Capítulo 99

Bulay

Umar ibn Hafsún compartía la cena con la plana mayor de su ejército y, a juzgar por su locuacidad y los gestos algo exagerados con los que acompañaba su discurso, parecía plenamente satisfecho. Su ahora buen amigo Ibn Mastana se hallaba a su costado izquierdo, y a la derecha era el fiel Hafs quien devoraba una descomunal pierna de cordero. La sala entera estaba repleta de mesas improvisadas con tablones, por las que corrían abundantes el vino y el hidromiel, lo que parecía haber soltado las lenguas del centenar de hombres que las ocupaban, la mayor parte de los capitanes de la inmensa tropa que Umar había logrado reunir aquella primavera.

El propio Umar se había visto sorprendido por la imparable afluencia de insurrectos procedentes de todos los rincones de Al Andalus; en las últimas semanas sus lugartenientes hablaban de treinta mil hombres dispuestos a poner sus armas al servicio de la revuelta. Los cristianos, ahora sí, se habían decidido a empuñar la espada, hasta el punto de haber pasado a constituir la base principal de las tropas de Ibn Hafsún. Todo el país estaba al corriente del enfrentamiento que se anunciaba, y Umar recogía lo que había sembrado en los últimos años, cuando enviaba su ayuda y sus hombres en apoyo de cuantos opositores a Qurtuba los demandaban.

Con eso bastaría, pues no habían llegado a fructificar las gestiones que durante aquel invierno, tras la muerte del príncipe Muhammad, había realizado ante el emir de Ifriqiya, representante más cercano de los abasíes reinantes en Bagdad. La oferta era tentadora, pues ponía en manos de su dinastía el control de la única zona de Dar al Islam, Al Andalus, que aún permanecía sometida por sus enemigos los omeyas. Sin embargo, la respuesta se había limitado a un cargamento de regalos y un mensaje lleno de palabras de apoyo con las que lo animaba a seguir en su empeño.

Y en eso había seguido su consejo. Se hallaban encastillados en Bulay, a sólo veinticinco millas de la capital, aunque parte de los efectivos se encontraban en Istiya, a poniente, donde inicialmente había instalado su cuartel general. Desde allí había estado enviando sus escuadrones a la capital, con el único objetivo de hostilizar a sus habitantes y sembrar entre ellos el desánimo. Sin duda había sido un golpe de efecto que un grupo de sus hombres hubiera tenido los arrestos suficientes para arriesgar sus vidas lanzando sus flechas contra el palacio de Abd Allah, algo que había sido especialmente celebrado a su regreso.

–Apuesto a que ni el propio emir podría permitirse ya cenar una pierna de cordero como ésa -bromeó Umar.

–¡Las ratas se estarán comiendo! – respondió Hafs con la boca llena de carne.

–A punto estuviste de darles brasas suficientes donde asarlas… ¡las de la propia mezquita! – rio otro de los capitanes.

–Lo importante -terció Umar con tono más grave- es que hemos conseguido lo que pretendíamos. El emir ha movilizado a su ejército y lo ha sacado de la ciudad, a la llanura de Saqunda, dispuesto a presentar batalla.

–¡Y él mismo se ha puesto al frente! Su pabellón destacaba entre el resto -explicó uno de los que aquella misma jornada habían avistado el despliegue en las cercanías de la capital.

–No tenía otra salida, la contestación popular amenazaba con terminar en una revuelta. Según cuentan nuestros informadores en Qurtuba, el descontento por la incapacidad de Abd Allah para enfrentarse a nuestras fuerzas comenzaba a extenderse incluso en la corte y entre el ejército.

–Sin embargo, las tropas que ha conseguido reunir en sólo unas jornadas no resultan despreciables -dijo Ibn Mastana, sin dejarse llevar por la euforia.

–¿Qué son catorce, quince mil hombres frente a nuestras fuerzas? – opuso Hafs-. ¡Doblamos el número de sus efectivos! ¿Y cuántos de ellos son tropas regulares? ¿Cuatro o cinco mil? El resto son civiles armados, y hasta la guardia personal del emir.

–No minusvalores el empuje de quien se siente acorralado. No hay fiera más temible que aquella que se ve sin escapatoria.

–Me parece, Umar, que tu amigo Ibn Mastana se arruga con facilidad -pinchó Hafs.

Umar sonrió ante la enésima pulla que, de forma amigable de momento, se lanzaban sus dos lugartenientes.

–Sin embargo, no deja de tener razón, Hafs. No dudo de que esos quince mil hombres habrán sido convenientemente arengados, apelando a la necesidad de defender su capital, sus símbolos y la vida de los suyos…

Ibn Hafsún se quedó repentinamente pensativo, y una sonrisa se fue dibujando en su rostro.

–¡Qué bien conozco esa expresión! – dijo Hafs con tono de chanza.

Ahora Umar rio abiertamente y asintió con la cabeza.

–Cierto, Hafs… me conoces bien. Estaba pensando que un nuevo golpe de efecto en este momento… sería fundamental para acabar de hundir la moral de esas tropas.

–¿Un ataque por sorpresa antes de que se pongan en marcha? – intentó adivinar Ibn Mastana.

Umar volvió a asentir, pero a la vez hizo un gesto con la mano para pedir que le dejaran perfilar la idea.

–Un ataque, sí, pero esta misma noche, con sólo un par de escuadrones… y con un único objetivo.

–¡El pabellón de Abd Allah! – conjeturó Hafs.

–¿Os lo imagináis? Un ataque fugaz. Los cordobeses se despertarán en plena noche, y lo que verán no será la primera luz del amanecer, sino la que desprenderá la qubba en llamas de Abd Allah.

Umar no era consciente del brillo de sus propios ojos, pero sí del que veía reflejado en todos sus capitanes, cuyos rostros sólo expresaban en aquel momento asombro y admiración.

–Dos escuadrones de cien hombres, con eso será suficiente. ¡Vosotros! – señaló a dos de sus capitanes-, vosotros iréis al frente. Escoged a los mejores arqueros, ¡preparadlo todo!

Umar no pasó por alto el gesto de desencanto de Hafs.

–Mi buen amigo -dijo con una mano sobre su hombro, tratando de contener el sentimiento de euforia que lo había embargado un momento antes-, no puedo prescindir de ti aquí. Debo estar seguro de que alguien tan capaz como yo estará al frente si algo me sucede.

Hafs asintió con los labios apretados, moviendo la cabeza arriba y abajo con lentitud.

–Ten cuidado…

La guerra de Al Andalus
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