Capítulo 14

Uasqa

Uasqa distaba mucho de ser una ciudad en calma. Los acontecimientos del último año la habían convertido en un auténtico hervidero en el que los intereses de cada grupo, los deseos de venganza y las conspiraciones anulaban cualquier intento de control efectivo por parte del nuevo gobernador.

Cierto era que la facción muladí mayoritaria había conseguido imponer su ley y habían llamado a Mutarrif ibn Musa para ofrecerle el gobierno de una ciudad que ya ejerciera una década atrás. Pero el representante de los Banu Qasi no había asumido el control de forma pacífica. Los partidarios de Abbas, el gobernador omeya preso en las mazmorras de la alcazaba, se hacían oír cada vez con mayor frecuencia e intensidad, y por otra parte estaban los muladíes afines a los Banu Amrús, cuyo principal representante, Amrús ibn Umar, intrigaba desde algún lugar no demasiado lejano, protegido en las montañas que eran feudo de los sirtaniyyun. Los enfrentamientos armados se sucedían desde el invierno anterior, y tras una decena de asesinatos a sangre fría, la ciudad había quedado sometida a una especie de estado de sitio no declarado que nadie se atrevería a romper sin poderosas razones.

No era esto lo que Belasquita Garcés había esperado cuando su esposo fue llamado a Uasqa. El suyo había sido un matrimonio en el que las razones políticas habían pesado más que sus deseos. Había conocido a Mutarrif en la época en que las relaciones entre los Arista de Pampilona y los Banu Qasi todavía eran estrechas, y el enlace se concertó a pesar de los doce años de edad que los separaban. Ella era una joven de apenas dieciocho años, muy consciente de la atracción que ejercía entre los hombres y acostumbrada a una vida no exenta de comodidades, aunque el castillo de Pampilona estaba lejos de parecerse a los palacios de ensueño que imaginaba al escuchar las historias sobre lejanos reinos, mucho más allá de las montañas del norte y al otro lado del mar del oriente.

Las cosas habían ido bien al principio: ciertamente su esposo tampoco carecía de atractivo y, aunque fue ella la que hubo de adoptar las costumbres musulmanas, llegaron a quererse. Como esposa del entonces wali de Uasqa, disfrutaba de una posición envidiable, representaba a la perfección su papel y se dejaba adular por los notables de la ciudad, no sólo por su condición de consorte de un gobernador que la exhibía con orgullo, sino como la hija que era del rey de Pampilona. Nacieron sus tres hijos varones, que crecieron felices entre Uasqa y Pampilona, hasta que las relaciones entre su padre y los Banu Qasi comenzaron a torcerse. Fue tras la batalla de Uadi Salit, en la que los pamploneses apoyaron a los toledanos y al rey Ordoño contra Musa ibn Musa, cuando Mutarrif hubo de prohibir a su esposa cualquier contacto con su familia.

A partir de ahí, las cosas no dejaron de empeorar: su padre fue secuestrado por los normandos y los Banu Qasi se negaron a colaborar en el pago del rescate exigido. Quería creer que su esposo había intercedido para que aquella ayuda en forma de oro llegara a manos de su familia en Pampilona, pero la decisión del Consejo fue tajante. Cuando Mutarrif respondió a su mirada interrogadora moviendo la cabeza en señal de negación, algo se rompió en su interior, durante semanas se negó a dirigir la palabra a su esposo, y su matrimonio inició una peligrosa deriva.

Llegó la batalla de Al Bayda, donde Ordoño venció a su suegro, Musa ibn Musa, quien pudo conservar su vida, pero no el aprecio del soberano Muhammad. La derrota trajo consigo la aceifa contra Banbaluna a manos del propio emir, que arrastró hasta Qurtuba como rehenes a su hermano Fortún y a su sobrina Onneca. Y por fin, la muerte de Musa, la definitiva pérdida de influencia de los Banu Qasi y la desposesión de los cargos que ostentaban sus hijos, el de Mutarrif como gobernador de Uasqa entre ellos.

Los últimos diez años habían sido duros, pues Belasquita vivió como la esposa de un simple oficial, con tres hijos a su cargo en una vivienda de Saraqusta que sólo se podía calificar de humilde. Porque hubiera resultado imposible seguir en Uasqa, soportando el desprecio de quienes antes rivalizaban por su amistad. Durante aquellos años no fueron pocas las ocasiones en las que sopesó la posibilidad de huir, de regresar con su familia a Pampilona, pero hacerlo con sus hijos era impensable, tanto como abandonarlos junto a su padre en Saraqusta.

Sin embargo, en el otoño anterior la suerte pareció volver a sonreírle, y la llamada a Mutarrif para hacerse cargo de nuevo del gobierno de Uasqa había hecho renacer todas sus esperanzas. Unas esperanzas que duraron lo que duró el viaje, pues a su llegada encontró una ciudad en pie de guerra, donde la gente no pensaba en disfrutar de la vida social, sino en defender sus posesiones y la propia vida. Su esposo, en vista de la situación y con el fin de preservar su seguridad, decidió que permaneciera confinada en la residencia del gobernador, dentro de la alcazaba, y, sin hijos a los que atender, el tedio se había instalado entre los muros de aquel retiro forzado.

Muhammad, Musa y Lubb, sus tres hijos, habían pasado ya de la veintena, y servían como oficiales en la guarnición que defendía la ciudad. Sólo se reunían al anochecer, durante la cena, y eso si no surgían imprevistos que dieran al traste con el único momento de intimidad familiar. Belasquita únicamente deseaba que su esposo consiguiera acabar con aquella situación de inestabilidad, de modo que interrogaba a los cuatro hombres sobre los últimos acontecimientos, sobre las nuevas alianzas y desafecciones que a diario se manifestaban, sobre las decisiones que pensaban tomar… También durante el día buscaba información entre los funcionarios y los altos oficiales de la alcazaba, hasta que consiguió estar al tanto de cuanto acontecía entre los muros de la ciudad. Cada día que pasaba sin que pudiera ponerse coto al desorden, servía para convencerla más de la necesidad de mano dura, y así trataba de hacérselo entender a su esposo. Sabía que no podría soportar un nuevo destierro, por voluntario que fuera, lejos del papel principal al que su nacimiento la había destinado, y era por tanto vital que Mutarrif mantuviera el poder en Uasqa.

Recordaba perfectamente la frase que utilizó aquel día, la que pareció convencer definitivamente a Mutarrif. La había escuchado a menudo en su añorada Pampilona, tierra de buenos pastores, y la pronunció durante la cena: «Apresúrate a dar muerte a las fieras y tendrás el ganado tranquilo. No quedes como el pastor que ha tenido que degollar a sus ovejas.»

Recordaba incluso la fecha de aquella conversación, porque sus cuatro hombres la acompañaban alrededor de la mesa que habían dispuesto en el patio para disfrutar del frescor de la noche tras una tórrida tarde de verano. Entre las miríadas de astros que titilaban sobre sus cabezas, cruzaban el cielo, como cada año, decenas de estrellas fugaces, «lágrimas de San Lorenzo», las llamaban sus vecinos mozárabes. Mutarrif había guardado silencio, reflexionando sobre las palabras que acababa de escuchar. Quizás interpretó el espectáculo que se ofrecía a sus ojos como una señal, nunca lo sabría, pero lo cierto es que sus miradas se cruzaron, y él balanceó la cabeza en señal de afirmación.

La guerra de Al Andalus
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