Capítulo 84

Saraqusta cayó sin resistencia. Los hombres de Al Anqar habían asaltado las unidades de guardia que se acantonaban junto a las cuatro entradas de la ciudad, los oficiales habían sido reducidos al finalizar el banquete, algunos tan ebrios como su gobernador, y el resto de la guarnición de Saraqusta, ya descabezada y al tanto de la muerte de Ahmad ibn Al-Barra, no había tardado en deponer las armas ante el peso de los hechos consumados. Mujahid, ebrio de poder, había convocado una asamblea de notables a primera hora de la mañana, y allí se encontraban todos ahora, circunspectos, temerosos, a la espera de conocer los planes de aquel usurpador lisiado.

Mujahid se presentó en el gran salón del palacio del gobernador con la seguridad de saberse en posesión del título que le otorgaba legitimidad. Lo llevaba en las manos. No le importó descubrir desconfianza y desprecio en aquellos rostros, que ahora lo escrutaban con más atención que nunca, porque sabía que, antes de que terminase aquel encuentro, aquellos sentimientos se habrían transformado en lealtad servil e interesada.

–Desde hoy soy el nuevo gobernador de Saraqusta -empezó a bocajarro, y después calló para observar la reacción de todos aquellos representantes de la alta sociedad saraqustí.

La mayor parte de los presentes bajó la vista al suelo.

–¿Nadie tiene nada que decir? – preguntó mientras recorría la sala con la mirada-. ¿Nada que oponer?

Esta vez hubo movimientos y carraspeos producidos por la incomodidad de la situación.

–Mujahid…

El que hablaba era un hombre orondo, cuya barba no conseguía ocultar una papada que parecía querer descansar plácidamente sobre el pecho.

–Mujahid -repitió-. Yo hablaré por todos, ya soy un hombre viejo, y poco tengo que perder. He trabajado toda mi vida en esta ciudad como fabricante de paños, y lo he hecho con multitud de gobernadores, así que cuento con la experiencia suficiente para decirte algo: siempre que un nuevo wali ha depuesto al que había sido nombrado por Qurtuba, hemos acabado sufriendo la ira del emir. Y somos nosotros, los habitantes de la madinat, quienes soportamos las consecuencias: la ciudad se ve aislada, las cosechas arrasadas, la economía arruinada. También para mi negocio es funesto, pues los ganados desaparecen y me veo obligado a importar la lana al precio que la usura marca. Cada vez que eso sucede, tardamos años en recuperarnos, hasta la siguiente asonada. ¿Qué sucederá ahora si los notables aquí reunidos te damos nuestro apoyo? Te lo diré: que la ira de Abd Allah caerá de nuevo sobre nosotros. Has matado al gobernador nombrado por Qurtuba, y ésa es una afrenta que habremos de pagar…

–¿Y cuál crees que es la alternativa? – preguntó Mujahid de forma pretendidamente casual-. ¿Entregarme cargado de cadenas a un representante de Abd Allah?

El comerciante boqueó desconcertado.

–No te preocupes, anciano. No es necesario que contestes. Será mejor que hagáis circular estos dos rollos entre vosotros y luego me trasladéis vuestras impresiones.

Avanzó unos pasos, entregó los pergaminos a quienes tenía más cerca y se retiró para tomar asiento en un escabel, a la espera de que todos se pusieran al tanto del contenido de los mensajes. Poco a poco, las expresiones fueron cambiando, y los gestos de escepticismo pasaron a ser de asentimiento mientras se interpelaban unos a otros. Al final, en la zona más alejada de la sala, acabó por formarse un conciliábulo que Mujahid observó con expresión divertida.

–Esto cambia radicalmente las cosas -concedió al fin el mercader, convertido en portavoz improvisado-. No hay duda de que éste es el sello del emir, y por tanto desde hoy eres para todos nosotros el nuevo wali. Tienes al pueblo de Saraqusta a tu disposición. Que Allah el Todopoderoso te guíe en tu labor.

Mujahid dio gracias al cielo por haberle inspirado la manera de conservar aquellos documentos, pues a la postre se habían convertido en su salvoconducto hacia el valiato. Al llegar a Saraqusta procedente de Qala't Ayub, sucio, herido y ensangrentado por el látigo que había soportado para dar credibilidad a su historia, portaba los dos documentos bien protegidos en una caja cilíndrica de cuero. Desde luego, no podía acercarse a las murallas con ella encima, porque su contenido habría revelado sus intenciones, así que dedicó casi toda la mañana a buscar un lugar donde esconderla hasta que le fuera necesaria. Lo encontró en el tronco hueco de un viejo almendro horadado por algún tipo de gusano. Con asco, sacó las grandes larvas que se estaban alimentando de la madera y depositó el cartucho allí. A continuación rellenó el orificio de tierra, e igualó el exterior con una gruesa capa de barro de color muy similar al del tronco. Regresó a por él la misma mañana del viernes en el que había de celebrarse la fiesta y, esta vez sí, entró en la ciudad sin el menor contratiempo.

Tres días más tarde recibió el aviso. Como esperaba, su padre no tardaría en llegar y ni siquiera la gruesa capa de nieve que cubría la tierra parecía constituir un impedimento. En cuanto el jinete entregó el mensaje en el que Abd Allah se anunciaba, Mujahid dio las órdenes pertinentes y se dispuso a acudir a la Bab al Tulaytula, la misma puerta que él había atravesado tan sólo unos días antes. Cuando entró en el barracón donde había sido retenido a su llegada a la ciudad, los miembros de la guardia se sobresaltaron, y sólo comenzaron a tranquilizarse tras comprobar que su intención no era otra que esperar al abrigo de la intemperie. Seguramente aquellos hombres temían las represalias por el trato que le habían dispensado, pero lo que menos necesitaba Mujahid en aquel momento era gente resentida dentro de sus propias filas. Tuvieron tiempo de conversar sobre los problemas de la vida en la milicia, e incluso de plantear sus demandas, y cuando se informó de que la comitiva de Abd al Rahman estaba a la vista, Mujahid se había granjeado la amistad de un grupo más de oficiales y soldados.

Se apresuró a ascender la escalinata de piedra de la muralla y se dirigió al lugar donde el camino de ronda salvaba la puerta de acceso a la ciudad, entre los dos torreones semicirculares adosados al muro a modo de barbacana. Cuando la comitiva se acercó, una indicación suya bastó para que cuatro soldados empujaran las dos enormes hojas de madera y hierro del portalón, lo encajaran en el centro y lo aseguraran con tres pesados cerrojos cilíndricos situados a diferentes alturas.

Abd al Rahman avanzaba ya a través de la explanada de la musara, cuando la atención de Mujahid se vio atraída por el suntuoso atuendo de su padre, más propio de un príncipe que de un simple gobernador de provincias, y que lucía sin mayor abrigo a pesar del frío intenso. Sin duda había dado orden de confeccionarlo durante su ausencia, con la intención de impresionar a los que habían de ser sus nuevos súbditos. A medida que se acercaba, Mujahid distinguió los rasgos familiares de su padre, que fueron demudando en una mueca de perplejidad. Ni siquiera cuando la comitiva se situó inmediatamente debajo de la barbacana tomó Mujahid la palabra. Lo hizo su padre, cuya voz dejaba traslucir un nerviosismo poco habitual en él, aunque tratara de ocultarlo bajo un tono cordial y pretendidamente contemporizador.

–¿Es que no vas a dar la bienvenida a este viejo? – dijo-. Llevo horas soñando con un buen fuego.

Mujahid continuó en silencio por un instante, inexpresivo, y la inquietud de los jinetes empezó a contagiarse a las cabalgaduras, que caracolearon y piafaron excitadas lanzando nubes de vapor por los ollares.

–¡No eres bienvenido en esta ciudad! – gritó entonces Mujahid para que todos le oyeran-. Toma a los hombres que todavía te obedecen y regresa a Qala't Ayub, de donde no debiste salir.

Esta vez sí, Abd al Rahman se había quedado boquiabierto, y durante un tiempo se vio incapaz de articular una sola palabra.

–¿Qué broma es ésta, Mujahid? – acertó a decir al fin.

–¿Broma, dices? Nunca he hablado tan en serio ni con palabras tan largamente meditadas. El tiempo de bajar la cabeza ante tu tiranía y tu violencia ha terminado. Regresa por donde has venido o… -Mujahid dejó la frase en el aire con un gesto de rabia.

–Estás cerrando la puerta de la ciudad al legítimo gobernador. No me obligues a recurrir al emir: las consecuencias podrían ser funestas para ti, y no te deseo ningún mal. Reconsidera tu postura y tomaré esto como una burla sin consecuencias…

Aunque amarga, Mujahid no pudo contener una carcajada.

Alargó el brazo hacia uno de sus acompañantes, que le tendió los dos rollos de pergamino que portaba.

–Este es mi nombramiento como wali de Saraqusta. No puedes verlo desde donde estás, pero lleva estampada la firma del propio emir. Los notables de la ciudad que me han reconocido como su nuevo gobernador sí que han podido leerlo.

–¿Has osado ocultar algo así a tu propio padre? No es posible que el emir te haya nombrado a ti, ¡yo soy el patriarca del clan de los tuchibíes! – gritó a la vez que tiraba de las riendas para contener a su montura-. ¡Has estado conspirando a mis espaldas!

–Por una vez no soy yo quien expone la espalda. Olvidas que la amistad entre el príncipe y yo viene de lejos, desde la época de Qurtuba. Sabes que me crie en los jardines de palacio, compartiendo juegos con Muhammad, el primogénito del emir. Ya entonces supo Abd Allah del modo que tenías de educar a tus hijos, y al parecer he gozado de su simpatía desde esos años. No trates de pedirle ayuda, sólo conseguirías precipitar tu final. Muhammad fue nombrado príncipe heredero, y ahora yo soy elevado al cargo de gobernador. Vuelve a Qala't Ayub y deja las cosas como están.

–¡Traicionas a tu propia sangre! – aulló el anciano.

–Deberías estar contento. Al fin y al cabo es un tuchibí quien ostenta el poder en la Marca. Creía que era eso a lo que aspirabas -dijo Mujahid sin disimular el tono irónico de sus palabras.

Abd al Rahman lanzó una última mirada de odio hacia lo alto de la muralla, después volvió la grupa. Toda su comitiva le imitó, y el gobernador, insensible al frío, permaneció sobre el adarve hasta que el grupo dejó de ser visible entre la bruma que se alzaba desde el río.

La guerra de Al Andalus
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