Capítulo 97
Pampilona
Todas las campanas de la vieja ciudad amurallada tocaban a rebato. Sus calles arracimadas eran una confusión de ancianos, mujeres y niños que corrían con el miedo reflejado en el rostro, a la espera de que alguien les explicara cómo era posible que los sarracenos, que hasta unos días antes estaban siendo aniquilados en sus fortalezas a manos del rey Fortún, se encontraran ahora lo bastante cerca para ser avistados por los centinelas desde algunas de las torres defensivas que coronaban los montes cercanos. Las puertas permanecían abiertas para permitir la entrada de cuantos huían de la devastación con todas sus posesiones, pero pronto el recinto fortificado sería insuficiente para acoger a un número tan elevado de refugiados. Las murallas eran el primer abrigo en el que pensaban los atemorizados habitantes de la comarca, pero nadie garantizaba que la ciudad fuera inexpugnable. De hecho, comenzaba ya el éxodo hacia las montañas del norte, donde muchos contaban con poder subsistir en tanto la amenaza musulmana se alejara. Se hacía complicado caminar por las angostas calles. Los escasos efectivos de la guarnición trataban de organizar la defensa contra un posible ataque, se había movilizado a todos los varones capaces de empuñar un arma y en las murallas se hacía acopio de lanzas, pértigas y saetas, o simplemente piedras con las que alimentar las hondas. En las huertas cercanas al río, los campesinos se afanaban en recoger cualquier producto en sazón, y los ganados entraban en la ciudad para terminar de hacer de sus calles un caos intransitable.
Desde que llegaran las primeras noticias del descalabro de las tropas vasconas en el lejano Castro Silbaniano, más allá de la sierra de Leyre, incluso más allá de la Valdonsella, Onneca había vivido instalada en un desasosiego constante. Sólo los continuos requerimientos de sus tres pequeños vástagos conseguían apartar por unos momentos la angustia de su mente, para hacerla regresar con más fuerza cuando preguntaban por su padre ausente.
Toda, la mayor, una muchacha de diez años despierta y sorprendentemente madura, era ya consciente del trance por el que su madre atravesaba. Por el contrario, Sancha y el pequeño Sancho disfrutaban de una infancia despreocupada, ajena por completo al drama que se gestaba a su alrededor.
Con el transcurso de los días, las noticias que llegaban a la ciudad se habían vuelto más y más alarmantes. Onneca ordenó que se la mantuviera informada mañana, tarde y noche, de modo que pudo seguir el continuo retroceso de las tropas vasconas a pesar de su desconocimiento de los lugares que describían aquellos despachos. Cuando las tropas de los Banu Qasi expulsaron a su padre de Baskunsa y le obligaron a cruzar el estrecho de Ledena, los nombres de las aldeas que figuraban en los partes comenzaron a resultarle familiares, y entonces fue consciente de la tragedia que se desarrollaba a tan sólo unas millas de los muros de Pampilona. Aquellas villas se encontraban en la ruta que tantas veces había seguido junto a su padre para llegar a su querido monasterio de San Salvador, en Leyre, y en su retina se dibujaban el trazado de aquellas calles, los pequeños campanarios de las iglesias y los rostros de los moradores que se lanzaban al camino para saludar el paso de la comitiva real. En los últimos días, no había tenido más opción que imaginarlas abandonadas y desiertas, poco antes de ser arrasadas por el fuego y por la rabia desatada de sus parientes musulmanes.
Porque si algo le removía las entrañas era la idea de que aquel mismo muladí que ahora avanzaba contra Pampilona había estado unido a su familia por el lazo del matrimonio. Sintió un calambre de angustia al recordar el triste final de su tía Belasquita en Qurtuba, tras ver morir en la cruz a su esposo Mutarrif y a sus tres hijos. Onneca había hecho lo que estuvo en su mano, intercediendo ante su esposo Abd Allah para evitar su muerte, aunque todo resultara inútil. De hecho aquél fue el inicio del desencuentro que finalmente condujo a su repudio. Sin embargo, era ahora Muhammad, el sobrino del ajusticiado, quien de nuevo desataba su furia contra su familia y contra su pueblo. Y quizá no sin motivo. El ataque a los castillos de la frontera había sido una locura, y no se había cansado de repetirlo en presencia de su padre, de su suegro y de su esposo. Pero ¿quién iba a escucharla? ¿Cómo habían de desoír al coro de voces que clamaban por emprender de una vez por todas el avance sobre las tierras dominadas durante dos siglos por los infieles? El obispo Ximeno, los embajadores del rey Alfonso, los seniores de la frontera, ansiosos por recuperar o ampliar sus tierras… Pero quizá lo que más había pesado en el ánimo del rey Fortún habían sido las veladas insinuaciones del poderoso García Ximénez, su consuegro, que nunca había ocultado sus aspiraciones al trono como representante de la rama colateral de la dinastía de los Arista. Cuando Fortún y ella misma regresaron de su cautiverio en Qurtuba, su hermano Enneco ya había contraído matrimonio con la mayor de sus hijas, Sancha. Era evidente que, si su propia genealogía no bastaba para llevarlo al trono, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para que sus descendientes recuperaran tal dignidad a través de sus casamientos. La última prueba de ello la había tenido unas semanas antes, cuando García Ximénez había solicitado del rey el compromiso de su segundo hijo, Sancho, que tan sólo contaba dieciséis años, con su propia hija Toda, ¡una niña de diez! Aunque no habían quedado ahí sus pretensiones, pues ya se rumoreaba que otro de sus hijos pretendía a Ximena, nieta también del rey Fortún a través de su hijo Belasco.
Desde su regreso de Qurtuba, el trato entre Onneca y García había sido tormentoso. El parentesco con el rey a través de su hija Sancha, unido a su carácter arrogante, le hacían comportarse en ocasiones como un perfecto cretino, y su esposa, Dadildis de Pallars, aún le superaba en ambición, falsedad y arrogancia.
La oposición de Onneca al ataque contra los Banu Qasi era bien conocida en el círculo de la familia, y había supuesto el ascenso de un peldaño más en el enfrentamiento entre ambos, que había llegado al límite con su drástica negativa al compromiso matrimonial de la pequeña Toda. Lo cierto era que la presión ejercida por García Ximénez había resultado decisiva en el ánimo del rey, quien de ninguna forma consentiría que su aptitud para gobernar a su pueblo y su arrojo para defender los intereses del mismo se cuestionaran de manera interesada.
Hubiera deseado equivocarse, ver regresar a su padre con un triunfo militar que asentara su prestigio y el aprecio de sus súbditos, pero lo que traía era al ejército de Muhammad pegado a sus talones y diezmando su retaguardia, que a duras penas podía proteger el repliegue del grueso de sus tropas.
Onneca se había refugiado una vez más en el pequeño templo dedicado a Santa María que se alzaba en el extremo de la fortaleza, y allí la sorprendió el revuelo que llegaba desde el exterior, amortiguado por aquellos muros gruesos y sin apenas aberturas. Alcanzó la escalinata que conducía al atrio a tiempo para ver cómo su padre penetraba al trote en el recinto, rodeado por un grupo de hombres entre los que reconoció a su esposo y a otros muchos principales de la corte. Se remangó el vestido para evitar tropiezos en el enlosado y apresuró el paso hacia ellos, hasta que, a medida que se acercaba, pudo apreciar el estado en que llegaban. El polvo se adhería a sus ropas empapadas en sangre, y la máscara negruzca que les cubría la piel hacía difícil distinguir las facciones. El color rojo vivo de los vendajes indicaba que algunas de aquellas heridas eran recientes y todavía sangraban. Sin embargo, lo que más impactó en Onneca fue la expresión de aquellas miradas en las que se leían el agotamiento, la decepción y la derrota. El rey descabalgó sin un mero gesto de saludo, se aflojó el cinto que sostenía su tahalí y arrojó la espada tras de sí antes de perderse en el interior del edificio. Aznar, sin embargo, reparó en su presencia, y en sus ojos se reflejó un atisbo de agradecimiento. Dejó la montura y parte de su equipo en manos de un joven escudero y caminó hacia ella emocionado. Onneca descubrió entonces la ostensible cojera de su esposo, que arrastraba la pierna derecha a la vez que apretaba los dientes. Con las lágrimas pugnando por brotar, corrió hacia él para evitarle mayor sufrimiento. Se detuvieron un instante a dos palmos de distancia, para observarse, hasta que Aznar levantó los brazos despacio y acogió entre ellos a su esposa. La fuerza de aquel abrazo, los sordos sollozos que agitaban el pecho de su esposo, bastaron para hacer comprender a Onneca todo el sufrimiento que en las últimas jornadas se había acumulado en el corazón de aquellos hombres. Permanecieron así, en silencio, hasta que Aznar logró controlar un llanto que, aun oculto para los demás, desearía haber contenido. Su pecho se henchía ahora al aspirar el conocido aroma que desprendía su esposa, y poco a poco sus brazos se fueron relajando y sus rostros quedaron frente a frente.
–Ya estás en casa, esposo mío -dijo Onneca, trastornada por el padecimiento que veía en aquellos ojos vidriosos.
Había aprendido a querer a aquel hombre en los más de diez años que llevaban unidos, por lo que no podía evitar compartir su dolor.
–Ha sido una carnicería -fueron sus primeras palabras.
Onneca asintió con los ojos entrecerrados.
–No pienses más en ello…
–Han caído los mejores, Onneca. Y somos responsables de su muerte…
–No te atormentes -replicó ella mientras le pasaba la mano por la barba enmarañada-. Ahora debes descansar…
Aznar asintió, pero un gesto de dolor le demudó el semblante.
–Estás herido…
–Esa herida curará -repuso con amargura.
De repente algo pareció acudir a su mente, y su expresión se transformó.
–¿Cómo están nuestros hijos?
–Te esperan ansiosos -repuso Onneca con una sonrisa-. No he querido que estuvieran aquí cuando…
Aznar asintió y le apretó el brazo para indicar que comprendía.
–Antes debemos revisar esa herida… Luego podrás verlos, y descansar.
–No hay tiempo para descansar, Onneca. Muhammad estará aquí mañana. Debemos organizar…
–Estás herido, Aznar -le cortó-. Deja que se encarguen otros.
Entrecerró los párpados y respiró hondo, mientras dejaba que una sonrisa asomara a su rostro tiznado. También Onneca sonrió, le tiró de la mano para que inclinara la cabeza hacia ella, y sólo entonces pudo depositar los labios sobre los de su esposo.
Onneca recordaría los días que siguieron como los más amargos de su existencia. El temible ejército musulmán cayó sobre la comarca devastando cuanto encontraba a su paso. Las campanas seguían sonando a rebato, hasta la ciudad llegaba el olor acre de los fuegos que devoraban aldeas, ganados y cosechas, y nadie entre sus muros pudo permitirse sino el descanso imprescindible para seguir en pie un poco más. A su alrededor reinaban el dolor y el miedo.
Las mujeres que acababan de enviudar debieron contener el llanto para colaborar en la defensa de las murallas. Su propia existencia y la de sus hijos iban en ello y, como cada uno de los habitantes y refugiados que abarrotaban el recinto defensivo, se afanaron en hacer todo lo posible para rechazar la temible amenaza que se abatía sobre todos. El ejército de Fortún replegado había reforzado las defensas, y una nube de arqueros e infantes poblaba los adarves. En los primeros lances, los soldados musulmanes habían avanzado en bloque contra las murallas, protegidos de las flechas con sus rodetes, con la aparente intención de abrir brecha. Sin embargo, pronto los defensores comprobaron que sólo perseguían la aproximación de una segunda línea de arqueros que lanzaban sus dardos incendiarios sobre las murallas para retirarse de inmediato. Las que alcanzaban su objetivo prendían en los techos de las viviendas, que, arracimadas como estaban, ardían por manzanas sin remisión. La aglomeración dentro de la ciudad hacía que muchas de las casas que caían hirieran a quienes se agolpaban en las calles, lo que contribuía a extender el pánico y la sensación de impotencia.
Durante tres aciagas jornadas, la urgencia de defender la ciudad mantuvo a sus habitantes en pie, hasta que el repicar de las campanas al amanecer del cuarto día anunció que el ejército musulmán había abandonado la comarca. Desde lo más alto de los torreones defensivos, sólo se observaban las columnas de humo que se alzaban contra el cielo plomizo. Aquella mañana se retiraron las traviesas que aseguraban las puertas de la ciudad, y los primeros destacamentos salieron a recorrer las aldeas cercanas para comprobar el alcance de la destrucción. También los primeros aldeanos, ávidos por comprobar la suerte que habían corrido sus posesiones, empezaron a abandonar la seguridad de las murallas.
Esa misma tarde, un hombre pasmado por la desolación de lo que veía, descabalgó después de atravesar la vaguada embarrada que un día antes habían pisoteado los caballos del ejército musulmán. Con el animal sujeto por las riendas, se aproximó a la puerta meridional de Pampilona, su destino después de un viaje largo y accidentado. En realidad, debía haber alcanzado la ciudad una decena de días atrás, pero un acontecimiento imprevisto había torcido sus planes. Tras atravesar las montañas que separaban la gran meseta del centro de la Península con el Uadi Ibru, empezó a recibir noticias del enfrentamiento en curso entre el rey de Banbaluna y el caudillo muladí que dominaba aquellas tierras. Al parecer, la lucha se libraba lejos de allí, al este, en la frontera oriental del reino cristiano, por lo que no halló inconveniente para atravesar el río por la madinat Tutila y continuar hacia el norte por Balterra, Kabbarusho y Ulit. Sin embargo, a treinta millas de su destino, se topó con un grupo de mercaderes que le informaron de la inminente llegada a la comarca de las tropas de los Banu Qasi, en persecución del ejército cristiano, que se batía en retirada. Recordó las instrucciones precisas que había recibido en Qurtuba por parte de uno de los visires de Abd Allah en persona: debía evitar cualquier riesgo que pudiera interponerse en el cumplimiento de su misión. El modo de hablar de aquel hombre le había trasladado la impresión de que el encargo que se le hacía tenía para él una importancia trascendental, y los cuatro dinares de oro que deslizó en su mano mientras lo miraba a los ojos lo confirmaron. Así pues, durante varios días esperó unas noticias que no habían llegado hasta esa misma mañana. El ejército musulmán que, aunque enfrentado a Qurtuba, seguía hostigando a los infieles de la frontera, se retiraba de nuevo hacia Baskunsa. Al parecer, el acceso a Banbaluna podía haber quedado expedito, de modo que, sin perder un instante más, se puso en marcha a media mañana.
Ahora tenía ante sí la puerta que tan sólo una jornada antes había contenido el ímpetu de los asaltantes. Nunca había entrado en una ciudad recién liberada, y lo que vio le encogió el corazón. Sin duda aquellos hombres y mujeres habían dedicado todo su empeño en la defensa de la ciudad, y sólo entonces se permitían ceder al duelo y lamerse las heridas. Nd sólo lo que veía, sino todos sus sentidos, le relataban las dramáticas jornadas que allí se habían vivido. Su olfato se veía asaltado por una indescriptible pestilencia, mezcla del olor de las cenizas aún humeantes y del albañal en que se habían convertido las calles. Sus oídos captaban los lamentos en el interior de las viviendas, los llantos de pequeños hambrientos y el sonido cadencioso y triste de las campanas, cuyo significado no desconocía.
Tras mostrar el salvoconducto que portaba, pasó a la fortificación interior, y una vez allí le atendieron en el cuerpo de guardia, donde reveló al oficial al mando su procedencia y la misión que lo había llevado hasta la ciudad. Desató la bolsa de cuero de su montura y esperó hasta que acudió un soldado con la orden de acompañarlo al interior del castillo. Siguió sus pasos por una escalinata empinada hasta el piso superior, donde una breve galería les condujo a lo que parecía el salón principal de la fortaleza.
–Es el rey Fortún, al enterarse de tu procedencia ha insistido en recibirte en persona -avisó el soldado antes de acceder al salón para anunciar su presencia.
–Majestad…
–¡Adelante! – exclamó con tono de apremio-. ¿Quién te envía?
–Vengo desde Qurtuba, como se os ha informado. Traigo este correo -dijo al tiempo que extraía el rollo de su funda-. Es un encargo que me hizo el wazir Badr en persona. Debo entregároslo personalmente, a vos o a…
–A mí, a mí habéis de entregarlo -le interrumpió Onneca, que entraba en la sala en aquel momento, probablemente advertida por su padre.
El mensajero hizo un gesto de asentimiento y le tendió el pergamino. Con movimientos nerviosos Onneca rompió el lacre, extrajo la cinta que rodeaba el rollo y lo extendió ante sus ojos.
Aunque el rey y el propio mensajero vieron cómo en un instante perdía el color y parecía quedar sin fuerza, ninguno pudo evitar que Onneca se golpeara contra el enlosado al caer al suelo sin sentido. Fortún, aturdido, clavó la rodilla junto a ella, y le deslizó la mano bajo la cabeza. Tras comprobar que no sangraba, sus dedos buscaron el pergamino, que descansaba de nuevo enrollado junto al vestido de Onneca. Sobrecogido por lo que habría de leer, lo extendió mientras se ponía en pie, y avanzó con él hacia la mesa de roble que presidía la estancia. Apoyó los brazos en los extremos del pliego y dejó caer todo su peso sobre ellos. Debió de ser al terminar cuando cerró los ojos y bajó la barbilla hasta el pecho. Por un momento no pasó nada, el silencio invadió el salón, y al instante siguiente todos los objetos que habían reposado sobre la mesa rodaban por el suelo de piedra, con un estruendo que no consiguió apagar el sonido de la voz de Fortún:
–¿Por qué, Dios mío? – gritó al cielo-. ¿Por qué?
El eco de sus voces repetidas se fue apagando mientras el viejo rey se dejaba caer de rodillas junto a su hija y, entre sollozos, enterraba el rostro en los pliegues de su vestido.