Capítulo 61
–¡Padre, ya se acercan! ¡Escucha los ladridos! – gritó Lubb.
Muhammad rio con ganas ante la cómica impaciencia de su hijo.
–Si no dejas de vociferar, el trabajo de todos esos hombres no servirá de nada -señaló-. Sujeta fuerte las riendas con la mano izquierda y empuña el venablo con la diestra, como me has visto hacer a mí.
El muchacho respiraba agitadamente y observaba la vereda con las pupilas dilatadas por la emoción, a la espera de que las primeras piezas surgieran de la espesura huyendo de los gritos y las varas de los monteros y de las fauces de los sabuesos. Por vez primera, Muhammad le había cedido aquel lugar de privilegio, y no podía dejar escapar la oportunidad. Las ramas se agitaron con fuerza antes de que un grupo de venados saltara al camino buscando una vía de escape, y Lubb puso los ojos en un macho de espléndida cornamenta. Todo sucedió muy rápido para él: jaleó a su caballo y le oprimió los costados para que se interpusiera en la trayectoria del animal, que por un instante se vio sin escapatoria. Lubb alzó el brazo y aprovechó el momento de indecisión de la presa para apuntarle hacia el pecho antes de lanzar el venablo. En ese momento, el venado arrancó de nuevo hacia el hueco entre el caballo y la maleza, y la jabalina chocó contra el hueso de su anca antes de caer al suelo.
Lubb apretó los dientes con rabia. Se tiró del caballo y corrió a recoger el arma, a tiempo aún de enfrentarse, a pie esta vez, a los rezagados, que corrían acosados ya por los perros. Volvió a alzar el proyectil y, con un grito de coraje, lo lanzó contra el pecho de un macho joven que, despavorido, se precipitaba hacia él. El animal se desplomó, pero con el impulso de la carrera arrolló a Lubb y el astil del venablo le golpeó el rostro con violencia.
Durante un instante perdió la noción de la realidad pero, de inmediato, escuchó la voz de su padre.
–¡Lo has hecho, muchacho! ¡Lo has hecho!
Lubb se incorporó y se llevó la mano a la cara dolorida. Cuando la retiró, estaba ensangrentada, pero en ese momento vio a su costado el cuerpo sin vida de su primera pieza, y un calambre de euforia le recorrió el cuerpo. Luego llegaron las felicitaciones. Más allá, había piezas abatidas por otros cazadores, pero parecía ser él quien suscitaba la atención de todos. Sin embargo, más que por los golpes cariñosos que recibía en la espalda, disfrutó observando los gestos de aquellos otros hombres hacia su padre, que sonreía satisfecho sin apartar la mirada de él.
Se dirigió al torrente que discurría por el fondo de la vaguada, se lavó las manos y se limpió la sangre del rostro con el agua helada. A pesar del dolor, que pugnaba por abrirse paso, no recordaba haberse sentido tan bien en su vida.
Las colinas arboladas donde había tenido lugar la montería se encontraban a sólo dos millas de Saraqusta, en la dirección hacia la que se orientaban las mezquitas de la ciudad. La reata de mulas que al amanecer habían hecho el camino descargadas, ahora regresaban con la grupa hundida por el peso de venados, corzos y jabalíes, y el muchacho de doce años que aquella mañana había cabalgado junto a su padre lleno de incertidumbre ahora se sentía como el hombre que era, después de haber cobrado su primera pieza.
–Tu madre también se sentirá orgullosa.
–Supongo que sí, pero sólo es una partida de caza -respondió Lubb restándole importancia.
–No es poco, sobre todo después de ver cómo lo has hecho. Has sabido sobreponerte a un primer fracaso, y no te has dado por vencido. Un niño hubiera permanecido allí, inmóvil, lamentándose. Pero tú te has tirado del caballo y no has dejado pasar la segunda oportunidad, has puesto en juego todas tus energías para conseguir lo que querías. Ése es el secreto del triunfo… y ésa la actitud que marca la diferencia entre unos hombres y otros.
Lubb escuchaba en silencio pero henchido de orgullo. Jamás su padre le había hablado así. Recordaría aquel día mientras viviera.
–Sin embargo, hay una lección que debes aprender… ¿por qué crees que has fallado en el primer intento?
–Era muy grande, el cuero era duro, y el venablo no lo ha podido atravesar.
Muhammad asintió y sonrió.
–Eso es. En la vida siempre debes medir a tus enemigos, saber a quién te enfrentas. A veces es más inteligente retirarse a tiempo que enfrentarse a retos imposibles, llevado por un exceso de ambición.
Lubb reflexionó sobre aquellas palabras mientras atravesaban el cauce del Uadi Uarba sobre un azud.
–¿Por eso te retiraste de Saraqusta? ¿Para evitar enfrentarte a Ismail? ¿Sabías que ibas a tener una segunda oportunidad?
Muhammad rio.
–No, hijo. No siempre hay una segunda oportunidad. Pero si llega, hay que aprovecharla -dijo mientras extendía el brazo para alborotar los cabellos de Lubb.
–¿Cuándo cazaste tu primer venado?
Muhammad trató de hacer memoria.
–Debía de tener tu edad, quizás algo más, en Tulaytula. Entonces mi padre era gobernador de aquella ciudad. Una madinat preciosa, fascinante, espero que algún día tengas ocasión de conocerla. Eso fue antes de…
Muhammad se interrumpió, y Lubb no comprendió que su padre prefería no continuar.
–¿De qué?
–Bueno, antes de que Musa sufriera la derrota de Monte Laturce a manos de Ordoño… y de que mi padre se apartara de él.
–Nunca me has hablado de Musa. Si es cierto lo que se dice de él…
–Lo es, fue un hombre grande. Con un par de años más que tú, su ayuda resultó fundamental para que los Banu Qasi arrebataran la madinat Tutila de manos del general Amrús. Él y el rey de Banbaluna fueron hermanos de sangre. Y mantuvieron su alianza frente a todos, hasta la muerte de Enneco.
–De Musa quizá pueda contarte yo más cosas. – Lubb sonrió-. Hay oficiales en Saraqusta que sirvieron a sus órdenes, y todos lo admiraban. Las historias corren aún de boca en boca.
–También en Tulaytula se hablaba de él con admiración… y en Asturias. Entre los asturianos se le conocía como el Tercer Rey de Spania.
–¿Por qué el tercero?
–Después del emir de Al Andalus y del propio rey Alfonso, era el caudillo que más tierras dominaba en la Península, desde Nasira hasta Turtusa.
–Padre, pero ahora, con Ismail y con tus primos retenidos en Baqira, también tú…
Muhammad sonrió, y a continuación hizo un gesto que hizo pensar a Lubb que su apreciación no andaba del todo descaminada.
–Me agrada poder conversar contigo sobre estos asuntos, era hora de ponerte al tanto. Quizá lleves algo de razón, pero los tuchibíes nos amenazan aún, al menos hasta que el emir dé respuesta a mi petición de asumir también la autoridad de sus ciudades. Y los Banu Amrús siguen en Uasqa. Además, ahora los vascones no son aliados nuestros, sino de Alfuns.
–Pero tú eres de nuevo amigo del emir, y has reconquistado Saraqusta…
Muhammad comenzaba a divertirse con aquellas preguntas cargadas de ingenuidad, y respondió riendo.
–Descubrirás que en política la palabra «amistad» a veces no tiene gran valor. Por otra parte, yo nunca he cruzado una palabra con el emir, sólo lo he hecho con su hijo y con el hayib. La situación es provisional, y no sé cómo va a reaccionar Qurtuba ante los últimos acontecimientos.
Alcanzaron la puerta meridional entre los curiosos que se acercaban a contemplar las piezas cobradas con muestras de alborozo.
–¡Mirad ese de ahí! – señaló Muhammad entre risas-. ¡Mi hijo Lubb le ha dado muerte!
–¡Padre! – refunfuñó el muchacho.
–No te avergüences, deben empezar a conocerte, y es bueno que hablen de ti.
Avanzaron por la calle principal hasta el centro de la urbe, donde se alzaban los edificios principales, y penetraron en el palacio del gobernador. Un nutrido grupo de mozos y sirvientes se hicieron cargo de las cabalgaduras y de las mulas que portaban las piezas de caza, que esa misma tarde se faenarían para proceder al reparto en cuanto amaneciera. Sin duda en los próximos días en más de una mesa de Saraqusta se degustarían buenos guisos de venado, y la carne que no pudiera consumirse sería conservada en sal para el resto del invierno. Pero Lubb no se apartaba de la mula que cargaba con el suyo.
Divisó a su madre, que, alertada por las voces, se había asomado a la balaustrada de la planta superior. Sus jóvenes hermanos, Musa y Yusuf, bajaban ya dando saltos la escalinata de madera que unía la galería con el patio del edificio.
–¿Lo has cazado tú? – preguntó el mayor con asombro.
Lubb asintió, orgulloso.
–¡Teníais que haberlo visto! Se bajó del caballo y se enfrentó a él armado sólo con su venablo…
–¿Y tú has permitido que haga eso? – inquirió Sahra, que se acercaba por detrás.
–Me temo que tu hijo ya no pide permiso para algunas cosas -bromeó Muhammad.
Sahra se acercó y abrazó a su hijo.
–Habrá que curar esta herida -dijo con una mirada de reproche dirigida a Muhammad.
El dio una palmada al aire con la mano derecha.
–¡Mujeres! ¿Quién las entiende? – exclamó sin abandonar el tono jocoso.
–¡Hombres! – repuso ella-. A juzgar por tus ropas, se diría que has luchado cuerpo a cuerpo con un oso. Será mejor que te quites pronto esos trapos mugrientos y ensangrentados: hay un correo que te espera desde el mediodía.
–¿Un correo? – se extrañó Muhammad.
–Te aguarda en la sala principal. Ha llegado desde Qurtuba, e insiste en entregarte un pergamino en persona. Dice que sus órdenes son estrictas.
–En ese caso no le haré esperar. Si viene desde Qurtuba no tendrá mejor aspecto que yo.
El mensajero se levantó en cuanto se abrió la puerta. Muhammad entró en la sala ya en penumbra y, en contra de lo que había pensado, pudo comprobar que el aspecto del jinete era pulcro.
–Veo que has aprovechado la espera -dijo a modo de saludo.
–Así es, sahib. He tenido oportunidad de pasar por el hammam y se me ha tratado espléndidamente en la cocina. Pero he querido esperar aquí para entregarte el pergamino cuanto antes y en persona.
–¿Quién lo envía? – preguntó Muhammad mientras se acercaba.
–Procede de la secretaría del emir, sahib. Está fechado hace sólo nueve días.
–¿Nueve días? – se extrañó-. ¿Has llegado desde Qurtuba en nueve días?
–He utilizado nuestro sistema de postas. Con buen tiempo, y cambiando de montura, no es descabellado recorrer cuarenta, incluso cincuenta millas cada día -respondió con orgullo el joven jinete a la vez que le hacía entrega del rollo.
Muhammad lo tomó y comprobó el sello. Efectivamente, se trataba de la marca del soberano. No pudo evitar una sensación extraña en el estómago, y rompió el lacre para desenrollar el pliego, pero comprobó que la luz era ya insuficiente para leer los apretados caracteres árabes del documento. Prendió, una tras otra, media docena de lamparillas que pendían del mismo soporte y se colocó bajo ellas. A medida que recorría el texto con la vista, su rostro se fue demudando, hasta que, con una lentitud reveladora, depositó el despacho sobre la mesa que se encontraba tras él. Permaneció apoyado en su borde, lívido, con la mirada fija en el ventanal de la pared opuesta, donde el ocaso teñía de rojo el horizonte con las últimas luces del día.
–Sahib…
Muhammad parecía haber olvidado la presencia del correo, y alzó la vista, sorprendido.
–Sahib, hay algo más que debes saber. Antes de abandonar Qurtuba fui reclamado por el hayib Haxim. Casi en secreto, en sus dependencias privadas, me pidió el rollo y levantó uno de los extremos para hacer una anotación. La encontrarás en el reverso.
Muhammad se dio la vuelta, tomó el pergamino, que había vuelto a enrollarse, y colocó la cara sin pulir bajo la luz. En una de las esquinas, con letras grandes para compensar lo basto de la superficie, leyó la breve nota: «Lamento no haber podido evitar esto. Abd al Aziz.»