Capítulo 47

Saraqusta

El décimo día del mes de Sawal amaneció con el cielo plomizo y un persistente viento del sur cargado de humedad. Las lonas que protegían los puestos del zoco producían sonoros chasquidos, y los comerciantes se afanaban en reforzar los soportes de sus negocios y en sujetar aquellas mercancías que pudieran verse dañadas o arrastradas por una ráfaga repentina.

Ismail veía rostros de disgusto a su alrededor. Era víspera de viernes y, por tanto, día de mercado semanal en Saraqusta. Las primeras jornadas verdaderamente cálidas de la primavera parecían haber sacado a la ciudad de su largo letargo invernal, y las calles se habían visto inundadas de hortalizas procedentes de las feraces huertas regadas por el Uadi Ibru y por los dos ríos que en él desembocaban. También los carniceros, después de la parición de primavera, mostraban sus puestos repletos de piezas de vaca y oveja, pero el polvo que arrastraba el viento amenazaba con arruinar el aspecto fresco y brillante de las reses sacrificadas aquella misma madrugada.

Pequeños remolinos de tierra recorrían las calles obligando a los transeúntes a protegerse los ojos mientras se apresuraban a cerrar los últimos tratos, antes de que la tormenta estropeara el día por completo. Ismail vislumbró a su sahib al suq al otro extremo de la calle y hacia él se dirigió sorteando a la alborotada concurrencia.

–Mal día de mercado, Jaled -saludó molesto.

El jefe del zoco alzó la vista al cielo cuando las primeras gotas dejaron sus marcas en el polvo de la calle.

–Vamos a tener un buen temporal -respondió con tono de resignación-. Sería mejor que comenzaran a desmontar los puestos.

–Veamos al menos la parte positiva. Esta lluvia puede ser una bendición para los campos, apenas queda un mes para la cosecha. Si Allah lo quiere, este año podremos llenar nuestros graneros.

–Sin embargo, esta gente tenía puestas todas sus esperanzas en el mercado de hoy. Fíjate en sus puestos, están a rebosar.

–Quizá si el tiempo mejora…

–Mañana es viernes, día de oración, pero de forma extraordinaria podrías autorizar una jornada de mercado para el sábado, siempre que la lluvia haya cesado para entonces. La alqabala que han satisfecho prorrogaría su validez.

–Eso no será del agrado de las ciudades que celebran mercado el sábado -opuso Ismail.

–Pueden solicitar una compensación. Concédesela. Siempre será menos gravoso para tus arcas que devolver la alqabala y permitir que muchas de estas mercancías terminen arruinadas o malvendidas sin satisfacer tributo.

La lluvia comenzaba a arreciar, y los dos hombres miraron a su alrededor en busca de refugio. Lo encontraron bajo el entoldado de uno de los carniceros.

–¿Aguantará tu género dos días más? – le preguntó el sahib.

–¿Dos días? Sí. Perderé algunas monedas por lo que haya de desechar, pero siempre será mejor que tener que salar estas excelentes piezas.

Ismail se volvió hacia Jaled.

–Encárgate de correr la voz y prepara el bando antes de que los forasteros abandonen la ciudad.

Mientras daba las órdenes al sahib al suq, algo llamó la atención de ambos. Un hombre a caballo se acercaba interrogando a los transeúntes, que alzaban la cabeza y señalaban con el brazo en su dirección.

–No está permitido montar en las calles del zoco -lo amonestó el sahib al suq.

–Me temo que en un instante ésa va a ser la menor de tus preocupaciones -respondió el recién llegado, fatigado por el esfuerzo-. ¿Eres tú el gobernador?

Ismail asintió y alargó la mano para tomar el rollo que le tendía. Cuando rompía el sello, levantó la vista hacia Jaled, que escrutó su expresión mientras leía y comprobó cómo apretaba los labios hasta reducirlos a una estrecha línea. El jefe del zoco lo interrogó con la mirada y con un movimiento impaciente de la cabeza. Un grupo de curiosos y de comerciantes intrigados se había congregado en torno al emisario, e Ismail dudó antes de hablar, pero acabó juzgando innecesario posponer la difusión de la noticia.

–Se dirige hacia la ciudad una gran expedición, encabezada por el príncipe Al Mundhir y por el general Haxim.

Jaled bajó la vista al suelo y respiró hondo mientras se pasaba una mano por los cabellos. Ambos permanecieron callados durante un instante, valorando el alcance de la noticia que aquel jinete les acababa de traer. Ninguno notó la lluvia que comenzaba a calar sus ropas.

–Olvida ese mercado del sábado, Jaled, y ordena la requisa de cualquier mercancía que no sea perecedera. También la de todos los carniceros, para ser conservada en salazón -dijo mirando al dueño del puesto-. Antes del mediodía tendrás redactado el nuevo bando. Dispón lo necesario, utiliza a los hombres de la guardia y castiga con severidad a quienes traten de esconder su género.

La noticia se había ido extendiendo alrededor del jinete como la onda producida por una piedra en un estanque. A lo lejos, una mujer comenzó a tirarse de los cabellos y a hacer grandes aspavientos con los brazos, luego salió dando voces en dirección al arrabal.

Sa'ifa! Sa'ifa!

En poco tiempo, toda la ciudad estaba al corriente de que, una vez más, debían prepararse para el expolio de sus campos y el asedio de sus murallas. Aquel viernes, el haram de la mezquita mayor resultó pequeño para acoger a todos los fieles que acudieron a rogar protección al Todopoderoso y, sobre todo, a conocer las últimas noticias en corrillos y mentideros.

La guerra de Al Andalus
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