Capítulo 21

Belasquita se deslizó por la prolongada ladera que terminaba en el río caudaloso que había estado observando. A medida que descendía, la esperanza de haber visto bien se fue convirtiendo en certeza, y poco a poco aligeró el paso y llegó a la orilla prácticamente a la carrera, sujetándose la túnica con ambas manos para evitar tropiezos. No se había engañado, aquello que crecía al otro lado del cauce era una higuera espléndida. Pero una necesidad más perentoria la había estado mortificando en las últimas horas, y por eso se lanzó sobre la hierba para sumergir la cara en el agua fresca.

Desde lo alto había vislumbrado que unos cientos de codos más al norte existía una zona de enormes lascas por donde podría cruzar sin tener que mojarse más de lo preciso, y hacia allí se dirigió. En aquel momento era capaz de cualquier cosa, incluso de tirarse al agua a pesar de no saber nadar… pero no fue necesario: logró vadear el único ramal del río demasiado ancho con el agua por encima de las rodillas y se sorprendió a sí misma riendo a carcajadas cuando pisó el barro de la ribera opuesta. Pensó que cualquiera que la viera la tomaría por loca, y el recuerdo del motivo que la había llevado hasta allí hizo que la sonrisa se borrara de los labios. Llevaba aún la túnica remangada cuando se plantó ante la higuera repleta de las primeras brevas del verano, arrancó la más cercana y la devoró con avidez tras rasgar su caparazón púrpura. Con la primera todavía en la boca, cogió otra más, y otra, a cuál más dulce y más sabrosa. Sólo entonces sintió el agotamiento que la atenazaba, y acumuló varios frutos en el pliegue de su túnica antes de dejarse caer al suelo con el pequeño tesoro en su regazo. Mientras comía, agradeció a Dios aquel regalo. Llevaba varios días caminando hacia el lugar donde se ponía el sol, y aquélla era la primera vez que se sentía ahíta. Había evitado el contacto con pastores y aldeanos por temor, lo que podría haberle costado caro de no ser por aquellas benditas frutas. Sin embargo, tenía la sensación de no haber avanzado demasiado: en su ruta, aquél era el primer río importante que cruzaba, y eso significaba que sólo había alcanzado el Uadi Yallaq. Ante ella se elevaba una suave colina por la que ya comenzaba a ocultarse el sol, a pesar de que los días eran largos en extremo, así que tendría que apresurarse si quería buscar un cobijo donde pasar la noche.

Afortunadamente, aquella zona junto al río era propicia para el pastoreo, y no tardó en encontrar una vieja caseta parcialmente derruida en medio de lo que parecían los restos de un aprisco. Reunió las piedras de mayor tamaño que pudo transportar y construyó un pequeño parapeto ante la entrada, pasó por el hueco y desde el interior acabó de bloquearlo con unas cuantas ramas de encina. Confió en que eso bastara para disuadir a las alimañas que había visto rondar las noches anteriores. Tampoco allí faltarían, y de hecho acababa de ver junto al río el cadáver con señales de mordiscos de un enorme jabalí que no llevaría mucho tiempo muerto. Intentaba convencerse de que aquellos animales tendrían más miedo que ella misma, y que ese temor los mantendría alejados, pero desde su huida no había conseguido conciliar el sueño hasta que caía rendida por el agotamiento. Y esa noche no iba a ser diferente.

Despertó con el canto de los pájaros y con los primeros rayos del sol sobre su rostro, y sintió la conocida punzada en el estómago. Afortunadamente, conservaba media docena de brevas que devoró con apetito y después salió al exterior para aliviarse. Una vez más, experimentó esa angustiosa sensación de soledad ante las enormes extensiones de tierra que abarcaba su vista, pero trató de no dejarse vencer por la desesperación. Temía alejarse del río en aquellos parajes desconocidos, sin agua y sin comida, pero debía hacerlo si quería alcanzar los dominios de sus parientes. Recordó entonces el cadáver del jabalí tendido entre los juncos de la orilla y descendió de nuevo hacia el río. Los zorros y las rapaces habían dado ya buena cuenta del suculento banquete, pero quizás aún podría encontrar lo que buscaba. Tomó una rama y, venciendo la repulsión, removió el abdomen abierto de la bestia hasta extender sobre la hierba gran parte de las entrañas, hinchadas y malolientes. Procuró no respirar el olor nauseabundo para evitar el vómito, y con una lasca golpeó una de las porciones más voluminosas hasta desprenderla del resto, utilizó el palo para levantarla en el aire y se alejó de aquel lugar con el trofeo maloliente. El agua que discurría cantarina entre las piedras le sirvió para vaciar el contenido y limpiar la porción de intestino que había elegido, y sólo cuando estuvo convencida de la ausencia de cualquier resto, anudó uno de sus extremos. Abrió el opuesto dentro de la corriente y de inmediato el improvisado saco se llenó de agua limpia y transparente. Arrancó a continuación una docena de juncos de la orilla y comenzó a entretejerlos como había hecho tantas veces en su niñez, hasta fabricar una improvisada cesta. Ató a los extremos varios juncos más, trenzados a modo de asa, y la llenó con el resto de las brevas que quedaban en la higuera.

Emprendió el camino satisfecha, y avanzó por aquel terreno áspero durante gran parte de la mañana, atravesando las colinas que delimitaban el valle del Uadi Yallaq. Alcanzó el punto más elevado con el sol de mediodía y se encaminó hacia una enorme encina. Agotada, se sentó bajo su sombra dispuesta a dar cuenta del contenido del cestillo… y entonces los vio. Avanzaban en su mismo sentido, más al sur, en oblicuo, de forma que habría tenido que mirar hacia atrás, por encima de su hombro izquierdo, para percatarse de su presencia. Ahora los tenía enfrente y lo que veía la sobrecogió: entre una inmensa columna de polvo que el viento arrastraba en contra de su marcha, el mayor ejército que jamás hubiera visto avanzaba lentamente hacia poniente, interponiéndose en su propio camino. Un número incontable de hombres a caballo abrían la columna, y detrás de ellos se adivinaba una cantidad no menor de soldados a pie que se perdían en la lejanía.

Permaneció en aquel otero el resto de la tarde, confusa, incapaz en un primer momento de adivinar qué ejército era aquél, si eran amigos o enemigos, si podían prestarle ayuda o por el contrario eran sus perseguidores. Sin embargo, a medida que desfilaba ante sus ojos aquel inacabable trasiego de tropas, sus dudas se acabaron disipando. Tras los hombres armados, viajaba una retaguardia formada por miles de mulas cargadas con las más variadas mercancías, máquinas de guerra, centenares de carros tirados por mulos y bueyes, y otro incontable y variopinto ejército de hombres y mujeres que seguían a las tropas en su camino. Sólo había oído hablar de algo así cuando Mutarrif y sus hermanos se referían a la expedición que el emir Muhammad había realizado sobre Pampilona hacía ya más de diez años. Al comprender lo que aquello significaba, se le aceleró el corazón y la inquietud se apoderó de ella. No se veía capaz de permanecer más tiempo en aquel lugar y consideró acercarse a la retaguardia y entablar conversación con alguna de aquellas mujeres que se adivinaban caminando en la distancia, envueltas en polvo. Sin duda podrían proporcionarle la información que necesitaba. No se entretuvo en reflexionar más y comenzó el descenso en dirección a la columna, calculando un camino que confluyera con las últimas carretas, ahora a más de una milla de distancia.

El sol era un enorme disco anaranjado por encima de las colinas azules que dibujaban el horizonte cuando el ejército se detuvo. La vanguardia quedaba oculta en la distancia, pero ante los ojos de Belasquita comenzó a desplegarse una actividad febril de hombres arrastrando lo que parecían ser sacos de harina, plantando cientos de pequeñas tiendas, prendiendo hogueras y transportando agua desde las balsas cercanas que los exploradores habrían oteado previamente.

La mujer se aproximó con prudencia hasta que el sonido de las voces, los gritos y las risas de hombres y mujeres se hizo perfectamente audible. Afortunadamente, la vegetación cubría el terreno y proporcionaba abundante protección frente a miradas inoportunas. La progresiva oscuridad jugaba además de su parte, y en poco tiempo sólo resultó visible lo que sucedía dentro del círculo de luz de las hogueras. Observó con atención los grupos: la mayor parte eran de hombres que por su indumentaria desempeñaban las labores más ingratas, pero había también hogueras donde multitud de mujeres vociferaban y reían al tiempo que comían su rancho. Sintió un apetito repentino y deseó estar allí sentada, junto a ellas.

Poco a poco, los grupos se fueron disolviendo, y muchos de los hombres se retiraron hacia las tiendas, pero un movimiento llamó la atención de Belasquita. Desde la zona de la retaguardia, llegaban hombres de tropa, al principio en solitario, y luego en pequeños grupos. Caminaban entre los fuegos, observando, sobre todo en torno a los grupos de mujeres, que habían adoptado una actitud completamente distinta. Sólo entonces cayó en la cuenta de lo que sucedía ante sus ojos. Los hombres entablaban conversación con algunas de las mujeres, y muchas de ellas trataban a su vez de llamar la atención de quienes se mostraban menos decididos. Belasquita se sobresaltó cuando algunas de aquellas improvisadas parejas comenzaron a alejarse del campamento hacia las zonas del perímetro envueltas en las sombras, más cerca de ella de lo que hubiera deseado. No tardó en oír a su alrededor los ruidos de la maleza, las risas apagadas y hasta los gemidos provocados por aquellas experimentadas mujeres, y ya no le quedó más opción que avanzar hacia el campamento procurando evitarlas. Se detuvo en el límite que marcaba el círculo de luz, pensando todavía en las respuestas que habría de dar ante las preguntas que seguro le formularían. En torno a las hogueras tan sólo quedaban las mujeres de mayor edad y menos agraciadas, aquellas a las que los soldados habían descartado. Algunos todavía deambulaban entre ellas, examinándolas con descaro y valorando si merecían el gasto de parte de su soldada.

–¡Mira lo que tenemos aquí!

Belasquita soltó un grito agudo y su corazón se desbocó. El que había hablado era un hombre rudo, de unos treinta años, posiblemente un oficial de baja graduación.

–No te asustes, mujer. Sólo queremos verte bien, acércate a la luz.

El hombre la sujetó por la muñeca y la arrastró hacia uno de los fuegos ya abandonados.

–¡Qué te parece, Ahmed! ¡Y pensábamos que habíamos llegado tarde…! Entrada en años, pero fíjate en su piel… blanca, suave como la seda.

–¿Quién eres? ¿La viuda de un rico comerciante que se gastó su fortuna en concubinas?

Los dos hombres estallaron en carcajadas. El que la agarraba tiró de ella, pero el otro lo detuvo poniéndole la mano en el hombro. Se golpeó con el índice en el pecho, indicando que la quería para él. El primero los miró a ambos alternativamente y esbozó una sonrisa desdentada.

–No hemos peleado en años, y no vamos a hacerlo ahora. Será para los dos.

Belasquita profirió un gemido, presa del terror.

–¿No te gusta la idea, preciosa? No te preocupes, pagaremos el doble.

–¡Dejadme tranquila! ¡Yo no soy una jarayaira!

–¿Ahora nos vienes con ésas? – rio.

Belasquita trató de deshacerse de la mano que la inmovilizaba con un movimiento brusco, pero no consiguió sino impacientar al hombre, que con un ademán indicó al otro que la mantuviera sujeta, soltó la bolsa que colgaba de su cinto y puso varias monedas en la mano de Belasquita.

–Toma por delante lo que se te debe y compórtate -advirtió ya con tono de reproche.

Belasquita miró incrédula las piezas de cobre y sintió que la ira la invadía. Sin pensarlo lanzó las monedas contra la cara del hombre, intentando zafarse una vez más de la mano que la apresaba.

–¡Os equivocáis! ¡No soy una jarayaira! – repitió en su mejor árabe.

El golpe en la cara con el dorso de la mano la habría lanzado al suelo de no haber estado sujeta.

–¿Qué te ocurre, zorra? ¿Es que no te gustamos? ¡Demasiado te hemos pagado, vieja desdentada!

El hombre tiró de ella hacia la maleza. Belasquita avanzaba a trompicones, aterrada, a punto de caer, arrastrada por uno y empujada por el otro. Instintivamente, comenzó a gritar pidiendo ayuda, y en ese momento se vio arrojada contra el suelo, boca arriba. El primero se colocó detrás sujetándole la cabeza y los hombros contra la tierra mientras con su manaza le tapaba la boca. El otro le alzó la túnica de un fuerte tirón antes de arrodillarse frente a ella.

La guerra de Al Andalus
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Nota preliminal.xhtml
arbol.xhtml
mapa.xhtml
dramatris personae.xhtml
Capitulo1.xhtml
capitulo2.xhtml
capitulo3.xhtml
capitulo4.xhtml
capitulo5.xhtml
capitulo6.xhtml
capitulo7.xhtml
cpitulo8.xhtml
capitulo9.xhtml
capitulo10.xhtml
capitulo11.xhtml
capitulo12.xhtml
capitulo13.xhtml
capitulo14.xhtml
capitulo15.xhtml
capitulo16.xhtml
capitulo17.xhtml
capitulo18.xhtml
capitulo19.xhtml
capitulo20.xhtml
capitulo21.xhtml
capitulo22.xhtml
capitulo23.xhtml
capitulo24.xhtml
capitulo25.xhtml
capitulo26.xhtml
capitulo27.xhtml
capitulo28.xhtml
capitulo29.xhtml
capitulo30.xhtml
capitulo31.xhtml
capitulo32.xhtml
capitulo33.xhtml
capitulo34.xhtml
capitulo35.xhtml
capitulo36.xhtml
capitulo37.xhtml
capitulo38.xhtml
capitulo39.xhtml
capitulo40.xhtml
capitulo41.xhtml
capitulo42.xhtml
capitulo43.xhtml
capitulo44.xhtml
capitulo45.xhtml
capitulo46.xhtml
capitulo47.xhtml
capitulo48.xhtml
capitulo49.xhtml
capitulo50.xhtml
capitulo51.xhtml
capitulo52.xhtml
capitulo53.xhtml
capitulo54.xhtml
capitulo55.xhtml
capitulo56.xhtml
capitulo57.xhtml
capitulo58.xhtml
capitulo59.xhtml
capitulo60.xhtml
capitulo61.xhtml
capitulo62.xhtml
capitulo63.xhtml
capitulo64.xhtml
capitulo65.xhtml
capitulo66.xhtml
capitulo67.xhtml
capitulo68.xhtml
capitulo69.xhtml
capitulo70.xhtml
capitulo71.xhtml
capitulo72.xhtml
capitulo73.xhtml
capitulo74.xhtml
capitulo75.xhtml
capitulo76.xhtml
capitulo77.xhtml
capitulo78.xhtml
capitulo79.xhtml
capitulo80.xhtml
capitulo81.xhtml
capitulo82.xhtml
capitulo83.xhtml
capitulo84.xhtml
capitulo85.xhtml
capitulo86.xhtml
capitulo87.xhtml
capitulo88.xhtml
capitulo89.xhtml
capitulo90.xhtml
capitulo91.xhtml
capitulo92.xhtml
capitulo93.xhtml
capitulo94.xhtml
capitulo95.xhtml
capitulo96.xhtml
capitulo97.xhtml
capitulo98.xhtml
capitulo99.xhtml
capitulo100.xhtml
capitulo101.xhtml
capitulo102.xhtml
capitulo103.xhtml
capitulo104.xhtml
capitulo105.xhtml
capitulo106.xhtml
capitulo107.xhtml
capitulo108.xhtml
glosario.xhtml
glosario toponimico.xhtml
bibliografia.xhtml
agradecimientos.xhtml
notas.xhtml