Capítulo 65
Año 884, 270 de la hégira 65
Burbaster
Umar ibn Hafsún contemplaba con orgullo lo que había conseguido en tan sólo tres años, desde su llegada a Burbaster. Encaramado en lo alto de aquel torreón natural de piedra, donde sus hombres habían labrado unas toscas escaleras a golpe de cincel hasta convertirlo en una pieza más de las defensas de la fortaleza, disfrutaba del bullicioso trasiego que tenía lugar a sus pies. Las mulas ascendían las empinadas rampas cargadas con provisiones y materiales de construcción, siempre insuficientes en una fortificación que no había dejado de crecer. En nada se asemejaba lo que se extendía ante sus ojos a lo que encontró el día que pisó aquellas cumbres por primera vez. Sólidos muros de piedra cerraban el recinto en los ángulos que no estaban protegidos por el abismo. Las dependencias que acogían al creciente número de habitantes se alzaban en el interior, aunque ya empezaban a desbordar las murallas, de modo que se veía surgir otras nuevas a ambos lados de la vereda que conducía a la imponente puerta de entrada. También los edificios destinados a cuadras se encontraban en el exterior, protegidos por un muro de menor tamaño, y más abajo los hortelanos se afanaban en las terrazas practicadas en la ladera. Aquí y allá salpicaban el paisaje rebaños de cabras, vacas y carneros que pacían bajo la mirada atenta de jóvenes pastores. Y bajo los farallones de piedra, los tres enormes aljibes destinados a recoger el agua de lluvia, vital para subsistir en aquellos parajes. Muchas de aquellas edificaciones habían tenido que ser reforzadas, cuando no reconstruidas, después del devastador temblor que había azotado la campiña de Qurtuba dos años atrás, y que también se había dejado sentir en Burbaster y en toda Al Andalus.
Pero no era aquello que veían sus ojos lo que proporcionaba mayor satisfacción a Umar, sino la respuesta de los aldeanos de la zona, de los habitantes de las ciudades más próximas, no sólo en la kurah de Raya, sino también en la de Takurunna. Lo que había comenzando siendo poco más que un grupo de bandoleros se había convertido en aquellos tres años en un movimiento organizado de resistencia a los omeyas que reinaban en Qurtuba. A juzgar por la reacción de los sufridos súbditos del emirato en millas a la redonda, habría de creer a quienes alababan su capacidad para la oratoria y su facilidad para enardecer a las masas. Era cierto que veía a los campesinos asentir embelesados cuando les hablaba de la urgencia de terminar con el abusivo sistema de impuestos que los mantenía sumidos en la miseria, era cierto que las mujeres salían a su paso para bendecirlo y rogaban el favor de Allah para él y para sus hombres…
Anunciaba el final de la tiranía de los emires y sus gobernadores, de sus continuas demandas de contribuciones especiales, de la exigencia del pago de la jizya incluso a los muwalladun, y no sólo a cristianos y judíos. Planteaba la necesidad de acabar con el desigual reparto de las tierras en beneficio de los árabes, y esa sola mención conseguía enfervorizar a sus auditorios improvisados en aldeas, villas y alquerías. Su compromiso era defenderlos de la autoridad de Qurtuba, de los gobernadores de la kurah y de cualquier otro peligro. En todo aquel tiempo había conseguido algo impensable: que decenas de esas villas expulsaran a los recaudadores, que por primera vez fueran autónomos y dispusieran de todos sus recursos.
Y habían entendido bien el mensaje: para que aquella revolución tuviera verdadera continuidad requería su expansión, contagiar con su llama a todas las ciudades de la serranía y más allá, en la campiña y en la costa, hasta conseguir que las fuerzas del emir no fueran capaces de enfrentarse a todo un pueblo alzado en armas. Y para ello eran necesarios hombres, víveres y defensas, era preciso volcarse en ayuda de quienes se enfrentaban a sus gobernadores, comprar apoyos y recompensar defecciones. En los primeros momentos, Umar se sorprendía al entrar en algunas de aquellas aldeas y comprobar que no sólo se les esperaba con carretas cargadas de grano y partidas de ganado, sino que de forma voluntaria se les entregaba una parte de la recaudación que de otra manera hubiera estado destinada a engrosar las arcas cordobesas. Umar comprendió que aquellas gentes no rechazaban su contribución a un poder superior que garantizara su seguridad, que fuera capaz de imponer leyes justas y de hacerlas cumplir. Consideraban necesario tener a alguien a quien recurrir para dirimir sus pleitos, que garantizara el valor de sus mercancías y que protegiera los caminos que transitaban para llevarlas hasta el mercado. Lo que rechazaban eran los abusos, las contribuciones ilegales, las expropiaciones de tierras, el expolio al que en ocasiones eran sometidos, y estaban dispuestos a defender a quienes prometían acabar con ellos.
Pronto Umar se vio en la necesidad de poner orden en lo que en un primer momento no había sido sino desconcierto. Se hacía imprescindible llevar la cuenta de aquellos aportes, disponer los excedentes para la venta, administrar las reducidas pero crecientes cantidades de oro y plata obtenidas, y no faltaron entre los primeros seguidores algunos que, versados en letras y en números, pudieron acometer la tarea.
Habil había sido uno de ellos. Originario de una aldea vecina, Umar y él eran viejos conocidos. La familia de Habil había sido propietaria de una próspera alquería, que hubiera dado para vivir sobradamente a los seis hijos del propietario de no haber sido por las temidas visitas que los recaudadores de Raya efectuaban con excesiva frecuencia. Desengañado, el joven se había trasladado a Malaqa, y allí había entrado al servicio de un acaudalado comerciante cuyos navíos cruzaban varias veces al año hasta las costas de Al Maghrib o de Ifriqiya cargados de las más variadas mercaderías. Junto a él había adquirido la experiencia que tan útil le iba a resultar, pero cinco años atrás había sucedido algo que marcaría su destino. De la noche a la mañana, por orden del gobernador, se expropió la alquería de la familia, que se adjudicó, junto a otras muchas, a un grupo de árabes yemeníes que reclamaban de Qurtuba la recompensa que creían merecer por sus servicios al emirato. Habil acudió en auxilio de su familia y, avalado por el comerciante, entabló pleito ante el qadi de la ciudad. Sin embargo, su anciano padre no superó verse despojado de sus posesiones, producto del esfuerzo de generaciones, y no alcanzó a conocer la sentencia que el juez dictó a favor de la administración. Despojados de cuanto tenían, poco hubo de esforzarse Habil para convencer a sus hermanos, y apenas unas semanas después, todos ellos descubrían asombrados los inaccesibles parajes donde se alzaba el hisn de Burbaster.
Era Habil el que ahora ascendía los empinados escalones excavados en la roca y, a pesar de su juventud y del envidiable físico que gustaba de exhibir, alcanzó jadeante la plataforma superior.
–¿Dónde iba a encontrarte, si no es encaramado en lo más alto? – bromeó a modo de saludo.
Umar se volvió y le colocó un instante la mano sobre el hombro.
–No me canso de contemplar esta inmensidad.
–Lo que ocurre es que te hace sentir poderoso -rio.
–¿Desde cuándo te dedicas también a leer el alma de tus amigos?
Ambos se sobrepusieron a la sensación de vértigo que producía la cercanía del vacío, pues el reborde del estrecho recinto alcanzaba tan sólo la altura del muslo, y contemplaron el paisaje en silencio.
–¿En qué piensas, si no?
–Pienso en la responsabilidad que estamos asumiendo con toda esta gente, Habil. Nos están entregando sus vidas, sus bienes… y sus esperanzas.
–Lo hacen porque confían en ti ciegamente. Saben que no les defraudarás.
–Eso es lo que me asusta, Habil. Temo no ser capaz de cumplir esas expectativas, al menos no todavía. Nuestro éxito depende de la rápida expansión de la revuelta, de que se enciendan más fuegos de los que el emir pueda apagar. Y aún no hemos llegado a ese punto.
–¿Tienes miedo de un ataque?
–Nos encontramos en el momento de mayor exposición. Llamamos la atención, porque Qurtuba ya no puede considerarnos simples bandoleros, pero aún no hemos alcanzado la envergadura suficiente para garantizar nuestra defensa. Si el emir lanza un ataque, como sugieres…
Dejó la frase en suspenso, mientras negaba con la cabeza.
–¿Qué harías si eso sucediera?
Umar no respondió. Siguió con la vista una enorme piedra que era alzada con una cabria sobre un muro en construcción. Cuando iba a ser colocada en su lugar, respondió.
–Habría que negociar. La piedra que ha de aplastar al emir aún no ha llegado a lo alto del muro. Si la cabria se rompe ahora, todo se perdería… Quiero decir que quizá convendría bajar de nuevo la piedra al suelo y esperar un momento mejor.
–¿Y toda esta gente? ¿Las aldeas, las ciudades que se han enfrentado a sus gobernadores y con ello al emir?
Limar permaneció pensativo.
–Dejemos transcurrir los acontecimientos -cortó, molesto-. Llegado el momento, actuaremos según nuestro mejor entendimiento. Además, te conozco bien, y sé que no habrías venido a buscarme aquí sin un buen motivo. ¿De qué se trata?
Habil lo miró sorprendido.
–Es cierto, Umar, se trata de un asunto enojoso.
–Mayor motivo para resolverlo cuanto antes…
–Hace semanas que observo la falta de pequeñas cantidades de plata de nuestra caja.
Umar se volvió con el ceño repentinamente fruncido.
–¿Estás seguro de lo que dices?
–Ahora sí. Al principio pensé que podía tratarse de leves errores cometidos por alguno de los administradores al hacer sus anotaciones. Pero ayer faltó una cantidad mayor, nada menos que cinco dirhem, y he pasado la noche revisando personalmente cada pliego con los registros de todas las entregas y los pagos efectuados.
–¿Y qué has descubierto? Creo adivinarlo por tu expresión…
–Uno de los administradores ha estado anotando pequeños pagos que no se han producido.
–Y sabes quién es… ¿Yasar, quizás? – aventuró.
Habil asintió.
–La caligrafía no deja lugar a dudas.
–¿A cuánto asciende el robo?
–No se ha atrevido con el oro. Los falsos pagos que he podido comprobar ascienden a treinta dirhem, aunque otros muchos corresponden a proveedores que tardarán en regresar y que por tanto no pueden atestiguar si han recibido o no esas cantidades.
Umar golpeó con fuerza el muro de piedra.
–¡Nunca debí fiarme de él! No podía ser otro -dijo con rabia.
–¿Qué vas a hacer?
–¡Lo único que puedo hacer, Habil!
–Es sólo un muchacho…
–¡Ya lo sé, por todos los diablos! Pero no puedo permitir que entre los míos anide la misma corrupción que tratamos de combatir.
–¿Harás que lo detengan?
–Primero muéstrame las pruebas que dices haber reunido, debo verlo con mis propios ojos. Después convoca a todo el mundo en la explanada del castillo, al atardecer. Y asegúrate de que Yasar esté presente.
Un viento frío impedía disfrutar del tibio calor que hubiera proporcionado el sol del poniente, y les recordaba a todos que el largo invierno aún podría hacerse notar con sus últimos coletazos. Tras una jornada de trabajo que se había prolongado desde el amanecer, tanto hombres como, en menor número, mujeres comenzaron a congregarse en la explanada central de la fortaleza, distribuidos en multitud de corrillos unos y discretamente retiradas las otras.
Umar ibn Hafsún salió del interior rodeado por sus lugartenientes y sus hombres de mayor confianza. Caminaron hasta el pilón que ocupaba la parte inferior del muro, y Umar se alzó sobre el borde mientras a su alrededor los centenares de habitantes de Burbaster iban trazando un semicírculo irregular.
–Os he convocado -empezó- porque quiero daros cuenta del estado de nuestras finanzas, y hablaros de algunos asuntos que debéis conocer.
–¡No se oye! – gritó uno de los más alejados.
–Sabéis bien que tengo por costumbre recompensar largamente a quienes han destacado en la defensa de nuestra causa -prosiguió a voz en cuello-. Hasta ahora sólo he distinguido a aquellos de vosotros que han mostrado más arrojo en la lucha, aquellos que no han dudado en arriesgar su propia vida para conseguir nuestros objetivos. Bien sabe Allah que las monedas de oro que se os entregaron eran bien merecidas.
Algunos de los oficiales respondieron a voces y con expresivos gestos de asentimiento.
–Hoy he tenido oportunidad de estudiar con nuestros administradores los pergaminos donde se recogen las aportaciones que hemos recibido en los últimos meses, entre otras las que muchos de vosotros realizasteis al llegar aquí. Un gran número de las aldeas que se han situado bajo nuestra protección han aportado a nuestras arcas cantidades que poco se diferencian de las que se hubieran visto abocadas a entregar a los recaudadores de Qurtuba. Por ello es fundamental que esos bienes se administren con corrección, que se negocie con los excedentes para conseguir el mejor precio… y he de decir que esto es algo que se está haciendo a la perfección. Aquí, a mi derecha, se encuentran quienes están consiguiendo que nuestras arcas sean cada día más pesadas, con Habil a la cabeza.
Umar elevó el tono para pronunciar su nombre, y fue respondido por una ovación que llegó desde todos los rincones.
–Su trabajo, creedme, es tan productivo como la captura de un botín en algunas de esas aldeas que se empeñan en seguir bajo el yugo de los omeyas. Y por ello merecen la misma recompensa que el mejor de vosotros.
Al decir esto, introdujo la mano bajo la túnica y extrajo una pequeña bolsa de cuero.
–Te entrego, Habil, a modo de recompensa, tres dinares de oro. Tu tarea no tiene tacha, nos sirves con honradez y sería injusto no reconocer tus méritos. Conociéndote, además, sé que has de compartirlo con tus hermanos.
Habil se acercó y aceptó el regalo entre gritos de aprobación.
–Bashir, te entrego una moneda de oro. – Se inclinó para alcanzar la mano del afortunado y sorprendido tesorero-. Haddad, aquí tienes la tuya -continuó mientras invitaba al hombre a acercarse con un gesto.
«Antes de seguir… hay algo importante que quiero que nunca olvidéis.
Hizo una pausa, y las voces se fueron apagando hasta sumir la explanada en un silencio casi absoluto.
–Luchamos contra la corrupción de gobernantes que, sin ningún escrúpulo, han abusado de nosotros, que en ocasiones nos han conducido a la miseria. La corrupción, el robo dentro de nuestras filas, es lo que más odiamos. Es traición. En especial si su autor lo ha cometido abusando de la confianza que todos habíamos depositado en él.
Umar había hablado asegurándose de mantener la vista al frente, de no hacer ningún gesto que delatara sus sospechas, al margen de sus palabras. Sólo en ese momento recorrió con la mirada, de izquierda a derecha, a todos los congregados, que permanecieron inusitadamente callados. En ese vistazo pretendidamente casual, descubrió a un hombre con el rostro desencajado y sin color, y a él se dirigió.
–Es por eso, Yasar, que no hay una moneda para ti. No hay recompensa para los ladrones, sino el castigo que marca la ley.
Yasar, petrificado, no reaccionaba. Tan sólo balbuceaba negaciones, fingiendo asombro y extrañeza.
–No te juzgaremos sin oírte, Yasar. Quizá puedas explicar a nuestra comunidad el destino de treinta dirhem de plata que no han ido a parar a nuestros proveedores, como figura en los asientos que hiciste en el registro.
Un murmullo de sorpresa e indignación surgió en la explanada.
Yasar jadeaba con todos los músculos en tensión, y sus ojos desorbitados se fijaban en los rostros de quienes le observaban.
En el momento en que dio el primer salto para abrirse paso entre la multitud, varios de los hombres que Umar había dispuesto se abalanzaron sobre él e impidieron cualquier posibilidad de escape. Con las manos a la espalda, fue conducido sin miramientos hasta el círculo que había acabado por abrirse ante el pilón.
–¡Piedad, Umar! – rogó a voces-. ¡Era el diablo quien actuaba a través de mí!
–Tu actitud y tus palabras constituyen una confesión, Yasar. Y sabes cuál es el castigo al que te expones.
–¡No! – aulló el infortunado-. ¡Ten piedad, Umar!
Hubiera seguido gritando, pero uno de los soldados le cubrió la boca con una tela enrollada que le anudó en la nuca. Le sujetaron el brazo derecho a un costado con una soga alrededor del pecho, y con otra más le ataron las dos piernas a la altura de los tobillos. Lo único que consiguió emitir ahora fue un sonido gutural, y sus ojos dilatados por el miedo parecían a punto de salírsele de las órbitas. Con frenéticas convulsiones trató de oponerse a los soldados que lo arrastraban hacia el pilón.
Fueron necesarios tres hombres para inmovilizarlo, mientras otros dos le sujetaban el brazo izquierdo sobre el borde de piedra. Los congregados deseaban contemplar el castigo en primera fila, de modo que el círculo se había cerrado de nuevo. El propio Umar alzó su sable por encima de la cabeza. Sabía que aquello le acompañaría en sus pesadillas durante el resto de su vida, pero no podía delegar esa responsabilidad en ninguno de sus hombres. Miró la muñeca hacia la que debía dirigir el filo y sostuvo la empuñadura con ambas manos antes de descargar el golpe. Cometió el error de mirar a los ojos del reo, a quien uno de los soldados agarraba por la frente para que alzara la vista. En ese último instante vaciló, y el filo del sable se desvió hasta seccionar de forma oblicua las falanges de cuatro dedos. El trozo de tela no bastó para contener el aullido de dolor, y Yasar se desplomó. Umar permaneció quieto, mirando sin ver cómo los apéndices seccionados se hundían en el agua transparente, lentamente, hasta teñirla de color carmesí.