Capítulo 16
Belasquita, acomodada sobre su mula sin albardar, franqueó los muros de la alcazaba tras el frugal almuerzo que, como cada día, no había compartido con ningún miembro de su familia y se dispuso a cubrir la distancia que la separaba de su destino aquella soleada tarde de primavera. Aunque los disturbios habían cesado en la ciudad, no era prudente que la esposa del gobernador la atravesara sin la escolta adecuada y, obedeciendo las órdenes estrictas de Mutarrif, siempre se hacía acompañar en sus salidas por un grupo de soldados de la guardia. Pero aquella tarde no lo haría, pues lo último que necesitaba era a un grupo de mozalbetes persiguiendo a su comitiva sin dejar de llamar la atención. Por ello había evitado en su indumentaria cualquier signo que delatara su posición, había velado su rostro y salió acompañada por uno solo de sus sirvientes de confianza, que en aquel momento caminaba delante de la montura sujetando las riendas.
Recorrió las calles principales de la madinat, donde, arracimadas en torno a la mezquita, se concentraban las viviendas de los notables árabes y los muladíes más acomodados. Siguió sin detenerse hacia la parte más alejada del recinto, cercana ya a la muralla exterior, el lugar donde se ubicaban las casas de los dimnis, los habitantes que se habían resistido a abrazar el islam. No todas eran viviendas humildes, pues aunque cristianos y judíos se veían obligados a desempeñar los oficios más bajos, los mejor situados podían satisfacer al comienzo de cada año el pago de la jizya, el impuesto de capitación que les permitía conservar su fe.
No era humilde la vivienda ante la cual se detuvo Belasquita, a juzgar por el gran portón que permitía el paso de carros y caballerías. Junto a ella se alzaba un edificio de mayores proporciones cuyo acceso extrañamente se hallaba tapiado con grandes bloques de adobe.
–¿Es ésta la iglesia de la que me hablaste, ama?
Belasquita afirmó con la cabeza mientras su mula se paraba.
–¿Por qué han tapiado las puertas?
–Ya sabes que a los mozárabes se les permite el culto, pero no todos los árabes están de acuerdo con eso. Durante las últimas revueltas, la iglesia había sido objeto de demasiados asaltos y profanaciones, y la comunidad decidió tabicar los accesos desde el exterior.
–Pero sigue dedicada al culto, ama, tú misma dijiste…
–Nuestro anfitrión recibe ahora a los fieles a través de su casa. Se ha practicado una abertura en el muro que comunica su patio con la iglesia.
En aquel momento, alguien que sin duda esperaba su llegada abrió el portón desde el interior, facilitó la entrada a los visitantes y volvió a cerrarlo de inmediato.
–Te doy la bienvenida, Belasquita. Considérate en tu casa, y cuenta con mi discreción y la de mi familia.
–Conoces mi situación, y sabes que te lo agradezco, Damián.
–Puedes pasar, te indicaré el camino.
El hombre dirigió sus pasos hacia el zaguán desde el cual se accedía al patio central de la casa, y una vez allí señaló una plancha de madera apoyada contra la pared del fondo. A una señal suya, uno de los fornidos sirvientes retiró la tabla, y ante ellos apareció un hueco lo bastante amplio para permitir el paso de una persona.
–Tómate el tiempo que quieras. Nuestro sacerdote está ausente, visitando las aldeas vecinas, y posiblemente no regresará hasta el sábado, a tiempo para celebrar la misa dominical.
Belasquita se adentró en el templo y tardó en acomodar la vista a la escasa luz que penetraba desde lo alto a través de seis reducidas ventanas practicadas en los muros de piedra laterales. En la parte frontal no había ninguna, porque sin duda el ábside se apoyaba directamente contra la muralla exterior de la ciudad. La mujer se colocó en el centro, hizo una genuflexión y se persignó inclinando la cabeza. Ante ella, en el altar, titilaba un cirio de sebo, y tras él, un gran Cristo de madera bellamente policromada presidía el recinto sagrado. Se acercó despacio hasta el escalón que marcaba el inicio del altar para alcanzar el tosco reclinatorio que ocupaba el lugar central, sobre una desgastada alfombra de lana rojiza. Apoyó los codos en la madera y hundió la cara entre las manos.
Para ser desposada por Mutarrif, había tenido que abrazar la fe de su esposo, al menos de forma oficial, pues la ley islámica prohibía el matrimonio de un musulmán con una infiel. Había adoptado las costumbres de su nueva familia, había aprendido las normas del culto y respetaba todos los preceptos, pero la fe de sus mayores seguía arraigada en su corazón, y así sería mientras viviera. Al principio se había limitado a rezar a su Dios en soledad, pero pronto entró en contacto con miembros destacados de la comunidad mozárabe de Uasqa y con el tiempo comenzó a acudir, discreta y esporádicamente, a algunas de sus celebraciones. Esto había terminado bruscamente unos meses atrás, cuando Mutarrif, al tanto de las murmuraciones que circulaban por la ciudad, le había prohibido cualquier acercamiento a la comunidad cristiana.
Su esposo estaba al tanto de sus prácticas, y en todos esos años nunca había intentado interrumpirlas. Él mismo observaba los preceptos del islam de forma tibia, y no había puesto ninguna objeción a la hora de incluir en el contrato matrimonial la cláusula mediante la cual renunciaba expresamente al derecho de disfrutar de más de una esposa. Pero ahora sus opositores se servían de la maledicencia para tratar de minar su autoridad y su prestigio. Belasquita sabía que su esposo tenía razón: si se llegara a probar que el gobernador permitía a su esposa, y en su propia casa, prácticas propias de infieles, sus días como wali estarían acabados. De hecho temía que los árabes, partidarios de la autoridad de Qurtuba, de acuerdo con los alfaquíes y los ulemas, estuvieran tramando una denuncia por apostasía que depositara su autoridad en manos del qadi.
Belasquita era consciente de que actuaba mal volviendo al lugar en el que se hallaba, pero en la soledad de su vida cotidiana sentía aquello como una necesidad. Era para ella una liberación postrarse ante aquel altar y rezar, rogar a su Dios por sus seres queridos, pasar revista a sus actos y pedir perdón por sus pecados. Necesitaba experimentar de nuevo la sensación de plenitud y liberación con la que salía de aquel pequeño templo, y le resultaba incluso agradable sentir el entumecimiento de sus músculos en aquel reclinatorio, el dolor sordo en sus rodillas. Cuando miraba al frente y contemplaba en medio del silencio la imagen de aquel Cristo crucificado, el tiempo se detenía, mientras trataba de entender los misterios que aquel sacrificio implicaba, tal como se lo habían explicado durante la niñez.
Una serie de golpes fuertes en el exterior la sacó de su ensimismamiento y puso en alerta sus sentidos. Ignoraba el tiempo que llevaba allí, pero la escasa luz inicial había dado paso a la penumbra. Los golpes se reanudaron, y decidió cruzar la abertura en el muro para salir al patio de la casa. Nada más hacerlo, percibió un fuerte olor a madera quemada y, al alzar la vista, aún parcialmente cegada por la claridad, comprobó que una capa de humo gris velaba la luz del sol. Un incendio en los pajares quizás, a juzgar por el lejano rumor de gritos y sonidos confusos.
Se apresuró a través del zaguán y observó cómo Damián despedía a sus visitantes y tomaba una pesada traviesa para bloquear la entrada a la casa. Al volverse, sus ojos se encontraron con los de la mujer, y Belasquita percibió el terror en su mirada.
–Por Dios, Damián, ¿qué sucede?
El hombre no respondió inmediatamente, sino que fijó la mirada en el suelo.
–¡Habla, Damián! – gritó fuera de sí, al tiempo que sacudía a su anfitrión por los hombros-. ¿Le ha sucedido algo a Mutarrif?
El aludido alzó el rostro lentamente, y Belasquita vio en sus ojos amargura y compasión.
–Los hombres de Amrús han asaltado la fortaleza… por sorpresa. Al parecer contaban con numerosos apoyos dentro de la ciudad… Los han hecho prisioneros a todos, Belasquita.
–¿Qué quieres decir? – aulló la mujer, incapaz de asimilar lo que escuchaba.
–Tu esposo y tus hijos… acaban de darme la noticia. Han visto cómo los sacaban encadenados de la alcazaba… camino de las mazmorras.
Belasquita lo miró sin verlo, inmóvil, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. Pero al instante siguiente se había abalanzado sobre el portón y, frenética, trataba de liberar la pesada traviesa que lo aseguraba. Damián se le acercó por detrás y con firmeza la sujetó por los hombros para apartarla de allí.
–Mi pobre muchacha… lo que pretendes es inútil. Sólo conseguirías caer en sus manos, porque sin duda a ti también te buscan. – Hablaba con ternura, pero no aflojó la presión de sus manos.
Belasquita poco a poco cesó de oponer resistencia, giró su cuerpo y se dejó caer al suelo, sentada, presa de un llanto incontenible.
–Debes ocultarte aquí hasta que encontremos la manera de disponer tu huida, serás más útil a tus hijos y a tu esposo fuera de las mazmorras. Sin duda tu familia podrá reunir el rescate que ese Amrús pida a cambio de su libertad.
Un atisbo de esperanza asomó a los ojos de la mujer, que se puso en pie de inmediato.
–Debo salir de Uasqa enseguida, Damián.
–No será fácil, muchacha. La guardia ya estará advertida… Pero me ocuparé de que tu padre sea informado.
–Los hermanos de mi esposo, los Banu Qasi… ellos me ayudarán.
–Pensemos en todo ello -dijo con serenidad mientras, oprimiéndole ligeramente los hombros, la conducía de nuevo al interior de la casa.
Se encontraban a punto de entrar en el zaguán cuando oyeron un nuevo revuelo en el exterior, voces que impartían órdenes imperiosas, una confusión de cascos y relinchos de caballos. Damián se detuvo y aguzó el oído. Luego retrocedió sobre sus pasos y comenzó a organizar a los sirvientes.
–¡La mula! – musitó a uno de ellos, al tiempo que señalaba hacia las cuadras.
Se acercó al acompañante de Belasquita y lo tomó por el brazo.
–Entra en la casa. Eres mi criado y no has oído nada -susurró.
En ese momento, el portón exterior tembló bajo los golpes. Damián se dirigió a un tercer criado y se hizo entender con gestos: primero movió las manos arriba y abajo con las palmas abiertas, después cerró los puños y los separó despacio, para acabar señalando con la cabeza a Belasquita. El lacayo asintió una vez comprendido el mensaje: «Esperas y luego abres la puerta, mientras yo me ocupo de ella.»
Damián centró su atención en la mujer que aguardaba atemorizada para entrar en el edificio.
–Sígueme. Y no temas, no permitiré que en mi casa te suceda nada malo.
Los golpes amenazaban con tirar la puerta abajo.
–¡Ya va, ya va! – gritó el criado cuando retiraba la traviesa.
Se hizo atrás a tiempo de evitar que el portón lo golpeara cuando se abrió hacia dentro con violencia. El primero en acceder al recinto fue un joven oficial al que enseguida rodearon media docena de soldados fuertemente armados. Con una mirada barrió el lugar.
–Tenemos orden de registrar la casa -anunció en tono imperioso.
–¿Quiénes sois, y qué buscáis en casa de mi amo?
–¡Yo hago las preguntas, imbécil! – estalló-. ¿Dónde está él?
–Reza en el oratorio.
–Respóndeme rápido a lo que te voy a preguntar, y no se te ocurra mentirme porque lo pagarás caro: ¿está aquí Falisquita, la esposa del gobernador?
El criado compuso un gesto de extrañeza.
–No, señor -respondió con aplomo-. No me he movido de aquí en toda la tarde, y le aseguro que mi amo no ha recibido visitas.
El oficial reaccionó descargando un golpe seco en la boca del lacayo con su brazo derecho.
–¡Mientes, maldita sea! Ha sido vista cuando abandonaba la alcazaba, y se dirigía hacia esta zona de la ciudad. Sabemos que acudía a esta casa con frecuencia, a deshonrar a su esposo rezando a su dios…
–Hubo una época en que así fue, señor -concedió el criado con la boca ensangrentada-. Pero hace meses que sus visitas cesaron.
–¡Llévame hasta tu amo! Y vosotros, ¡registrad la casa palmo a palmo!
El sirviente cruzó el recinto y atravesó el zaguán de la casa seguido por el oficial, que escrutaba cada detalle que se ofrecía a sus ojos. Accedieron al patio central y se encaminaron hacia el hueco practicado en el muro. Con un gesto, el criado indicó el lugar donde se encontraba su amo, y el oficial agachó la cabeza para entrar.
–Algo muy grave debe de suceder cuando te atreves a interrumpir la oración de un hombre en su propia casa.
El recibimiento sorprendió al soldado, pero no lo amilanó.
–¿Dónde está la esposa del gobernador, sucio dimni?
Damián se levantó del reclinatorio que ocupaba ante el altar y se colocó frente al oficial.
–¿Cómo te atreves a entrar en la casa de Dios para ofenderlo así?
El golpe seco del puño sobre el estómago lo cogió por sorpresa y le hizo perder el equilibrio. Dio contra el suelo tras caer sobre el reclinatorio, que se hizo astillas.
El oficial contempló la imagen que presidía el altar.
–Así que es aquí donde adoráis a vuestro falso profeta… junto a la esposa de un wali musulmán. ¡Era hora de acabar con tal indignidad! Busco, maldito, a la mujer que ha estado induciendo a su marido para que degollara a los mejores de los nuestros, ¡a devotos musulmanes! Y era en este sitio donde tejíais vuestras intrigas…
–Nunca se ha utilizado la casa de Dios para tales desatinos.
–¡Calla, perro! ¡Responde a lo que te pregunto! Por última vez, ¿dónde escondes a esa mujer?
Damián se incorporó sujetándose el brazo, donde una astilla le había producido un profundo corte. La sangre manaba profusamente y goteaba sobre la vieja alfombra para confundirse con la lana.
–Desde la celebración de nuestra fiesta del nacimiento de Cristo, el pasado invierno, Belasquita no ha puesto los pies en este lugar -mintió.
Dos soldados irrumpieron en el templo, y uno de ellos movió la cabeza en señal de negación. Una mueca de contrariedad se dibujó en el rostro del oficial, que fijó su mirada en Damián.
–¡Detenedlo! – ordenó con voz grave-. Sabremos arrancarle la verdad y, si no, responderá por su felonía. ¡Ahora sacadlo de aquí!
Una vez a solas en la iglesia, el oficial regresó hacia el altar. Con varias patadas bruscas, retiró los fragmentos de madera que habían quedado esparcidos por el suelo y se agachó sobre la alfombra. La tomó de un extremo y con un solo movimiento la retiró hasta los escalones. Ante él apareció una recia plancha de madera provista de un aro de hierro a modo de asidero. Se colocó sobre ella y tiró hasta que la trampilla cedió y dejó al descubierto unas escaleras que se perdían en la oscuridad de un profundo subterráneo.
–¡Guardias! – llamó.