Capítulo 89

Saraqusta

Desde el primer momento, Muhammad ibn Lubb supo que la empresa no resultaría sencilla. Había recurrido a su capacidad de convocatoria para reunir un auténtico ejército con tropas procedentes de toda la Marca, desde las montañas de poniente hasta las llanuras que rodeaban la madinat Larida y, al comienzo de la primavera, las había concentrado en torno a las murallas de Saraqusta. Sin embargo, no eran las espadas, las picas, las corazas y los escudos la única impedimenta con la que cargaban aquellos hombres. Amontonados en mulas y carretas, arrastraban palas, picos, mazas, cribas, cubos y capazos, estacas y plomadas, cabestrantes, y toda clase de utensilios propios del oficio de al banna.

Había delegado la responsabilidad de las operaciones militares en Mijail, el nuevo jefe de su ejército, y en Lubb, que no se separaba de él. Ambos se encargaban del acomodo de las tropas, de la intendencia y de la planificación del asedio que se disponían a emprender. La primera tarea había consistido en ubicar el emplazamiento de la mahalla, y no había lugar para el error en un campamento destinado a alojar a miles de hombres durante un tiempo que se preveía prolongado. Todos estuvieron de acuerdo en la idoneidad de una amplia vaguada por la que discurría el Uadi Uarba. Presentaba una ligera inclinación hacia el río, lo que evitaría el encharcamiento en caso de lluvias, y los árboles de la ribera resultarían útiles para protegerles del sol inclemente que pronto comenzaría a abrasar los descampados. En los primeros días, se trazó el contorno sobre el que habría de alzarse la empalizada, se fijaron los ejes destinados a señalar las vías interiores y se delimitaron con cuerdas y estacas las zonas donde cada unidad podía instalar sus tiendas.

La propia planificación del asedio trajo serios quebraderos de cabeza. Saraqusta seguía el trazado de la vieja ciudad romana, levantada junto al Uadi Ibru mil años atrás, según gustaban de contar los estudiosos. Sus dos ejes transversales marcaban las cuatro puertas de acceso que horadaban la soberbia e inexpugnable muralla. El muro septentrional y el cauce del río estaban separados por una estrecha franja de terreno, no más de cien codos que impedían el acceso hasta el puente a quien no quisiera caer ensartado por los proyectiles que los defensores lanzaban desde lo alto. Eso obligaba a Mijail a cruzar el cauce si quería bloquear el acceso a ese mismo puente desde la margen izquierda, y en ello invirtió todos sus esfuerzos. Durante los diez días siguientes, trabajaron en la construcción del pontón que habría de transportar a hombres y animales hasta la orilla opuesta. Los cordeleros y estereros se ocuparon del trenzado de una soga inmensa, para lo que emplearon enormes cantidades del cáñamo que crecía abundante en los alrededores, con el objeto de ofrecer sujeción a la barcaza y evitar así que fuera arrastrada por la corriente. Los najjarín, entretanto, empezaron a levantar dos sólidas estructuras de madera en ambas orillas, que habrían de actuar como anclaje de aquella maroma, amén de soportar su peso y la fuerza de la barca arrastrada por la corriente. Se requirieron decenas de brazos para halar el cabo y sujetarlo en la orilla opuesta, pero cuando la operación concluyó al fin fue posible trasladar a los centenares de hombres que habrían de encargarse de cerrar y mantener el cerco en el extremo opuesto del puente, sin temor a un aislamiento en la margen izquierda que podría resultar fatal.

Durante esos días, pudo verse a Muhammad en compañía de Ibrahim, su 'arif al banna, el maestro de obras más reputado en el territorio de la Marca. Recorrieron sin descanso el perímetro de la ciudad, en ocasiones en solitario y en animada conversación, a veces acompañados por el muhandis, que con minuciosidad tomaba nota de distancias y cotas. Mandaron hacer catas para determinar la naturaleza del terreno e hicieron desbrozar las zonas cubiertas de ulagas, romeros y retamas. Antes de que la barcaza hubiera completado su primer viaje a través del río, una fila de estacas señalaba ya la futura trayectoria del muro de argamasa con el que Muhammad tenía intención de rodear la ciudad.

La actividad se volvió frenética. Centenares de peones haffarín se afanaban en excavar la zanja destinada a albergar los cimientos de la nueva muralla, que habría de prolongarse más de una milla. Todas las carretas disponibles se utilizaron para el trasiego de piedra desde las canteras más cercanas, las mulas regresaban del río con los serones repletos de arena, y los jayyarín se apresuraron a levantar los primeros hornos de cal, donde habrían de ser quemados los montones de piedra caliza, que parecían crecer por momentos. Los najjarín, una vez finalizada la estructura de sujeción del pontón y los dos embarcaderos, pasaron a trabajar en talleres improvisados con la madera aún sin desbastar que les proporcionaban los ashsharín, encargados de aserrar los enormes troncos de pino, que no escaseaban en los alrededores.

Bajo los toldos de lona, se desarrollaba una actividad ininterrumpida que sólo cesaba cuando se ponía el sol. El continuo martilleo, los gritos y las imprecaciones, las voces de los muleros y también las encendidas disputas se detenían poco antes del crepúsculo, cuando la voz del muecín conseguía abrirse paso desde el alminar de la mezquita mayor de Saraqusta a través del aire quedo del atardecer. Entonces se veía a aquellos hombres, mitad soldados, mitad peones, postrarse de espaldas a la ciudad, con el rostro dirigido hacia el cuadrante suroriental del firmamento, donde, según aseguraban los imanes, al otro lado del Bahr Arrum, se encontraba la ciudad santa de La Meca. Con el reparto del rancho en los corros de cada unidad, y la ocasional entrega de un mendrugo de pan amasado y cocido en los hornos recién levantados, se iniciaba la breve velada, en la que las risas y los cantos se iban apagando en las gargantas de los hombres agotados a medida que el resplandor de las hogueras se convertía en un rescoldo humeante.

El día en que concluyó la excavación de las zanjas para los cimientos, comenzó la lluvia. Se inició con un chaparrón vespertino, aparentemente pasajero, pero siguió arreciando durante la noche, lo que obligó a los hombres a salir de sus tiendas de madrugada para excavar nuevas zanjas menos profundas a su alrededor con el fin de desviar el agua. Al amanecer, muchos grupos se las habían ingeniado para tender lonas entre las ramas más altas de los árboles, bajo las cuales encendieron fuegos para secarse las ropas empapadas. La mayor parte de los hombres afrontaron la jornada tratando de impregnar sus capas con grasa de caballo, reparando las herramientas o, sencillamente, dejando pasar el tiempo tumbados sobre las esteras mientras escuchaban el golpeteo del agua sobre las tiendas.

Muhammad esperó a que la luz fuera suficiente para recorrer el perímetro del muro. Procuró hacer el menor ruido, pues Lubb descansaba todavía después de una noche de sueño interrumpido en varias ocasiones. Tras levantar la lona para comprobar que había suficiente claridad, se cubrió la cabeza y salió de la protección que ofrecía la haymah. De inmediato comprobó que sus botas se hundían en el barro, pero atravesó la zona del campamento destinada a los oficiales y respondió al saludo de los centinelas, sorprendidos por su presencia. Caminó hasta toparse con el prolongado montículo que señalaba el lugar donde se abría la zanja, y comprobó que, excepto en las zonas donde el terreno se elevaba, se hallaba anegada por completo. Alzó la vista hacia la muralla de Saraqusta, a unos seiscientos codos, la distancia que sus oficiales habían calculado suficiente para quedar fuera del alcance de cualquier tipo de proyectil. Se encontraba en el camino que conducía a la puerta meridional de la ciudad, frente a las dos torres albarranas que la flanqueaban, y algo le llamó la atención. Sobre el camino de ronda, justo encima de la enorme puerta, un hombre se apoyaba en el pretil. Alguien, aparentemente un esclavo, se situó junto a él con un extraño artilugio similar a un parasol, en este caso para protegerlo de la lluvia, mientras otra media docena de hombres resguardados en sus capas se colocaban a su alrededor. Uno de ellos señaló en dirección a Muhammad antes de iniciar una larga conversación en la que, de vez en cuando, se volvían hacia el campamento o extendían el brazo para abarcar el trazado del foso que rodeaba ya la ciudad.

Muhammad regresó al campamento y entró en la haymah después de convocar a Mijail y a su 'arif al banna. También Lubb se encontraba ya en pie, y un caldero humeante impregnaba el aire del aroma agradable de la primera comida del día. Los cuatro hombres compartieron la reconfortante sopa mientras conversaban.

–¿Al Anqar? – preguntó Lubb.

–Sin duda, no habrá en Saraqusta muchos hombres de su rango con un parche negro en el ojo.

–¿Crees que te habrá reconocido?

Muhammad negó con la cabeza.

–La luz era aún escasa, y la distancia, grande. Ni yo mismo podía distinguir con claridad sus facciones, aun sin caperuza.

–Habrá tenido un buen despertar -dijo Ibrahim-. Sabe que esta lluvia retrasará semanas la construcción de la muralla.

–¿Semanas? – repitió Muhammad con disgusto.

–No podemos completar los cimientos mientras las zanjas sigan anegadas, y si continúa lloviendo así el agua rezumará durante días. Además, necesitamos un ambiente seco para fabricar la cal.

–¡Demasiado tiempo! Si queremos que se recolecten las cosechas, en unas cuantas semanas habremos de liberar de sus tareas a gran parte de los hombres.

–Quizá podamos compensar el retraso posteriormente, una vez que hayamos terminado la cimentación.

–¿Durante la construcción del propio muro?

–Así es. La apariencia nos trae sin cuidado, tan sólo nos interesa que sea sólido y sirva a nuestro propósito, que no es otro que asegurar la eficacia del cerco.

Muhammad asintió, mientras se llevaba el cuenco caliente a la boca.

–Si liberamos a los canteros de la tarea de dar forma a los sillares y prescindimos del uso de ladrillos, podemos reducir el tiempo prácticamente a la mitad.

–¿Y con qué vas a levantar el muro para conseguir tal milagro? ¿Ni piedra ni ladrillo, dices? – se extrañó Lubb.

Ibrahim sonrió.

–No he dicho que no fuera a usar piedra… es sólo que no lo haría de la forma a la que estamos acostumbrados. Podemos aplicar una nueva técnica muy usada en el sur, ¿habéis oído hablar de la tabiya?

Los tres hombres negaron a la vez.

–Se trata de utilizar un molde de madera. Imaginad dos tablas de forma rectangular de no más de dos codos de altura y seis u ocho de largo, separadas entre sí y sujetas por traviesas de la misma medida que el grosor del muro, un codo, quizás. En la parte exterior de esas tablas, unas estacas clavadas en el suelo impedirían que se separaran. Esas estacas sobrepasarían el borde de la tabla, de forma que las de ambos lados pudieran ser atadas con cuerdas, dos a dos, lo que evitaría que el molde se abriera en la parte superior.

Ibrahim comprendió que su explicación no había sido demasiado clara, así que tomó un punzón y trazó un dibujo sobre la tierra apelmazada.

–Sería así, más o menos, ¿lo veis? – señaló-. Queda un hueco de ocho codos de largo y dos de altura que se rellena con una mezcla de cal, cantos y arena, la cual se prensa antes de que fragüe hasta hacer cuerpo. Después se retiran las estacas y las tablas, y el vano de muro queda en pie.

–¿Y las traviesas? ¿Quedan en el interior del muro?

–¡Bien, Lubb! Esa es la observación que pensaba hacer ahora. – Sonrió-. No, las traviesas se retiran antes de que la mezcla haya fraguado, y los orificios que dejan se ciegan con un enfoscado de cal y arena. Luego sólo hay que repetir la operación sobre esa porción de muro, las veces que sean necesarias para darle la altura deseada.

–¿Y esa mezcla garantiza su resistencia? – preguntó Muhammad.

–Sí, si la proporción de piedra, cal y arena es la adecuada, y si se toma la precaución de clavar varillas de hierro entre un nivel y otro para dar firmeza al conjunto.

La nueva perspectiva y el sabroso caldo contribuyeron a animar a Muhammad, que se levantó con ímpetu renovado.

–¡Pondremos a trabajar de inmediato a los najjarín! Necesitaremos decenas de esas tablas, y centenares de estacas y traviesas. La lluvia no debe ser un obstáculo para ellos, y el material podrá estar preparado cuando lo precises.

–Si todo va bien, tendrás tu muro antes del verano -concluyó Ibrahim.

La luna nueva de Muharram hacía de aquella noche la más oscura del mes. De madrugada, el portillo de una de las hojas de la Bab al Qantara, la enorme puerta que comunicaba la ciudad con el Uadi Ibru, se abrió para franquear la salida a dos hombres, que de inmediato se pegaron a la muralla. Durante un instante, contemplaron el resplandor de dos fuegos al otro lado del río, en torno a la empalizada que impedía abandonar la ciudad a través del puente. Sabían que en aquellas condiciones y a aquella distancia resultaban prácticamente invisibles a cualquier ojo, de forma que caminaron despacio en medio de la oscuridad afianzando bien los pies a cada paso. Al entrar en el carrizal que anunciaba la cercanía del río, extremaron la precaución para evitar cualquier ruido que pudiera delatarles: sabían que en noches como aquélla, en la que la vista ayudaba poco, el sentido que más aguzaría cualquier centinela era el oído. Pero incluso el viento del norte había acudido en su ayuda y agitaba de tanto en tanto la abundante vegetación de la ribera. La pequeña barca estaba donde la habían colocado la noche anterior, oculta entre las cañas, y los hombres ocuparon sin contratiempos los dos únicos asientos. Uno de ellos hundió con cuidado el remo para separar el bote de la orilla, y a continuación lo depositó de nuevo sobre el fondo. Preferían dejarse arrastrar por la suave corriente, pegados a las cañas, al menos hasta alejarse lo suficiente como para estar seguros de que los vigías apostados por aquel muladí más allá del final de la muralla no iban a percatarse de su paso.

El segundo hombre ocupaba la parte posterior del bote y manejaba el sencillo mecanismo del timón. A la espalda llevaba colgado el cartucho de cuero que escondía el motivo de su misión y entre los pliegues de la túnica ocultaba una bolsa repleta de negruzcos dirhem de plata, suficientes para proporcionarles dos buenas cabalgaduras. De posta en posta, habrían de atravesar la Península, hasta cumplir con su cometido en la lejana Qurtuba.

La guerra de Al Andalus
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