Capítulo 79

Año 889, 275 de la hégira

Munt Sun

–¡No podemos consentir sus continuas provocaciones, padre! Es evidente que no le basta con haber usurpado el poder en Uasqa, su ambición va mucho más allá, y nos afecta de lleno -argumentó Musa, vehemente.

–Va diciendo a quien quiera oírle que toda la Barbitaniya ha de caer en sus manos -apostilló Muhammad.

–Hijos míos, Al Tawil siempre ha sido un fanfarrón -trató de tranquilizarles Ismail-, y no olvidéis que si se hizo con el poder en Uasqa fue porque supo ganarse la voluntad de vuestro primo.

–Hasta ahora eran sólo bravuconadas, padre. Pero sus cabalgadas por la Barbitaniya son cada día más frecuentes y más prolongadas. Y lo ocurrido en Barbastur no puede quedar sin respuesta. ¡Enfrentarse a su guarnición! Y a su regreso saquearon aldeas, violaron a sus mujeres, mataron a los hombres y se llevaron a los más jóvenes. ¡Son gentes a las que debemos protección!

Ismail asintió sin demasiado convencimiento. Se sentó en un viejo taburete, apoyó el brazo encima de la mesa y se pasó los dedos entre los cabellos.

–¿Y qué proponéis? – dijo con un tono que denotaba cierto hastío-. Quizás estoy ya viejo. Hace años, una afrenta como ésta me hubiera hecho saltar para ponerme la cota de malla. Ahora, aquí me tenéis, deseando que mis tres hijos me den la oportunidad de pasar por alto la provocación.

–No debes ser tú quien responda -intervino Said, el más joven-. Nosotros acudiremos a Uasqa.

–¿A Uasqa? ¡No podéis enfrentaros a Al Tawil sin un ejército poderoso a vuestras espaldas!

–Tenemos los hombres suficientes, padre -repuso Musa-. No se trata de tomar la ciudad, eso sería ahora impensable… sólo hemos de devolver sus afrentas. Una cabalgada por los alrededores y la captura de algunos rehenes deberían dejarle claro que no va a amedrentarnos con su actitud. Bastará con unos centenares de hombres.

–Quizá tengáis razón -concedió Ismail-. Sin embargo, Said, tú me eres más útil aquí, al tanto de los asuntos de gobierno de la kurah.

El joven hizo ademán de oponerse a las palabras de su padre, pero Muhammad se adelantó con un gesto.

–Said, nuestro padre tiene razón. Con dos de nosotros al mando de la expedición es más que suficiente. Tú demuestras cada día tu valía al frente de los asuntos de la kurah… deja que nosotros hagamos lo mismo de la forma que sabemos.

Said movió afirmativamente la cabeza.

–Sea -concedió-. Pero quizás habría que dar cuenta al primo Muhammad de lo que nos proponemos… después de todo sigue siendo su aliado.

–Eso supondría perder semanas preciosas, y quién sabe si dar tiempo a Al Tawil de asestar un nuevo golpe -se opuso Musa.

–Tampoco creo que sea necesario. El acuerdo de Muhammad con Al Tawil no ha ido más allá de aquella primera colaboración. Me consta que vuestro primo se ha opuesto a cualquier otra ambición que pudiera tener, y ese viejo apestoso no ha movido un dedo en las últimas campañas que Muhammad ha emprendido contra el rey Fortún para reforzar la línea de frontera. Su colaboración está agotada, no se fían el uno del otro, y apuesto a que aprobaría lo que proponéis.

–¿Contamos entonces con tu beneplácito, padre? – preguntó Muhammad con cierta solemnidad.

–Espero que no tenga que arrepentirme… -repuso Ismail, circunspecto.

El calor era intenso, aunque, por fortuna, el espeso arbolado que circundaba la vereda proporcionaba la sombra suficiente para hacer soportable la cabalgada de los seis centenares de hombres que los acompañaban. Habían salido antes del amanecer, y sólo cuando el sol alcanzó su cénit se detuvieron junto a un arroyo, donde bebieron y se refrescaron jinetes y monturas. De tramo en tramo, los densos bosques de pinos y robles daban paso a zonas de roca desnuda, y entonces, a su derecha, asomaban los imponentes montes en cuyas cumbres resplandecía aún la nieve que ni el largo estío había conseguido derretir. Sobre ellas, después del mediodía, comenzaron a formarse enormes cúmulos blancos que adoptaban caprichosas formas y que, ya avanzada la tarde, viraron su color hacia los amenazadores tonos grises que anunciaban una tormenta inminente.

Musa, cuando el sol se ocultó tras los nubarrones, dio orden de detener la marcha sobre una ladera de ligera pendiente, a medio camino entre la cima más expuesta y el arroyo que circulaba por la vaguada. En poco tiempo, se dispusieron y amarraron cientos de lonas entre los troncos y las ramas de los árboles, unas aisladas, algunas en pequeños grupos y otras más unidas entre sí, superpuestas como las escamas de un pez, hasta formar una carpa bajo la que se cobijaba una unidad completa. La experiencia les dictó que excavaran pequeñas zanjas que habrían de desviar el agua, y así esperaron hasta que los relámpagos y las primeras gotas anunciaron que la tempestad se echaba encima. Las cortinas de agua arreciaron a oleadas, acompañadas por fuertes rachas de viento que a punto estuvieron de acabar con los improvisados refugios. Cuando la oscuridad de la tormenta dio paso a la negrura de la noche, muchos de los hombres comenzaron a acusar el frío producido por la inacción, y sólo la leña seca que habían acumulado y puesto a cubierto les permitió encender pequeños fuegos con los que secaron ropas y botas húmedas, y con los que pudieron calentar las bebidas que habrían de reconfortarles durante la frugal cena, antes de acostarse para descansar.

La noche fue larga para todos, también para Musa y Muhammad, que ocupaban la única haymah que se había levantado en la parte central del campamento. Se hallaban en la víspera de un probable enfrentamiento armado y, aunque se hubieran dejado cortar un dedo antes de reconocerlo ante sus hombres, la inquietud se había ido apoderando de su espíritu, por lo que su sueño había sido inquieto y poco reparador.

Musa esperaba las primeras luces del amanecer tratando de avivar el fuego, que aún mantenía un ligero rescoldo desde la noche anterior. Muhammad, al parecer, había podido conciliar un breve sueño y ahora respiraba de forma ruidosa a su espalda. En el exterior se oían los sonidos habituales del campamento: los inevitables ronquidos, las quejas de quienes eran despertados por los primeros que se levantaban para aliviar el vientre o el piafar sobre la hojarasca de alguno de los caballos.

Levantó el borde de la lona que hacía las veces de puerta y salió al exterior, donde lo recibió un agradable aroma a tierra mojada, y el frescor del alba próxima terminó por despejar sus sentidos. El cielo estrellado que se adivinaba entre las ramas presagiaba una mañana de nuevo despejada, y posiblemente otro día caluroso. Caminó hasta separarse del grupo unos cuantos codos y también él comenzó a aliviar su vejiga. Mientras se entretenía contemplando el disco incompleto de la luna en cuarto menguante, que pronto desaparecería tras lo alto de la colina, un destello extraño en el extremo de su campo de visión le llamó la atención. Ni siquiera terminó de sacudirse las últimas gotas de orina, que le mojaron los calzones. Giró la cabeza con lentitud, y se quedó inmóvil, rígido. El borde inferior del astro comenzaba a ocultarse tras la línea que separaba la cima y el firmamento, y pronto la oscuridad sería completa, justo antes del amanecer. Entonces una sombra se recortó contra el tenue halo de luz, la sombra de un hombre que caminaba con sigilo, un hombre armado, provisto incluso de celada y cota de malla, a juzgar por el perfil brillante que lo enmarcaba.

Trató de mantener la calma y esperó a que la luna se hubiera ocultado por completo. Después regresó ocultándose entre los troncos, hasta alcanzar a los hombres que dormían más alejados del resto. Zarandeó con cuidado a los primeros para evitar exclamaciones de sorpresa y comenzó a difundir el aviso.

–¡Despertad! ¡Despertaos unos a otros! Estamos a punto de ser atacados, desde la cima -susurró-. Haced correr la voz: que todos se ajusten las protecciones y empuñen las armas, con el mayor sigilo.

Musa avanzó extendiendo la alarma hasta alcanzar las inmediaciones de la haymah. Muhammad dormía aún, pero tardó un instante en ponerse en pie.

–¡Los caballos! ¡Debemos ensillar los caballos y dejarlos preparados! – reaccionó-. Quizá debamos utilizarlos para escapar si el grupo es numeroso.

–Encárgate de ello, pero apenas hay tiempo. Con las primeras luces caerán sobre nosotros -advirtió Musa-. Yo me ocuparé de disponer las unidades para la lucha.

El cielo sobre los montes del oriente empezaba a teñirse de añil y naranja, pero las sombras que todo lo uniformaban parecían no querer disiparse. A los pies de Al Tawil, el campamento de los Banu Qasi despertaba con aparente normalidad: las primeras hogueras iluminaban pequeños círculos, dentro de los cuales se podían divisar aún los bultos de los hombres que apuraban las horas de descanso, y afortunadamente todo parecía indicar que nadie había advertido su presencia. Habían eliminado a los dos centinelas apostados en lo alto del monte con el mayor sigilo después del último relevo, y ya nada podía echar por tierra la sorpresa que habría de llevar a aquellos malnacidos a prolongar su sueño interminablemente.

Alzó el brazo derecho, se aseguró de que todos los oficiales observaban su gesto, y sólo entonces hizo caer la espada. A derecha e izquierda, centenares de infantes a pie comenzaron a descender la ladera en silencio, con el paso amortiguado por la hojarasca. Al Tawil no pudo evitar un estremecimiento al imaginar el macabro despertar que iba a proporcionar a los hombres de Ismail, y cuando anticipó el momento en que informarían a éste de la masacre su boca se torció en una sonrisa que dejó entrever sus dientes negruzcos.

–No me gustaría estar dentro de esa haymah -musitó a su lugarteniente.

El descenso se había iniciado sigiloso y lento, pero a falta de un centenar de pasos se convirtió en una vertiginosa carrera de hombres que, armados con espadas, lanzas y picas, se precipitaron contra el improvisado campamento. Si a alguno de los que iban en vanguardia llamó la atención el hecho de que aquellos hombres que aún dormían no levantaran la cabeza a pesar de la algarabía, no hubo tiempo de reaccionar. Sólo cuando se encontraban a una decena de pasos, y el impulso en la pendiente les hacía imposible detener su carrera, vieron alzarse frente a ellos una barrera de hombres que, rodilla en tierra, clavaban en el suelo el asta de sus lanzas para dirigir su mortífero extremo contra sus cuerpos. Decenas de asaltantes quedaron ensartados en ellas, y el resto se vio envuelto en una refriega que no esperaba. Los hombres de Musa y Muhammad, amparados en la oscuridad, habían ascendido por ambos costados de la ladera, y ahora se abalanzaban sobre la retaguardia de los atacantes, que empezaban a revestir el suelo con un horrendo mosaico de cuerpos y miembros desgajados.

Desde su atalaya, Al Tawil no alcanzaba a comprender qué estaba ocurriendo allá abajo. Sólo fue consciente de que su estrategia estaba fracasando cuando uno de los oficiales alcanzó la cima desfallecido.

Sahib, ¡nos esperaban! Es una masacre. Apenas queda nadie de los nuestros en pie.

–¿Y de ellos? – bramó Al Tawil.

–No habrán caído más de un centenar…

El caudillo muladí se volvió hacia su lugarteniente.

–¡Envía el resto de la infantería! – aulló-. ¡Y haz desmontar a dos unidades de caballería, entre la espesura nos resultan inútiles a caballo! ¡El resto, arqueros incluidos, que rodeen el bosquecillo para acudir al fondo de la vaguada y cortar su retirada!

–¡Son muchos más, Muhammad! – gritó Musa por encima del estruendo, tras deshacerse de un atacante-. ¡Es imposible hacerles frente!

–¡Ordena la retirada! ¡A los caballos! – vociferó su hermano a su alrededor con grandes aspavientos para atraer la atención de los suyos-. ¡A la hondonada, y al galope!

La orden se fue transmitiendo de hombre a hombre, y antes de que la segunda oleada cayera sobre los supervivientes, algunos de ellos malheridos, iniciaron el descenso hacia la vaguada. Los pocos infantes de Al Tawil que quedaban en pie no hicieron por seguirles, y muchos de ellos se dejaron caer, agotados, entre los cadáveres de sus camaradas, a la espera de que los refuerzos ocuparan sus lugares.

–Condúcelos tú -dijo Musa-. Yo aguardaré a que todos hayan montado para seguirte.

Muhammad asintió. Las voces de los perseguidores aún estaban lejos, y después de sufrir dos centenares de bajas entre muertos y malheridos, había monturas suficientes para el resto. La caballería de Al Tawil tardaría en atravesar la espesura.

–¡Adelante! ¡Reventad los caballos! Hay que ponerse fuera del alcance de sus jinetes.

Musa contempló la salida de sus hombres a campo abierto con sensaciones encontradas. La casualidad los había librado de un exterminio casi cierto, pero su misión había resultado un fracaso completo, y su pequeño ejército regresaba ahora diezmado. Recordó la oposición de su padre, y se estremeció al pensar en el momento del reencuentro. Todos los hombres habían conseguido una cabalgadura, incluso algunos heridos eran ayudados a montar o eran izados y atados a las grupas directamente. Dio la orden de abandonar aquella hondonada y espoleó a su montura para tratar de reunirse lo antes posible con Muhammad.

La primera flecha se clavó en la grupa del caballo que le precedía, y jinete y animal dieron con los huesos en el suelo. Otras más silbaron en sus oídos antes de estrellarse más allá, contra las piedras. El ataque llegaba desde una pequeña elevación en el flanco izquierdo.

–¡Al galope! – ordenó-. ¡Desplazaos hacia la derecha!

Una docena de jinetes cayó bajo la lluvia de proyectiles, incluso algunos de los heridos que en un primer momento habían conseguido salvar la vida colgaban ahora inertes, sujetos por las ataduras, con una o más flechas atravesando sus cuerpos expuestos.

La última flecha que vio Musa le entró por la espalda, atravesó limpiamente los huecos entre las costillas y asomó por el lado derecho del pecho. Sólo sintió el impacto que lo proyectó hacia delante, y pensó que había sido alcanzado con una piedra lanzada con honda. Se llevó la mano a la espalda, pero lo que tocó era el astil de madera, que sobresalía más de un palmo. Entonces todo se precipitó: el dolor repentino que le nubló la vista y le hizo inclinar la cabeza, la visión de la punta ensangrentada que asomaba en su pecho, la sensación de debilidad infinita que lo invadía y, por fin, la conciencia de que aquéllos eran los últimos instantes de su vida. Aun así, se aferró a las riendas y, semiinconsciente, se dejó llevar por el galope del caballo, fuera ya de todo control.

Muhammad volvió la cabeza y vio a su hermano a punto de caer de la montura. Distinguió el astil de una flecha en su espalda. De forma sorprendente, la primera imagen que se dibujó en su mente fue la de su padre y la de su hermano Said. Tiró de las riendas para detener a su caballo y le hizo dar la vuelta en redondo, antes de azuzarlo para galopar en dirección contraria. Se cruzó con todos sus hombres, y uno a uno, con gestos o de palabra, recibieron la orden de avanzar sin detenerse. Llegó a la altura de Musa, se encorvó sobre él y sujetó con fuerza sus riendas hasta que los dos animales se detuvieron. En un abrir y cerrar de ojos, descabalgó y se subió a la grupa del caballo de su hermano. Luego alcanzó las riendas por encima del cuerpo de éste, con cuidado de no empujar la flecha que casi rozaba su propio pecho, y dio una voz al animal para reemprender la marcha mientras le oprimía los costados con las rodillas.

Aún no se había puesto al trote cuando otro jinete se colocó a su lado, luego otro, y cuando volvió la cabeza comprobó que estaban completamente rodeados por hombres desconocidos, sin duda todos ellos a las órdenes de Al Tawil.

La guerra de Al Andalus
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