Capítulo 96
Saraqusta
Sahra aún respiraba fatigosamente cuando tiró de la cálida manta que yacía a los pies del lecho. El sudor cubría la piel de ambos, y el frío del atardecer le hizo vencer aquel agradable sopor para cubrir sus cuerpos desnudos. Tumbados bajo las pieles, se miraban a los ojos, mientras Sahra acariciaba con suavidad la barba que ella misma había recortado.
–Nos tenemos el uno al otro, Muhammad. Y tenemos a nuestros hijos. ¿Por qué empeñarnos en seguir con esto? Pronto se cumplirá un año desde el inicio del asedio…
Muhammad se limitó a esbozar una leve sonrisa y le apartó el cabello de los ojos almendrados.
–Podría dibujar cada rasgo, cada pliegue de tu rostro -dijo mientras le deslizaba la yema del índice por las comisuras de los labios-. Se hace más bello cada día que pasa…
Sahra sonrió también.
–¿Por qué nunca respondes cuando te hablo de…?
Muhammad le colocó el dedo sobre los labios y la obligó a guardar silencio. Una vez conseguido su propósito, lo deslizó por la barbilla, el cuello, y llegó al inicio de sus pechos. Rozó con suavidad su piel, hasta que volvió a sentir que su esposa se estremecía bajo su mano.
–Mañana habremos de tomar una decisión -susurró-. Pero hoy no deseo pensar en ello. Tan sólo quiero sentirte aquí, cerca de mí.
Sahra, una vez más, se dio por vencida. Sabía lo que aquella respuesta significaba, y no insistió. Simplemente cerró los ojos y se abandonó a las caricias de Muhammad.
Durante el último año, el asedio se había convertido en una obsesión para él. La frecuente visión de Al Anqar en lo alto de la muralla soliviantaba su ánimo, y comprobar que el bloqueo total de los accesos no había logrado quebrar su resistencia sólo le había impulsado a continuar. Un sólido muro de piedra, arena, cal y adobe rodeaba la plaza, y ninguna mercancía había conseguido franquearlo. Desde el principio, se había producido un goteo constante de deserciones que Muhammad había consentido, e incluso alentado. En las primeras semanas, se trataba de comerciantes que habían visto interrumpidos sus negocios y deseaban instalarse en otro lugar para retomar sus actividades. A ellos se habían sumado muchos campesinos cuyas tierras habían quedado aisladas por el cerco, por lo que no disponían de medios de subsistencia dentro de la ciudad.
Por el testimonio de quienes la abandonaban, supo que la visión del muro en torno a la ciudad había convencido a Al Anqar de que aquélla sería una dura prueba de resistencia, en la que obtendría la victoria quien fuera capaz de soportar por más tiempo la situación. El tuchibí había implantado una estricta economía de subsistencia: mediante un registro exhaustivo de cada vivienda, se habían requisado cuantas mercancías de primera necesidad pudieran ser útiles. Las reservas de grano se habían puesto a buen recaudo y se hallaban sometidas a vigilancia permanente, y se había roturado cualquier trozo de tierra disponible. También expropiaron el ganado, y los rebaños de vacas, ovejas y cabras pastaban en las escasas zonas provistas de vegetación bajo la atenta mirada de los soldados. Muchos de ellos arriesgaban sus vidas al acercarse a la orilla del río, bajo la muralla, en busca de hierba para alimentarlos. Las gallinas y los conejos se habían convertido en bienes altamente cotizados, y las palomas, ánsares y garzas que se aventuraban sobre la ciudad tardaban poco en ser abatidos por las flechas certeras que parecían estar esperando permanentemente para ser disparadas. Y la pesca. En las primeras semanas cayeron decenas de pescadores que se arriesgaban a botar sus barcas en la orilla más próxima a la ciudad, víctimas de la lluvia de proyectiles procedente de la ribera opuesta. Con el tiempo, sólo en las noches sin luna podían lanzar sus redes, pero a medida que la necesidad de buscar alimentos se hacía más y más imperiosa, crecía la osadía, y no tardaron en aparecer grupos de hombres que lanzaban sus barcas al agua a plena luz del día, parapetados bajo enormes planchas de madera a modo de escudos. Su regreso a la seguridad de la muralla exhibiendo las piezas capturadas era recibido con grandes muestras de alborozo desde el adarve, sobre el que se reunían auténticas multitudes para observar el espectáculo, aun a riesgo de verse ensartadas por alguno de los dardos que de tanto en tanto alcanzaban la ciudad a pesar de la distancia.
Sin embargo, pronto fue evidente que el hambre empezaba a hacer mella entre los sitiados, y el estado de quienes abandonaban furtivamente la ciudad había empeorado progresivamente. El agua, aunque no faltaba dentro de la ciudad, debía limitarse a la alimentación y al riego de los cultivos, por lo que los baños fueron clausurados y la higiene se convirtió en un lujo prescindible. No habían tardado en brotar las enfermedades, que durante el verano diezmaron a la población. El suelo era un bien demasiado preciado para enterrar a los muertos, y la madera, demasiado escasa para quemarlos, de modo que el río se convirtió de nuevo en la solución. Entre las sombras del atardecer se veía a los habitantes de Saraqusta portando los bultos de sus familiares muertos hasta la orilla, para lanzarlos al agua con un último impulso. Sin embargo, también esta práctica había terminado por ser prohibida: algunos cadáveres quedaban prendidos entre las aneas y los juncos de la orilla, y amenazaban con corromper el agua del único lugar donde los pescadores podían echar sus redes. Hacía ya meses que los cuerpos simplemente se arrojaban por encima de la muralla oriental, en un lugar próximo a la desembocadura del Uadi Uarba, con lo que la creciente montaña de despojos humanos constituía un verdadero botín disputado por carroñeros de todo tipo.
Al comienzo del invierno, el éxodo se había acentuado. Centenares de madres con sus pequeños abandonaron aquella ciudad donde no habría con qué calentarse en las jornadas heladoras que estaban por llegar. Dejaban tras de sí al padre y al esposo, y también a los hijos con edad suficiente para empuñar un arma. Eran bocas que no habría que alimentar, y por ello Al Anqar no había puesto impedimento a su marcha. Las casas que quedaban deshabitadas se derruían inmediatamente: la madera se utilizaba como leña; los adobes, para reforzar otras construcciones, y el solar, para ampliar la zona de cultivo. Cuando lo más duro del invierno se les echó encima, apenas quedaban mujeres y niños en el interior de las murallas. Tampoco faltaron hombres que aprovecharon la oscuridad de la noche para descolgarse desde lo alto de los adarves, con la intención de reunirse con sus familias y empezar una nueva vida alejados de aquel infierno.
También entre las tropas de asedio las cosas habían cambiado en aquel último año. De la frenética actividad durante la construcción del muro se había pasado a una situación de absoluta inactividad, por lo que, a principios del verano, Muhammad había iniciado la rotación de efectivos. Muchos de los hombres habían regresado a sus lugares de origen, junto a sus familias, para atender sus haciendas, sus cosechas y sus ganados, y nuevos contingentes los habían sustituido con el objeto de asegurar la presencia permanente de un número suficiente de hombres en los campamentos que rodeaban la ciudad.
Muhammad, Lubb, Mijail y el resto de los oficiales sabían de los inconvenientes originados por la inacción de las tropas inmovilizadas, por lo que habían organizado además los trabajos que aseguraran el abastecimiento y las condiciones de vida dentro del campamento. Se habían realizado mejoras en toda la infraestructura de la mahalla, en el abastecimiento de agua, en las letrinas, los molinos y los hornos, en la propia empalizada, y muchos de los artesanos que habían colaborado en la construcción del muro se dedicaban ahora a levantar pequeñas edificaciones de adobe y madera que sustituían gradualmente a las tiendas. Se sembraron los campos más próximos a la ciudad, se atendió el ganado y se organizaron partidas de caza en los montes cercanos, todo ello sin descuidar el necesario entrenamiento militar.
Un año después, el campamento se había convertido en una ciudad improvisada que coexistía con la sitiada Saraqusta. Todo parecía haber alcanzado un estado de equilibrio: la mahalla y la madina se observaban con recelo, pero no parecía que nada fuera a alterar aquella situación a la que todos empezaban a acostumbrarse.
Muhammad era consciente de que un cerco como aquél no podría mantenerse indefinidamente. La lejanía de las familias y el abandono de los hogares pesaban como losas sobre sus hombres, y no eran muchos los que estaban dispuestos a sustituir a sus esposas en el calor del lecho familiar por una de las muchas mujeres que se habían instalado con sus tiendas en los alrededores del campamento. Por ello, dos días antes Muhammad había reunido a sus oficiales más cercanos con el objeto de plantear la posibilidad de un ataque contra las murallas de Saraqusta con todas las tropas disponibles. Pero conocía bien la fortaleza de aquellas murallas, él mismo las había defendido con éxito frente al ejército cordobés. Habrían de emplear todos sus recursos, construir costosas torres de asedio y asumir el precio en vidas que conllevaría el asalto. Por todo ello, de aquella reunión en la tienda del mando no había salido sino la decisión de convocar al Consejo para trasladar la discusión a los jefes de las ciudades bajo el control de los Banu Qasi.
Muhammad abandonó el lecho que compartía con Sahra y, antes de prender el fuego que había de caldear la estancia en aquel frío amanecer, se vistió con los calzones y la qamís de lana y se cubrió con la recia túnica de invierno. Con el candil de aceite, prendió un puñado de aulagas secas, y pronto una llama reconfortante le calentó el rostro. Permaneció allí, en cuclillas y con las manos al fuego, absorto en la propuesta que habría de hacer esa misma mañana, cuando se reunieran todos los convocados que el día anterior habían comenzado a llegar al campamento. Su mirada se posó en un estante donde reposaba un buen trozo de pan y sintió un calambre en el estómago. Se acercó, partió un pedazo con los dedos y volvió al fuego con un recipiente repleto de aceitunas. Comió con apetito mientras los primeros rayos del sol iluminaban la estancia, arrojó al fuego los huesos y después salió al exterior. El sol se alzaba ante él, colocando en un espectacular contraluz los alminares de Saraqusta, las únicas construcciones aparte de algunas torres de la alcazaba que sobresalían por encima de la muralla. Ni un solo día habían dejado de sonar las llamadas a la oración desde aquellos minaretes. El de la mezquita mayor destacaba especialmente, con las esferas del yamur lanzando sus destellos dorados en la distancia, y al dirigir la vista hacia la media luna que lo coronaba, Muhammad sintió un estremecimiento, y comprendió que deseaba con toda su alma pisar de nuevo aquel alminar desde el que había divisado la ciudad que en un momento fue suya.
Dirigió la vista hacia la tienda que Lubb compartía con Mijail desde el traslado de Sahra al campamento, y comprobó que ambos estaban ya en pie, conversando ante la entrada. Era poco probable que se lo confesase algún día, pero secretamente estaba orgulloso de aquel hijo que tanto se parecía a él. Contempló su figura recortada contra la lona de la haymah, y por un instante anheló poder regresar al momento en que él mismo disfrutaba de aquel llamativo porte, el de un hombre que con sólo veinte años imponía con su mera presencia a cuantos convivían con él. Su rostro, que sólo en parte había heredado los marcados rasgos de la familia, estaba suavizado por nuevos trazos en los que se adivinaba la serena belleza de Sahra. Aunque no era el atractivo físico del muchacho lo que más llamaba la atención en él, sino su carácter decidido a la vez que afable, que le procuraba el aprecio de los hombres que algún día estaba llamado a dirigir. Despertaba admiración entre sus propios compañeros de armas, pero lo que por un momento hizo sonreír a Muhammad fue recordar los suspiros de las muchachas cuando se cruzaban con él. Lubb era consciente de todo ello, y no se podía decir que no lo aprovechara, a juzgar por las quejas de Mijail, que noche tras noche se veía obligado a abandonar la tienda que compartían para dejar al muchacho dar rienda suelta a su fogosidad con alguna de sus numerosas «prometidas». Muhammad decidió tratar este tema con él a la primera ocasión, antes de que se produjera algún incidente serio con algún padre agraviado, pero ahora debía centrarse en asuntos más trascendentales. Se acercó hacia ellos, y juntos se dirigieron a la gran haymah, levantada en una de las eras que el verano anterior habían sido utilizadas para trillar el grano, con la intención de comprobar que todo se hallara ya dispuesto y en orden. Después, cada uno se dedicó a las tareas pendientes hasta el momento de regresar al lugar donde debía reunirse el Consejo.
Allí aguardaban ya algunos viejos conocidos: el anciano 'amil de Qala't al Hajar conversaba con los de Al Burj, Nasira y Tarasuna. Había otro grupo formado por los jefes de Ulit, Balterra, Al Faru y Kabbarusho, junto al recién nombrado en Tutila después de que Lubb y Muhammad se instalaran en aquel campamento.
Mientras los demás visitaban el campamento, saludaron a quienes no habían tenido ocasión de recibir la tarde anterior, y Muhammad repasó mentalmente las ausencias: parecían faltar el 'amil de Siya y también el de Kara.
–Agradezco la rapidez de vuestra respuesta -empezó, abarcando a todos con el gesto-. Habréis de disculpar la falta de comodidades, pero las circunstancias nos obligan a la mayor sobriedad -se excusó.
A la espera de la llegada de los últimos convocados, Muhammad inició la reunión exponiendo la situación del asedio. Sólo después, con todos ya presentes, planteó la posibilidad del ataque y, como suponía, hubo división de pareceres. Los caudillos locales se confesaban preocupados por la movilización prolongada de sus hombres, que impedía el correcto funcionamiento de las respectivas ciudades. Una menor producción se traducía en un descenso en la recaudación de impuestos, a lo que había que sumar el pago periódico de las soldadas a los llamados a filas. En otras circunstancias, la leva de hombres se realizaba con vista a campañas más o menos breves, en las que la captura de botín y de rehenes garantizaba el retorno a las arcas del oro suficiente para compensar el esfuerzo. Nadie dejó de manifestar en esta ocasión su temor, pues si la situación se alargaba en exceso las arcas que hasta ahora habían sufragado el gasto acabarían por vaciarse.
Por otra parte, tampoco el ataque a sangre y fuego era una posibilidad bien recibida, pero sólo los más ancianos se mostraron decididamente contrarios. Uno de ellos, el 'amil de Qala't al Hajar, expresó en voz alta lo que hasta ese momento nadie se había atrevido a plantear: el abandono del asedio a Saraqusta para regresar a la tranquilidad de sus dominios, lo bastante amplios ya como para perder vidas y recursos en el empeño de dominar también la capital.
Tras escuchar de boca del anciano aquellas palabras, Muhammad sintió sobre él el peso de todas las miradas.
–¿Alguien más opina como él? – preguntó con la vista clavada en el suelo.
Por un momento, un espeso silencio se extendió en el interior de la haymah, hasta que fue interrumpido no por uno de los presentes, sino por el ruido agitado de los cascos de varias monturas al otro lado de las lonas, el relincho de los caballos al ser frenados bruscamente y, al fin, por voces agitadas y pasos apresurados. En un instante, el rostro sofocado del 'amil de Siya apareció entre las cortinas de la entrada.
–¡Oídme todos! – exclamó por todo saludo-. ¡El rey Fortún de Banbaluna ataca nuestras fortalezas en la frontera!
El desconcierto se adueñó de los reunidos, y un auténtico vocerío se alzó bajo las lonas de la tienda.
–¿Ese pusilánime que tengo por primo nos ataca? – fue lo primero que se le ocurrió responder a Muhammad.
–Puedes apostar tu mano derecha -confirmó el 'amil-. Como su padre hace años, cayó sobre Baskunsa y las fortalezas que la rodean, pero esta vez ha emprendido camino hacia el oriente, por la Valdonsella, y ya ha superado las montañas que lo separaban de los llanos de Siya.
–¿Se ha vuelto loco? – intervino el 'amil de Tutila-. ¿Acaso cree que algo así puede quedar sin respuesta?
El rostro de Muhammad se contrajo en una mueca de preocupación y contrariedad.
–Me temo que no, no se ha vuelto loco -contestó a la vez que negaba con la cabeza-. Sólo actúa empujado por otros.
–¿Qué quieres decir? – preguntó Lubb.
–Alfuns.
–¿El rey Alfuns?
Muhammad asintió pensativo. Todas las miradas seguían puestas en él.
–Como sabéis, los leoneses siguen aprovechando las luchas internas del emirato para repoblar su reino y la tierra de nadie. Los colonos descienden del norte atraídos por la promesa de recibir la propiedad de la tierra, y los mozárabes descontentos que no están dispuestos a enfrentarse al emir huyen de Al Andalus y suben desde el sur para unirse a ellos. Los cristianos avanzan hacia el Uadi Duwiro, se fortifican ciudades y se inunda de castillos la zona fronteriza.
–Estamos al tanto, hace años que sigue esa política… pero ¿qué relación tiene esto con Fortún? – preguntó de nuevo el joven 'amil de Tutila.
–Alfuns sabe que no puede seguir avanzando hacia el Uadi Tadjo dejando musulmanes a su espalda. Sin duda está forzando a los pamploneses a secundar su estrategia.
–¿Avanzar hacia el sur? ¡Pero se adentra de lleno en el territorio de los Banu Qasi! – exclamó Lubb.
–Ignoro los motivos que le llevan a aceptar los dictados de los leoneses. Quizá los lazos familiares que Alfuns se ha encargado de trabar, quizá la presión de los obispos de Banbaluna, que basan su confianza en la ayuda que su Dios les ha de prestar en la lucha contra quienes consideran infieles.
–Tal vez ha pensado que el cerco de Saraqusta nos impedirá responder a su ataque -aventuró el 'amil de Siya, algo más calmado.
–¿Es el propio Fortún quien encabeza las tropas de Banbaluna?
–Es la cabeza visible, pero el ejército lo dirigen su hermano Sancho y su yerno, Aznar Sánchez, sin duda más curtidos que él en el arte de la guerra.
–¿De qué cantidad de efectivos estamos hablando? – inquirió Lubb.
–No es fácil saberlo, no hemos entrado en contacto con ellos, y tan sólo tenemos las noticias que nos han traído los huidos, pero se trata de un ejército poderoso.
–¿Cuatro, cinco mil?
El 'amil asintió.
–Quizá más…
–Está bien -atajó Muhammad-. Demos gracias a Allah por querer que la noticia del ataque nos sorprenda aquí reunidos. Eso agilizará nuestra respuesta.
Se situó en el centro del grupo y comenzó a caminar con las manos a la espalda mientras desgranaba las siguientes medidas que debían tomar.
–Esta misma mañana regresaréis a vuestras ciudades para proceder a la movilización de todos los efectivos disponibles -empezó-. No hay tiempo que perder: en cuatro días debemos tener a todos nuestros hombres concentrados en los alrededores de Siya.
–¿Cuatro días? – replicó el 'amil-. Puede ser demasiado tarde…
–Tú y yo partiremos hacia allí de inmediato con el mayor contingente que podamos detraer de las tropas que mantienen el cerco. Serán suficientes para contener a Fortún si es que decide aventurarse tan al sur, hasta la llegada del resto.
Mientras hablaba, se había acercado al 'amil de Nayara.
–Nayara y Baqira son las dos ciudades más alejadas de Siya, y no podríais acudir allí a tiempo, de forma que regresaréis aquí con vuestros hombres para reforzar el asedio… que quedará en manos de Lubb.
El muchacho miró a su padre sorprendido, y un gesto de agradecimiento asomó a su cara por aquella inesperada responsabilidad.
–¡Adelante! Cada uno sabe cuál es su cometido. Hoy es domingo, de manera que el próximo jueves nos veremos de nuevo en Siya.