asegurar en su defensa que en sus acciones nunca se había producido derramamiento de sangre. Posiblemente eso le había salvado la vida, de momento, porque pocos reos sobrevivían a las tandas de latigazos que estaba a punto de recibir. Aún parecía sentir aquel dolor lacerante, la sensación de que no era posible mayor sufrimiento hasta que llegaba el siguiente golpe y la desmentía. El verdugo se empleaba con saña sobre su espalda, y acompañaba cada azote con un grito producido por el esfuerzo. Evocaba cómo apenas había podido contar treinta latigazos antes de perder el sentido, y cómo despertó en un lugar desconocido, tumbado boca abajo, en medio de los delirios producidos por la fiebre y el dolor.
Experimentó una sorda desazón al despedirse, todavía debilitado, del samaritano que se había apiadado de él, pues no tenía con qué corresponder a su gesto desinteresado. Durante días, había vagado por las callejuelas de Malaqa, alimentándose con restos de pescado en las cercanías del puerto y con las frutas podridas que se desechaban en el zoco. A punto estaba de recurrir al robo para subsistir cuando consideró otra forma de conseguir alguna moneda. Junto a la alhóndiga, en el puerto, se alineaban varias cantinas frecuentadas por los marinos que cada día llegaban a la ciudad, procedentes de todos los rincones de Dar al Islam. Entró en una de ellas y se plantó en el centro para ofrecer sus servicios: quizá podía serles de ayuda para redactar cartas que enviar a sus familias. Al principio lo miraron con desconfianza, pero en cuanto el primero de ellos se acercó, los demás no tardaron en seguir el ejemplo. Recogió por adelantado un fais de cobre de cada uno de ellos y los citó al día siguiente en el mismo lugar. Con las monedas adquirió una tinta de mala calidad y varios pergaminos usados que raspó durante todo el día para volver a utilizarlos.
Sobrevivió así varias semanas, pero debía tomar una decisión: no podía regresar a su lugar de origen, demasiado había tentado a la suerte. Sentado al sol sobre unas viejas redes de pesca, con la brisa del Bahr Arrum acariciándole el rostro, contempló el movimiento en torno a varios navíos que preparaban sus aparejos para zarpar. Dos días más tarde navegaba, junto a una expedición de mercaderes, rumbo a las costas del Maghrib.
Ahora se preguntaba por qué lo había hecho, ¿había sido una huida, una forma de poner distancia con la tierra en la que a punto había estado de perder la vida? ¿O únicamente el ansia de ampliar horizontes propia de un muchacho de veinte años? Lo cierto es que una vez en tierra firme no tuvo ninguna duda: se sumaría a la caravana de comerciantes que había de adentrarse en el desierto con rumbo a las tierras de Tahert.
Recordaba aquellas semanas de forma confusa, su mente sólo evocaba una árida inmensidad en la que cada día se parecía al anterior. Llegaron a su destino, y encaminó sus pasos a la casa de un paisano del que alguien le había hablado, originario de Raya como él, y propietario de un próspero negocio de sastrería en la mejor calle del zoco. Rememoró con una sonrisa en los labios aquellos días entre telas, agujas y tijeras: ¿era posible que en algún momento se hubiera planteado hacer de aquello su vida? No debió de ser muy firme su convicción, porque duró poco, justamente hasta la visita de aquel viejo.
Recordaba con detalle lo sucedido aquella tarde, porque desde entonces había tratado de buscarle una explicación. El anciano llegó como un cliente más, con una tela tosca bajo el brazo y el encargo de confeccionar con ella una nueva túnica. El sastre salió a recibirlo y, como a muchos de sus parroquianos, le ofreció asiento y una taza de té. Umar acudió a la llamada de su maestro para unirse a ellos.
–Él te tomará las medidas.
–¿Quién es éste? – El anciano formuló la pregunta adelantando el rostro, obligado por la catarata que nublaba su vista.
–Es un paisano de Raya. Está aquí como aprendiz.
El viejo se volvió hacia él.
–¿Y cuánto hace que saliste de Raya? – preguntó.
–Hará dos meses -respondió Umar un tanto sorprendido.
–¿Conoces el monte de Burbaster?
–He oído hablar de él, no está lejos de las tierras de mi padre. ¿Acaso hay algún movimiento allí? – preguntó precavido.
–¡Ah, no! Pero lo habrá, muchacho, lo habrá… ¿Conoces a un hombre que vivía en sus cercanías llamado Umar, hijo de Hafs?
Umar pareció quedar paralizado, incapaz de articular una respuesta. El anciano frunció el ceño extrañado por la reacción, tratando de aguzar la vista. De repente su espalda se enderezó, alerta.
–¡Eres tú! ¡Umar ibn Hafsún! Poco veo, pero eso es una muesca en tu diente…
–¿Quién eres tú? – preguntó Umar a punto de dejar caer su taza al levantarse.
También el anciano se puso en pie, visiblemente alterado.
–¡Desdichado! ¿Es así como luchas por librar a los tuyos de la pobreza? ¡Vuelve a tu tierra! ¡Cambia la aguja por la espada!
Umar se separó del anciano con expresión perpleja.
–Escúchame bien, Umar ibn Hafsún, mis ojos están nublados, pero puedo ver en mi interior. Yo te auguro que puedes llevar a los Banu Umaya por el camino de la ruina y, si lo haces, llegarás a ser un gran rey.
–¡Dime quién eres, anciano! – rogó Umar con tono imperativo, marcando la separación entre las palabras.
–Eso da igual -respondió mientras se aproximaba a la salida-. Regresa y habla con tu tío, con el hermano de tu padre. Él es el camino.
Pronunció las últimas palabras bajo el quicio de la puerta y se marchó. La tela que había traído seguía sobre el mostrador.
–¡Espera! ¡Tus medidas! – exclamó el sastre al tiempo que corría tras él.
Salió al exterior, pero el anciano se había perdido ya en la concurrida calle del zoco donde se encontraba la sastrería.
Cada vez que pensaba en aquellos sucesos topaba con la imposibilidad de encontrar una explicación racional, que sin duda debía de existir aunque no alcanzara a desentrañarla. Desde luego no estaba dispuesto a dar crédito a premoniciones más propias de viejas crédulas, y quizá por ello había justificado su regreso por el temor a ser descubierto. Una vez que alguien sabía de su identidad, no sería extraño que fuera conocida por los señores de Tahert, clientes de los Umaya, que sin duda mantenían buena relación con el gobernador de Raya.
Supo que había hecho lo correcto cuando, de regreso a la Península, se entrevistó con su tío Mudáhir. Éste parecía estar esperándolo y le proporcionó lo necesario para emprender el camino que el anciano le había señalado. Era, como su padre, uno de los pocos terratenientes que conservaban su posición y su patrimonio. Había seguido en contacto con los hombres que formaban la partida de Umar y, en pocos días, todos ellos y otros más, hasta alcanzar el centenar, acudieron a su llamada. Se respiraban en la kurah aires de revuelta, y quizá los vehementes discursos de Umar ante sus hombres, extendidos durante su ausencia por el boca a boca, hubieran tenido algo que ver.