Capítulo 69

La situación resultaba extraña para todos. Muhammad había concertado con los cordobeses el orden de los actos que tendrían lugar aquella tarde en la alcazaba, en los que él habría de ejercer de anfitrión hasta el nombramiento oficial del nuevo gobernador.

Tenía ya a buen recaudo la totalidad del oro convenido, y Haxim le haría entrega del documento por el que Qurtuba, a falta del refrendo del propio emir, reconocía la autonomía de los territorios tradicionalmente dominados por los Banu Qasi, en torno a las ciudades de Arnit y Tutila. Para los cordobeses, aquél era un día de celebración, pues el primer objetivo de la sa'ifa se había conseguido, y en breve partirían en busca de los ejércitos cristianos del rey Alfuns. Todos sus altos oficiales se encontraban en la alcazaba, así como los funcionarios de primer nivel que acompañaban al hayib, de forma que quienes hasta esa tarde ejercían el poder se hallaban ahora en franca minoría.

El boato con el que los cordobeses gustaban de adornar sus actos más solemnes había empezado a dejarse ver cuando el primer ministro y el nuevo gobernador franquearon la puerta de Sinhaya para enfilar, entre dos columnas de portaestandartes montados, la calle principal de la vieja ciudad romana. Los tambores resonaban en el aire, y la grandiosidad del sonido de los instrumentos de viento erizaba la piel de cuantos se habían echado a las calles para presenciar la llegada de su nuevo señor. El colorido del desfile estaba garantizado por la variada representación de las unidades enroladas en el inmenso ejército: infantes nubios de piel negra como la pez, jinetes bereberes con su peculiar indumentaria y su llamativa forma de montar «a la jineta», junto a unidades formadas por eslavos de piel rosada, arqueros magrebíes o mercenarios llegados de todos los extremos del Bahr Arrum con sus variopintas vestimentas. Tras el hayib, cuyo caballo había sido revestido con una llamativa gualdrapa de seda blanca ribeteada en oro, los colores que caracterizaban a la dinastía reinante en Qurtuba, cabalgaban los miembros de su guardia personal con atavíos no menos espectaculares.

Atravesaron la ciudad a paso lento, dejaron atrás el palacio del gobernador y se dirigieron hacia el recinto fortificado. Una vez en el interior de la alcazaba, amortiguado ya el sonido de los atabales y las chirimías, fueron recibidos por Muhammad al pie de los caballos, y juntos cubrieron la distancia que los separaba de la gran sala donde habría de formalizarse de forma definitiva el pacto entre los dos hombres.

De aquella tarde en la que Ahmad ibn Al-Barra ibn Malik recibió su nombramiento como wali de la ciudad y gobernador de la Marca, Muhammad habría de recordar otro encuentro. Durante la lectura de los documentos protocolarios, le había llamado la atención la figura imponente de uno de los oficiales de Haxim. A pesar de encontrarse en segunda fila, su envergadura y su actitud lo destacaban de los demás. También su rostro de facciones extremadamente marcadas había atraído su mirada, y en varias ocasiones comprobó que no abandonaba la expresión grave y circunspecta, cuando a su alrededor el resto de los oficiales y generales del ejército cordobés expresaban de forma elocuente su acuerdo y su admiración hacia las palabras y gestos de Haxim.

Tras la toma de posesión, Muhammad decidió que su protagonismo había terminado, y discretamente quedó atrás cuando la comitiva se dirigió a los muros de la alcazaba, a cuyos pies se congregaba una multitud ansiosa por contemplar al nuevo wali. Ocupó un lugar discreto junto a un muro y se dedicó a observar cuanto le rodeaba, invadido de repente por un sentimiento de nostalgia.

–Las gentes mudan de afecto con facilidad.

Volvió la cabeza para contemplar al hombre que se había colocado a su lado, el mismo oficial que un momento antes le había llamado la atención.

–Saraqusta es una ciudad grande -respondió.

–Así es, y por lo que veo quienes aclaman a Al-Barra son en su mayoría árabes de origen yemení como él.

Aunque tratara de evitarlo, la mella en uno de sus dientes quedó al descubierto. Continuó con la mirada fija sobre la multitud, y tardó un momento en hablar de nuevo.

–Mi nombre es Umar ibn Hafsún.

Muhammad experimentó una involuntaria sacudida al escuchar el nombre del conocido caudillo que había logrado poner en jaque la autoridad de los gobernadores omeyas en la kurah de Raya.

–He oído hablar de ti. Sabía que Haxim te había enrolado en el ejército, pero desconocía que estuvieras aquí.

–También yo he oído hablar de ti, ¿quién no? Parece que tenemos no pocas cosas en común -dijo con voz queda-. ¿Hay algún lugar donde podamos conversar discretamente? No conviene que nos vean juntos.

Muhammad trató de pensar, extrañado todavía por aquel encuentro, que no parecía fortuito. Centenares de funcionarios y soldados de la nueva administración ocupaban ya la alcazaba, de modo que resultaría complicado encontrar un lugar discreto sin llamar la atención.

–El lado opuesto de la muralla está desierto -dijo mientras señalaba con la cabeza.

Umar asintió, y se separó de él. Poco después, de forma pretendidamente casual, Muhammad siguió sus pasos y lo encontró en un recodo del adarve orientado hacia el poniente. Aunque se encontraba expuesto al viento del norte, el tibio sol de la tarde hacía agradable el lugar. Apoyó los codos en el pretil y dejó caer el peso de su cuerpo sobre el muro.

–Es admirable la fidelidad que te demuestra tu pueblo. He visto cómo centenares de familias se preparan para acompañarte.

–Ni yo mismo lo comprendo, Umar. Pero ten por seguro que no es a mí a quien profesan tal fidelidad, sino a los que me precedieron. La huella de Musa, mi abuelo, todavía perdura entre los Banu Qasi.

–Me gusta tu modestia, no estoy acostumbrado a percibirla entre los oficiales del emir.

–¿Percibo desagrado en tus palabras?

Umar bajó la cabeza.

–Supongo que contigo puedo hablar con franqueza… -respondió-. De hecho, si me he acercado a ti es para hacerlo.

–No seré yo quien vaya a Haxim a contarle lo que tengas que decirme -rio Muhammad.

Umar también esbozó una sonrisa.

–Podrás imaginar que si estoy aquí no es por mi gusto. La revuelta que se está gestando en Al Andalus es imparable, y lo sucedido hasta ahora no son sino los primeros chispazos del incendio que ha de llegar. Los muladíes hemos soportado durante generaciones el abuso constante de los dominadores de la aristocracia árabe, que sólo por su ascendencia creen tener derecho sobre la vida y las propiedades de los hispanos. El movimiento de respuesta ha comenzado, y algunos como yo sólo estamos tratando de encauzar este descontento.

–He oído hablar de lo que has conseguido hasta ahora en Raya.

–Una pequeña parte de lo que me proponía… y me propongo.

–Pensaba que tu incorporación al ejército del emir había acabado con esas aspiraciones.

–Yo también albergué dudas. Sé que la semilla está puesta, ha echado ya los primeros brotes, pero el árbol en que se ha de convertir es aún frágil. Era demasiado pronto para someterlo a prueba, y por eso solicité el aman de Qurtuba. Muchos de mis hombres me acompañan, de hecho estoy al frente de la compañía en la que militan.

–Pueden adquirir una experiencia impagable.

–También yo estoy aprendiendo muchos aspectos que desconocía acerca de la organización de este ejército, y hasta ahora no hemos entrado en combate. Tengo la intención de llevar a mis hombres a la lucha frente a Alfuns. De entre ellos, habrán de salir mis futuros oficiales.

–¿Volverás a la desobediencia?

Umar tardó en responder, permanecía con los ojos entornados para protegerse del viento y de la luz intensa del sol, cercano al ocaso.

–Aunque mis intenciones hubieran sido otras, los generales de Qurtuba se están encargando de hacer notar su superioridad. Mi compañía está siendo sometida a continuas humillaciones, en especial por parte de uno de los generales más antiguos, un tal Ibn Ganim. En la última semana, el pan de nuestras raciones nos ha llegado con más piedras y gorgojos que harina.

–Resulta extraño que Haxim lo permita… debería recordar adónde le condujo una actitud similar con Ibn Marwan.

–Haxim está al tanto, porque yo mismo elevé una queja que no obtuvo respuesta. Tal vez la explicación se encuentre en el beneplácito del que Ibn Ganim goza en el entorno de Al Mundhir.

–También Ibn Marwan ha regresado a Batalyus después de los años que ha pasado junto al rey Alfuns, y eso sólo puede significar una cosa…

–Lo sé, y éste es el motivo de que me haya acercado a ti antes de que los dos dejemos Saraqusta. No será fácil que se vuelva a presentar una ocasión como la de hoy. Escúchame bien…

Prudentemente, asomó la cabeza por la esquina para comprobar que nadie podía oír sus palabras.

–Sólo espero el final de la expedición para regresar a Burbaster. Y cuando eso suceda, las cosas serán distintas. Llegan noticias de nuevos focos de rebelión en Al Yazira, en Al Hamma, en la propia Ishbiliya… No dudo tampoco de las intenciones de Ibn Marwan en Marida y Batalyus. Muhammad, ésta es la oportunidad de que los muladíes nos zafemos del yugo de los árabes. La fitna hará imposible una respuesta simultánea del emir en todos los frentes. En Al Andalus ha prendido la chispa de la rebelión, pronto arderá por los cuatro costados, y entre sus llamas se consumirá el dominio árabe que durante dos siglos nos ha mantenido bajo su bota.

Muhammad escuchaba con gesto grave las palabras llenas de entusiasmo de Ibn Hafsún.

–¿Y cuál será la actitud de Alfuns cuando vea Qurtuba inmersa en su propia revolución? Si las cosas suceden como dices, no hallará ningún impedimento para continuar su política de expansión hacia el sur.

–De que la política de Alfuns no afecte a tus territorios deberás ocuparte tú. De Alfuns y de tus parientes cristianos de Banbaluna…

–Me preocupa derribar el poder establecido que les hacía frente sin tener un recambio.

–Quizás el yugo árabe no se deja sentir con la misma fuerza en la frontera, pero te aseguro que en el corazón de Al Andalus la situación ha llegado a un punto en el que ya no hay vuelta atrás. El descontento estallará de todas formas, y hacen falta caudillos capaces de canalizar ese torrente hasta su destino. Tú debes ser uno de ellos.

Muhammad se inclinó sobre el pretil y contempló pensativo el disco del sol, que comenzaba a ocultarse tras los montes, encendiendo el firmamento con colores rojizos.

–Míralo, eso que ves es su reflejo. Sin duda Al Andalus arde ya, más allá del horizonte.

La guerra de Al Andalus
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