Capítulo 82

Qala't Ayub

Al Anqar, el Tuerto. Así se referían a él, y poco habían tenido que esforzarse los habitantes de la fortaleza para encontrar un apodo adecuado para Mujahid, el hijo del 'amil. Tres años hacía ya de la paliza que le costó la visión de un ojo, la última de las muchas que había recibido de su padre a lo largo de veinte años. Nunca olvidaría la escena en la que, ya ciego de su ojo derecho, y cegado además por el odio, había encontrado la fuerza necesaria para enfrentarse a él. Con las lágrimas de rabia deslizándose por su rostro, gritó a su padre que nunca, jamás, volviera a ponerle la mano encima. Delante incluso de algunos de sus oficiales le amenazó con darle muerte si lo hacía. Abd al Rahman no reaccionó. Quizás unos días antes lo hubiera mandado azotar de nuevo, o él mismo lo habría hecho, pero esta vez debía de saber que había traspasado el límite. Sin embargo, tampoco se permitió mostrar ningún tipo de arrepentimiento. Cualquier otro, después de haber mutilado a su propio hijo, se habría lanzado a sus pies rogando perdón, pero Abd al Rahman al Tuchibí no era esa clase de hombre. Su carácter siempre había sido autoritario, despótico para con todos, incluida su propia esposa y también sus hijos, que habían tenido que sufrir en silencio sus continuos accesos de cólera.

El nombramiento de su padre por parte del emir como 'amil de Qala't Ayub había supuesto un pequeño respiro. El ego satisfecho, la convicción de que su presencia allí no era más que el paso intermedio hacia el gobierno de Saraqusta y el pago de sus servicios en oro, que los había convertido en una familia rica, marcaron una época de cierta tranquilidad para todos. Pero el paso del tiempo y la constatación de que año tras año sólo se solicitaba su ayuda para aportar efectivos a las aceifas, acabó por sacar de nuevo a la luz su verdadero carácter.

Luego se produjo la muerte de su madre, en circunstancias que nadie les explicó. Los sirvientes murmuraban, pero callaban y regresaban a sus tareas en cuanto él o alguno de sus hermanos se acercaban a ellos. Ni siquiera las preguntas directas tuvieron respuesta, y la duda, la incertidumbre, y quizá también el miedo a conocer la realidad, anidaron en sus corazones.

Cuando tres años atrás se había enfrentado a su padre, de su boca salieron palabras de amenaza, pero hubo algo que guardó para sí: la decisión de hacer pagar algún día a aquel hombre por el infierno en que había convertido sus vidas. Y tal vez la ocasión había llegado con los dos correos de Qurtuba que ahora sostenía entre las manos, ambos con el sello del emir Abd Allah estampado en el lacre.

Mujahid al Anqar observó desde lo alto cómo su padre descabalgaba con agilidad en el centro del patio. A juzgar por las voces animadas y por las piezas que los monteros iban depositando en el suelo, la jornada de caza había sido excelente, pero decidió esperar en sus estancias a que culminara el viejo ritual que siempre seguía a una cacería como aquélla: el desollado, el reparto de las piezas, de las pieles y de los trofeos, la celebración y el relato a gritos de los lances… Tenía que acabar de madurar el plan que había trazado en su mente al leer el contenido del pergamino, y también la forma en que habría de planteárselo a su padre.

Releyó de nuevo un pliego, luego el otro, y tuvo una sensación de vértigo. Sin duda era lo que habían estado esperando durante años, y allí estaba, al fin. Ahora sólo quedaba conducir aquello de la mejor manera para los intereses de los tuchibíes… y para los suyos propios.

La puerta se abrió de golpe, sin que el esperado visitante, por supuesto, se molestara en anunciar su entrada.

–Me han dicho que me esperabas -dijo Abd al Rahman-. ¿Por qué no has bajado al patio?

–Lo que tengo que decirte no puede ser tratado delante de toda esa chusma.

–Deberías controlar tu rencor…

Mujahid esbozó una sonrisa irónica.

–Deberías pensar en los consejos que te permites dar…

Abd al Rahman hizo un gesto de hastío, y se dejó caer en uno de los divanes.

–Ah, me hago viejo… Pronto te librarás de esta carga -ironizó-. Y bien, ¿qué es eso tan importante que tienes que decirme?

Mujahid tomó el rollo de la mesa y lo tendió hacia su padre.

–¿De Qurtuba?

–De Abd Allah.

Abd al Rahman lo extendió y comenzó a leer, pero hubo de entornar los ojos y alejar el pergamino, y terminó por devolvérselo a su hijo.

–Dime de qué se trata. Mi vista empieza a fallar, y la luz es escasa.

Mujahid cogió de nuevo el rollo, íntimamente satisfecho por tener la posibilidad de interpretar el contenido con sus propias palabras.

–Es una carta de Abd Allah en persona, no uno de esos escritos oficiales -empezó con expresión grave.

–Nos unió una estrecha amistad durante nuestra infancia en Qurtuba. Entonces, claro, él sólo era uno de los hijos del emir, uno de los hermanos del heredero, y sus posibilidades de llegar al trono eran remotas.

–Hace alusión a ello, y en atención a esa amistad te confía un asunto de la mayor gravedad.

–Empieza a intrigarme… ¿de qué se trata?

–Sabes que el padre de Ahmad ibn Al-Barra, el actual gobernador de Saraqusta desde su venta hace cuatro años, ocupa en Qurtuba el cargo de wazir en el gobierno del emir.

–Así es, una familia privilegiada, los Al-Barra. Siempre han ocupado un alto lugar en la estima de los Umaya, desde el tiempo de Muhammad.

–Hasta ahora, padre.

Abd al Rahman compuso un gesto de extrañeza.

–¿Quieres decir que Al-Barra ha caído en desgracia?

–No es eso exactamente. Pero el ministro, tras una de esas zambras especialmente animadas que deben de alegrar de tanto en tanto las noches de la jassa cordobesa, dejó caer algunas insinuaciones que al parecer han preocupado sobremanera a nuestro soberano.

–¿Insinuaciones? ¿Sobre Abd Allah?

Mujahid negó con la cabeza.

–No, no… al parecer, se fue de la lengua en presencia de alguno de esos cortesanos que no tardan en correr con el chisme en busca del emir y sus favores. Insinuó que Ahmad, su hijo, pretende emular a los numerosos caudillos de Al Andalus que se han declarado en rebeldía.

–¡Declararse en rebeldía en Saraqusta! Pero ¿con qué apoyos? ¡Eso es una locura!

–En estos tiempos, nada es una locura, padre. Cualquiera que se levante contra la autoridad del emir cuenta con la seguridad de no ser represaliado, simplemente por la incapacidad de Qurtuba para hacerlo. ¿Apoyos? ¿Quién nos asegura que no los tenga? ¿Acaso dudas de que Muhammad ibn Lubb le haya ofrecido el suyo en caso de rebelión? A los Banu Qasi sólo les resta el control de Saraqusta, y Ahmad ibn al Barra sería un peón muy manejable en sus manos.

–Eso son sólo conjeturas, ¡no se atreverían! – opuso Abd al Rahman.

–Con el apoyo de los Banu Qasi o sin él, Al-Barra parece dispuesto a levantarse contra el emir. Y Abd Allah recurre a los únicos que permanecen fieles a Qurtuba en toda la Marca Superior, a nosotros, los tuchibíes.

–¿En esa carta nos está pidiendo que ataquemos a Al-Barra en Saraqusta?

–Quiere que sea depuesto cuanto antes, sin dar lugar a que se alce en armas.

–¿Y por qué no lo hace él mismo? ¿Por qué no lo cesa para nombrarme gobernador? Sabe de mi fidelidad, y Saraqusta es lo bastante importante para…

Abd al Rahman empezaba a darse cuenta de la trascendencia de aquel pergamino, y sólo el cansancio extremo lo mantenía sentado, aunque había erguido el cuerpo y sus músculos habían recuperado la tensión.

–Quizá podría hacerlo, de hecho es una posibilidad que Abd Allah ha tenido en cuenta, pero cree que el cese sólo conseguiría precipitar la revuelta.

–¿Y cuál es la alternativa?

–Abd Allah lo deja en nuestras manos.

–¿Pretende acaso que asaltemos las murallas de Saraqusta con nuestras propias fuerzas? Debe de estar desesperado para no poder responder de otra manera…

Esta vez, Abd al Rahman se puso en pie y comenzó a caminar en círculos por la habitación.

–Tranquilízate, padre. Mi reacción al leer el documento por primera vez esta mañana ha sido parecida. Pero he dispuesto de todo el día para reflexionar… y creo que hay una manera de conseguir lo que Abd Allah espera de nosotros.

–En ese caso, cuéntame lo que has pensado, porque yo sólo veo oscuros presagios en todo esto. Tú mismo has dicho que es reconocida nuestra lealtad al emir, y por tanto su debilidad nos debilita.

–También es de todos conocida la pésima relación que tú y yo mantenemos. Quizás esta vez pueda resultarnos útil.

La guerra de Al Andalus
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