Capítulo 54

Pampilona

Onneca caminaba pesadamente junto al muro septentrional de la fortaleza, ocupada únicamente por la guarnición encargada de su custodia, y recibía con agrado los cálidos rayos de aquel sol otoñal que al menos le proporcionaban unas horas de plácido bienestar después del mediodía. Su estancia en Qurtuba le había hecho olvidar los rigores del clima en aquellas tierras, y los dos últimos inviernos habían resultado duros en extremo dentro de aquella vieja construcción de piedra desnuda, donde las corrientes llevaban el frío hasta el último rincón y donde el fuego parecía no calentar a más de un paso de distancia. Ahora el frío volvía a hacerse protagonista y se sumaba a las molestias que habían comenzado a aparecer en las últimas semanas de su embarazo.

Pasear por aquel patio en compañía de sus perros y sus doncellas se había convertido en uno de los pocos momentos agradables en aquellos días interminables, dominados por la incertidumbre y la preocupación en ausencia de todos aquellos a quienes más quería. Una semana antes, tras confirmarse los rumores que venían circulando de boca en boca, las campanas habían causado un gran revuelo en la capital del reino. El ejército musulmán, del que creían haberse librado tras su paso hacia tierras de Asturias, había regresado y se encontraba acampado al otro lado del río Hiberus. Algunos mercaderes habían llegado a Pampilona con la noticia de que el que fuera señor de Saraqusta, antaño aliado de su abuelo, se había pasado al bando del emir, y ahora reunía un ejército con el que pretendía recuperar los castillos perdidos durante el verano anterior.

Tras confirmar la veracidad de aquellas informaciones, Fortún y Sancho habían puesto a las tropas vasconas en pie de guerra en tan sólo dos días y salieron precipitadamente en dirección a Leyre, para descender desde allí hacia Baskunsa y Aybar. Su esposo, Aznar Sánchez, había concluido precipitadamente la visita a sus posesiones en Larraun y, sin detenerse más que una noche para dar descanso a las cabalgaduras, salió con la intención de dar alcance a su padre y a su suegro cuanto antes.

Desde su casamiento, Aznar se había comportado como un buen esposo. Su reciente viudedad lo había sumido en el abatimiento, pero había encontrado en Onneca una anhelada segunda oportunidad. A diferencia de ella, Aznar no había sido bendecido con la paternidad en su primer matrimonio, y recibió la noticia del embarazo con un alborozo quizá mayor que el suyo propio. Le había proporcionado los mejores cuidados durante aquellos meses, pero la última noche que pasó en Pampilona hubo de despedirse de ella sabiendo que, cuando volviera, con toda probabilidad su hijo habría nacido ya. Onneca sonrió mientras recordaba cómo su esposo le había acariciado el vientre abultado, y las cosquillas que su barba le produjo al cubrirlo de besos.

–Señora, el sol se pondrá pronto, y comienza a hacer frío…

–Es cierto, sí -se limitó a responder a la doncella, todavía abstraída en sus pensamientos y con la sonrisa aún dibujada en los labios.

Aunque se había quedado dormida poco después de recostarse sobre el cálido lecho, cuando despertó el fuego ardía aún con viveza en el hueco del muro que servía de chimenea. El pequeño ser que llevaba en las entrañas se agitaba enérgicamente. Se llevó una mano al vientre para sentir sus movimientos mientras contemplaba las sombras de formas caprichosas que el fuego proyectaba sobre la techumbre. Oyó la llamada a maitines del convento cercano, que alguno de los monjes se encargaba de marcar cada noche con un breve toque de campana. Pasó el tiempo sumida en una mezcla de pensamientos felices, en los que veía a su segundo hijo crecer sano y fuerte junto a su padre, junto a ella misma y a su abuelo, y negros presentimientos, cuando en su mente se hacían hueco las imágenes de la batalla, de la sangre derramada y, rondando a los suyos, la sombra de la muerte.

Con las primeras luces oyó de nuevo la campana, que esta vez saludaba al nuevo día llamando a laudes. Después debió de dormirse, pero las pesadillas agitaron su sueño. Un hombre de pelo blanco cabalgaba a lomos de una hermosa montura y, al volver la vista atrás, se veía perseguido por siniestros jinetes ataviados de forma extraña. Estos esgrimían espadas curvas y afiladas de bella factura que parecían deslumbrar. De repente, el jinete era ella misma, y su abultada barriga le impedía avanzar lo suficiente para huir de sus captores. Desesperada, decidía adentrarse en un río de aguas profundas, pero el caballo parecía no avanzar en absoluto y sus perseguidores, de forma inexorable, se le echaban encima. Tiró de las riendas para girar la montura y tratar de hacerles frente, pero uno de ellos estaba ya a su altura. Descubrió con horror que bajo la caperuza negra no había nada, pero la imagen de aquel sable que estaba a punto de herirla era tan vivida… En el momento en que el extremo le alcanzaba la piel, sintió un dolor agudo y un grito desgarrado se escapó de su garganta.

Despertó respirando afanosamente, y sus ojos trataron de adaptarse a la claridad. Tardó un instante en comprender que todo había sido una pesadilla, e intentó tranquilizarse mirando al techo. Había sido tan auténtico… incluso se sentía mojada. De nuevo un agudo pinchazo en el vientre la obligó a emitir un gemido. Metió la mano bajo las sábanas y un escalofrío la recorrió al comprender que la humedad que había notado era real, tan real como el dolor que llegaba de nuevo, a intervalos regulares.

En ese momento, una de sus doncellas entró en la alcoba alertada por el primer grito.

–¿Os sucede algo, señora?

Se acercó al lecho y miró el pálido rostro de Onneca, perlado de sudor. Alzó las sábanas.

–¡Ave María! ¡Estáis alumbrando! ¡Llamad a la partera! – gritó.

La guerra de Al Andalus
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