Capítulo 26
Fortún observaba cómo el pequeño Muhammad contemplaba con asombro la muchedumbre de nuevo congregada, a pesar de que su madre había tratado de impedir que estuviera presente. Abd Allah se había mostrado intransigente ante Badr cuando éste le hizo llegar la solicitud de Onneca, y su respuesta había resultado tajante: su hijo mayor debía asistir y aparecer ante la multitud, al igual que lo hacían los príncipes y el propio emir, con la intención de mostrar al pueblo la entereza de sus gobernantes y la inamovible decisión de conservar su autoridad.
Padre e hija albergaban aún la esperanza de escuchar una sentencia distinta a la que todos los allí congregados esperaban, los reos juzgados iban a ser muchos, y no todos serían condenados a la pena capital.
Un revuelo en la zona más próxima al palacio devino en un nuevo griterío cuando aparecieron varios guardias a caballo abriendo paso a la comitiva que transportaba a los prisioneros desde las cercanas mazmorras. En dos carros, encadenados y decalvados, se amontonaban al menos una treintena de hombres de aspecto diverso. Aún no habían atravesado la puerta de la ciudad, por lo que no eran visibles desde el exterior, pero también en aquella plazuela se congregaba una pequeña multitud, que no podría ver de cerca las ejecuciones, pero que a cambio escucharía las sentencias de primera mano.
El qadi principal de la ciudad se puso en pie para dar inicio a la lectura de los cargos presentados contra cada uno de los acusados. Su presencia allí, aunque fuera en calidad de secretario judicial, significaba el apoyo que el principal responsable de la justicia cordobesa prestaba a las sentencias que el emir había pronunciado y que estaban a punto de hacerse públicas. El simple gesto de alzarse junto al soberano bastó para imponer silencio sobre la multitud.
Uno a uno, el alto funcionario citaba el nombre de los acusados, su procedencia, la relación de sus delitos y, por fin, era leída la sentencia, acompañada en cada caso por los gritos de asentimiento o de rechazo del gentío. Las primeras condenas a muerte provocaron tal explosión de júbilo que el juez se vio obligado a interrumpir su tarea.
Fortún no consideró un buen presagio el hecho de que sus parientes quedaran relegados al último lugar. Ya se habían dictado cinco sentencias capitales, la amputación de la mano derecha para dos acusados del robo en una mezquita y varias penas que ordenaban el paseo infamante y los azotes en público.
Vio que Onneca, inconscientemente, trataba de proteger a su hijo de aquel espectáculo impropio de niños de su edad tomándolo por los brazos y apretándolo contra su cuerpo. Se estaba dando lectura al nombre de Mutarrif, y de nuevo se había hecho el silencio para escuchar los cargos.
–Mutarrif ibn Musa, de la estirpe de los Banu Qasi… se te acusa de sedición y levantamiento contra el Estado. En nombre del emir te condenamos… a morir junto a tus hijos mediante crucifixión. Vuestros cuerpos permanecerán expuestos para ejemplo de quienes, como vosotros, estén dispuestos a desafiar la autoridad de nuestro soberano y el mandato de Allah.
Las últimas palabras quedaron ahogadas por el rugido de la multitud. Fortún observó el rostro demudado de su hija y se lanzó hacia ella justo a tiempo de evitar su caída. Abd Allah observaba la escena con gesto inmutable, y sólo reaccionó para ordenar a uno de los sirvientes que llevara junto a él al pequeño Muhammad, quien, asustado al ver a su madre desmayada, retrocedía tratando de alejarse.
Fortún alzó los ojos arrasados para encontrarse con la mirada fría y la expresión impasible de Abd Allah. De repente fue consciente de su situación, sintió la necesidad de sostenerle la mirada, de mostrar la dignidad a la que estaba obligado como heredero del reino de Pampilona, una dignidad que las sentencias de muerte que acababan de escuchar también pretendían doblegar. Se puso en pie, rígido, con los brazos laxos a los costados, sin apartar la vista de aquellos ojos claros en los que ahora veía una determinación y una crueldad infinitas, y en aquel instante descubrió la clase de hombre que había desposado a su hija. Allí, alzado ante él, se sintió capaz de odiar con una intensidad tal que lo llevaba hasta la náusea. Vio cómo Abd Allah iba mudando el semblante imperceptiblemente a medida que captaba aquel odio inmenso que transmitía con su actitud, y cómo, con una sonrisa indescifrable, desviaba su atención hacia el qadi.
Onneca recobró la consciencia cuando uno de los sirvientes le humedeció el rostro con un pañuelo de seda empapado en agua fresca. Aunque Fortún trató de que permaneciera recostada, ella pugnó por incorporarse. La guardia a caballo se abría paso a través de la Bab al Qantara, y la carreta que trasladaba a los nueve reos de muerte emprendió su camino hacia el patíbulo, mientras el resto era conducido de nuevo hacia el alcázar. La muchedumbre pugnaba por mantener sus posiciones y únicamente se apartaba a golpe de fusta; los gritos de protesta se mezclaban con los insultos a los condenados, y el trayecto se convirtió en un inmenso caos que sólo terminó cuando el carro se detuvo junto al cadalso. Los guardias hicieron descender a los reos para disponerlos a los pies de la estructura.
Entonces un murmullo creciente comenzó a extenderse a lo largo del Rasif, y todos los asistentes volvieron sus cabezas en la misma dirección: sobre el pretil del puente se había alzado una mujer que profería agudos gritos al tiempo que se rasgaba la túnica con saña. En el alcázar, también el emir y el resto de los ocupantes de la azotea podían verla, aunque entre el vocerío resultada imposible discernir el significado de sus palabras.
Fortún había quedado paralizado. No, no era posible, sus sentidos debían de estar engañándole. Se llevó la mano a la frente a modo de parasol y trató de escrutar el rostro de la mujer desde la distancia. Las voces de la multitud comenzaban a acallarse, y logró distinguir alguna de las palabras: hablaba de sus hijos… decía que eran inocentes… Y ya no le cupo ninguna duda.
–¡Belasquita! – gritó entonces Onneca.
Giró sobre sus talones y se lanzó en una carrera frenética hacia la escalinata que conducía al interior del palacio. Descendió hasta la planta inferior a toda la velocidad que le permitían sus ropas y su calzado, y atravesó la puerta que se abría ante la mezquita, para encontrarse a la multitud que aún pugnaba por ganar la salida hacia el río.
–¡Cuatro de vosotros! ¡Acompañadme, rápido!
Resultaba penoso abrirse paso entre la gente, pero a la vista de las espadas de aquellos imponentes soldados de la guardia, los huecos se iban abriendo entre protestas airadas. Atravesaron la puerta por fin, y vieron a la mujer aún encaramada al pretil, tratando de llamar la atención del emir y sus acompañantes. En aquel instante, dos guardias llegaron hasta ella, tiraron de sus ropas sin ninguna contemplación y la hicieron caer de bruces contra el suelo. Onneca alcanzó el lugar a duras penas, y los guardias apartaron a empujones al círculo de curiosos, para proporcionar espacio y seguridad a la primera esposa del príncipe.
–¡Belasquita! ¿Eres tú?
Al oír su nombre, la mujer se incorporó sorprendida. El polvo pegado al sudor y las lágrimas hacía su rostro casi irreconocible.
–¡Soy yo, la hija de tu hermano!
Belasquita permaneció inmóvil, con la mirada fija en el rostro de aquella mujer.
–¿O… Onneca? – titubeó.
La joven sonrió con ternura, luego se alzó y habló para todos.
–¡No tenemos tiempo que perder! ¡Abrid paso hasta el alcázar!
El proceso de las ejecuciones seguía adelante, y los reos, ajenos a cuanto ocurría, cargaban con pesadas traviesas de madera que dos soldados ataban fuertemente a sus brazos abiertos en cruz. Entretanto, en el interior del palacio, Belasquita era arrastrada escaleras arriba por su sobrina. Alcanzaron la azotea sin aliento, y Onneca trató de atusarse las vestiduras antes de presentarse a su esposo. Ya no le importaba lo que sucediera con ella, en un momento como aquél el protocolo de la corte no iba a interponerse en su camino.
Conforme avanzaba, un pasillo se fue abriendo, y Abd Allah, apesadumbrado, trató de dirigirse hacia ella para evitar que se acercara al emir.
–Debéis escuchar a esta mujer. Esos hombres no han tenido oportunidad de defensa, merece al menos que quien los ha juzgado escuche su alegato. No es la primera vez que un reo condenado recibe el indulto.
Abd Allah se aproximó a Onneca y quedó parado ante ella. Un instante después, su mano había descargado una sonora bofetada sobre el rostro de su esposa. Estaba en su derecho, como esposo deshonrado por la actitud de su mujer.
–¡Regresa a tus aposentos y no me ofendas más!
–¡Abd Allah! – llamó el emir a su espalda-. Permite que esa mujer se acerque a mí.
Belasquita, en un estado lamentable, no esperó a que se le franqueara el paso, sino que avanzó con decisión y cayó arrodillada y en actitud suplicante ante el soberano.
–¡Tened piedad de mí! – exclamó con una voz aguda y distorsionada por el llanto.
–Según me dice mi chambelán, eres la esposa de Mutarrif ibn Musa… e hija del rey García -dijo sin poder evitar un gesto de disgusto ante su aspecto-. No sé qué pruebas podrás aportar que pongan en cuestión mi sentencia, pero no dejaré que mis enemigos me acusen de impartir justicia sin escuchar la defensa de los reos.
Los condenados comenzaban a ser izados hasta lo alto de los postes ante la expectación y el regocijo de la muchedumbre. De vez en cuando, se oían sonoras imprecaciones e insultos que se imponían sobre el bullicio general, lo que impedía oír los gritos de algunos de los reos, que inútilmente imploraban la piedad de sus ejecutores.
Belasquita sabía que no disponía de más tiempo, tenía que ser capaz de condensar todos los argumentos que había madurado durante las últimas semanas en unas pocas palabras. Todavía de rodillas, comenzó a hablar sobreponiéndose al ahogo que sentía en el pecho y rogó al soberano por la vida de su esposo, y sobre todo por sus tres hijos, inocentes por su juventud. Extrañamente lúcida, recordó al emir el papel que la familia de su esposo había desempeñado en la defensa del emirato, cómo Mutarrif había aceptado el gobierno que le ofrecían los habitantes de Uasqa. Los argumentos acudían a su mente y los iba desgranando con la vehemencia que da la desesperación.
Onneca asentía con la cabeza ante cada uno de sus razonamientos, asombrada al ver cómo aquella mujer, que unos momentos antes había sucumbido a la impotencia, apuraba ahora sus fuerzas para defender la vida de los suyos. No perdía tampoco detalle de la reacción del emir, del gesto de su propio esposo, de la actitud del qadi, en busca de una señal de compasión, de un cruce de miradas entre quienes podían tomar la decisión por la que clamaba aquella mujer. Pero en sus rostros sólo vio hastío e indiferencia. Las palabras de Belasquita se agotaban, imploraba con la mirada, y sin embargo el emir, alzando la cabeza, parecía más interesado en lo que sucedía frente al río.
Los nueve reos pendían ya de los maderos, y los primeros comenzaban a sufrir la tortura que suponía la falta de aire en los pulmones. Con movimientos espasmódicos, trataban de alzar sus cuerpos sólo con la fuerza de sus brazos en cruz, para conseguir únicamente recibir un soplo que les permitiera permanecer con vida un instante más, mientras su sufrimiento era jaleado por la multitud, que definitivamente se había agolpado en el exterior de las murallas, en el puente e incluso en la orilla opuesta del Uadi al Kabir.
Belasquita, terminado su discurso, giró la cabeza hacia el río, y un sonido gutural brotó de lo más profundo de su garganta. Ése fue el momento que el emir aprovechó para hacer un gesto a su guardia, y pronunció lacónicamente la decisión que seguramente en ningún momento había pensado cambiar.
–La sentencia debe cumplirse, ¡que prosigan las ejecuciones! – ordenó.
Los soldados sujetaron por los brazos a Belasquita, que con el terror dibujado en sus ojos, se debatió lanzando gritos de desesperación.
El zalmedina alzó su espada sobre la cabeza mientras los tambores reforzaban sus redobles, y en ese momento varios soldados se dispusieron ante los reos sujetando con fuerza sus lanzas. Cuando descendió la espada, los verdugos dieron un paso al frente y el filo de sus picas se introdujo bajo las costillas de los infortunados en dirección al corazón. Repitieron el movimiento varias veces en medio de los gritos de la multitud, enloquecida hasta el paroxismo a la vista del río de sangre que empapaba ya la tarima del cadalso, hasta que comprobaron que todos los ajusticiados pendían exánimes de los maderos.
Belasquita era conducida fuera de aquella azotea ante la mirada del príncipe Abd Allah y el resto de los congregados. Con las últimas fuerzas que le restaban, fruto de la desesperación, tiró con rabia de su brazo derecho y consiguió deshacerse del abrazo del soldado que la custodiaba. Con un rápido movimiento que apenas nadie pudo apreciar, asió la daga que colgaba del cinto del guardia y la alzó sobre su cabeza. Abd Allah dio un paso atrás tratando de protegerse con el brazo izquierdo, mientras asía su propia espada con el derecho. Entonces Belasquita descargó el golpe, sus ojos se abrieron de par en par y cayó sin vida con el corazón atravesado.