Capítulo 2

Año 870, 256 de la hégira

Tutila

La vieja almúnya situada a orillas del Uadi Qalash había conocido tiempos mejores. La frondosa vegetación invadía ahora parte de las veredas, trepaba por los troncos de los árboles y cubría la red de acequias y canalillos que tan acogedora había hecho la finca en sus momentos de esplendor, cuando las parras, las higueras y los albérchigos bien cuidados ofrecían sus frutos a los moradores durante todo el verano.

Fortún ibn Musa había conseguido conservar su propiedad tras la desposesión a manos del emir de la mayor parte de los dominios de la familia. En interés de los suyos, tras la muerte de su padre se había incorporado al ejército del nuevo gobernador de la Marca, Jalid ibn Ubayd Allah, junto a quien había prestado buenos servicios a Qurtuba. Bien lo sabían los habitantes de Alaba y las tierras fronterizas de Al Qila, sometidas en los últimos años al azote de una guerra sin cuartel.

Aquella tarde Fortún tenía motivos para estar feliz, pero también para sentirse inquieto. De hecho, hacía rato que deambulaba impaciente ante la fachada de aquella vieja construcción a la espera de los dos visitantes, que ya se retrasaban. El sol declinaba, y de nuevo le asaltaron las dudas habituales. Sus hermanos Ismail y Mutarrif habían confirmado la recepción del aviso y su puesta en marcha, pero… ¿habrían sufrido algún contratiempo en el camino?, ¿hubo un error, quizás, en la fecha convenida? Tomó asiento en un sólido poyo de piedra, y se entretuvo contemplando los caprichosos dibujos que trazaban las nubes arrastradas por el viento otoñal, mientras volvían a su mente los inesperados acontecimientos de las últimas semanas. Lubb… Después de tantos años, su añorado hermano, el primogénito, había regresado, y su llegada había puesto fin a una década en que las cosas habían estado claras para él, en la que se había dedicado a guerrear a las órdenes de Qurtuba, a ver crecer a sus hijos y a tratar de olvidar las afrentas pasadas.

Debía reconocer que durante todos aquellos años el rencor hacia su hermano había anidado en su corazón. Tras la muerte de su padre, se habían confirmado los rumores sobre aquello que, gracias al Todopoderoso, el viejo Musa no había llegado a ver con sus propios ojos: la defección de su hijo mayor, su entrada en tratos con el mismo rey Urdún, el rey de los cristianos, el causante en Al Bayda de la desgracia de la familia.

Al acudir a la cita con Lubb en la alcazaba de Arnit, el viejo feudo de sus ancestros, los reproches rumiados durante años habían brotado en forma de preguntas en cuanto hubo ocasión. El encuentro había sido tenso, y un muro de recelo se interpuso entre ambos desde el primer abrazo. Fueron necesarias dos jornadas de conversaciones interminables, de largos paseos por la ribera del río, y una última velada en la que sólo el amanecer arrojó la luz necesaria. Fortún pudo al fin entrever, incluso comprender, las razones que habían llevado a su hermano a permanecer durante años entre infieles, más allá de las fuentes del Uadi Ibru, en las tierras de los yilliqiyun, aun cuando Urdún se enfrentaba a Qurtuba. Aun cuando Urdún se enfrentaba a su propia familia.

Al parecer, todo había comenzado en Tulaytula: como gobernador de la ciudad -le contó su hermano- Lubb llegó a captar el sufrimiento de sus habitantes, muladíes y mozárabes en su mayor parte, sojuzgados cruelmente por el poder omnímodo de los sucesivos emires. El cruel Al Hakam fue el primero, y acabó con la resistencia a golpe de sable en la recordada jornada del Foso. Su hijo Abd al Rahman II, testigo en su niñez de aquel desdichado castigo, se sirvió de la protesta mozárabe para pasar por las armas a los habitantes de la ciudad y conducir a sus notables cargados de cadenas a las sucias mazmorras cordobesas. Y qué decir de Muhammad I, el actual soberano. Un emir que no había dudado en desposeer de sus cargos a los miembros de su familia, los Banu Qasi, cuando tras una derrota, una única derrota, éstos habían dejado de ser útiles a sus intereses. El relato de Lubb, desde la perspectiva de los sufridos toledanos, era sobrecogedor. La ejecución de Eulogio, que para entonces era el obispo metropolitano, concertó voluntades en toda la comunidad cristiana, y los mozárabes pusieron sus ojos en el rey que había tratado de enfrentarse a su opresor. El propio Lubb había formado parte de la embajada toledana que se entrevistó con Ordoño I, y había descubierto en él, según contaba, a un hombre inteligente y audaz, poco soberbio, incluso austero, que disfrutaba de una evidente autoridad sobre su pueblo procedente no del temor, sino de su valía como gobernante.

Ordoño I se había mostrado incisivo al preguntar a su hermano por su alejamiento de la familia, antes ya de la muerte de su padre, pero la respuesta de Lubb fue firme y sincera: tras su destitución como wali de Tulaytula, no había tenido dudas acerca del camino que debía tomar. Ni siquiera la diferencia de credo fue un obstáculo insalvable, nunca lo había sido, tampoco con sus parientes vascones. La fe islámica de la familia era reciente y tibia. Le confesó que, en realidad, con el paso de los años había comprendido que la religión, las religiones, no eran sino el banderín de enganche que los poderosos utilizaban para movilizar a las masas en pos de sus propios intereses políticos y militares. Tampoco pensó, sin embargo, en volver a abrazar el cristianismo de sus ancestros: al parecer, simplemente había querido jugar sus cartas con pragmatismo, del lado de quien favoreciera mejor sus intereses. Y en aquel momento ya lejano, ése había sido el rey Ordoño I de Asturias.

Lubb realmente se había sincerado con él durante aquellos días, había desnudado su alma, y se había mostrado convincente al explicar con detalle cómo se había desarrollado aquel proceso de acercamiento gradual, que con el paso del tiempo desembocó en una relación de mutua confianza. Incluso los hijos de ambos, Alfonso y Muhammad, habían crecido juntos en la corte astur, y habían llegado a desarrollar un apego sólo posible debido a la extrema juventud de los dos muchachos. Quizá la diferencia de origen, lo exótico que para ambos resultaban sus respectivos pasados, fue lo que les había atraído en un principio, pero al cabo de los meses -recordaba Lubb- la amistad entre su hijo y el pequeño príncipe era sincera y profunda. Muhammad era tres años mayor que el heredero asturiano, y al parecer esa diferencia había marcado su relación. Alfonso admiraba a su buen amigo muladí por su madurez, su fortaleza y por la generosidad de quien no dudaba en dedicar días enteros a enseñarle nuevas destrezas con la espada, con los caballos o con el arco.

Lubb le había revelado cómo la amistad entre los dos muchachos se había sellado definitivamente cuatro años atrás, cuando los acontecimientos se precipitaron con la repentina muerte de Ordoño, y Alfonso se vio abocado a asumir el trono asturiano con tan sólo dieciocho años. Porque la sucesión no había sido pacífica, pues uno de los condes, el llamado Fruela Vermúdez, se apoderó con malas artes del trono para tratar de alterar el orden sucesorio. De inmediato los fideles de Alfonso, con Muhammad ibn Lubb entre sus filas, se alzaron en armas contra el intruso, que fue eliminado sin dar lugar a un posible enfrentamiento civil de funestas consecuencias. De alguna manera Alfonso debía el trono al hijo de Lubb… a un musulmán.

Ismail, su hijo mayor, interrumpió sus pensamientos.

–¡Se acercan jinetes por el camino de Saraqusta!

El muchacho siguió los apresurados pasos de su padre hasta el pesado portón de madera que daba acceso a la finca. El mismo Fortún hizo girar los goznes y accedió al exterior a tiempo para ver cómo un grupo reducido de hombres a caballo remontaba los mil codos escasos de camino de ribera que conducían a la almúnya.

Como habían convenido, no portaban ningún signo que diera pistas sobre su verdadera identidad, vestían ropas sencillas y cubrían sus cabezas con los discretos gorros de fieltro comunes entre la población. Sin embargo, a Fortún no le costó trabajo distinguir la figura de sus dos hermanos, Mutarrif e Ismail, que avanzaban al frente, y una sonrisa le iluminó el rostro. Con un leve movimiento de cabeza como saludo, padre e hijo se hicieron a un lado para franquear el paso al grupo, y los recién llegados esperaron aún a que las puertas estuvieran bien cerradas para descabalgar.

Fortún abrazó en primer lugar a un cambiado Ismail. El cabello ralo y la barba cana daban cuenta de que el benjamín de la familia había alcanzado ya la cincuentena, aunque para él siempre sería su hermano menor. Llegaba solo, sin sus hijos, a diferencia de Mutarrif, a quien acompañaban sus tres jóvenes vástagos, cuyos rasgos no dejaban duda sobre su filiación.

–Muhammad, Musa, Lubb… -presentó Mutarrif, mientras los muchachos abrazaban por turno a su tío.

–Veros así, convertidos en hombres, me hace pensar que en estos años la relación con mis hermanos podría haber sido más estrecha -confesó Fortún, no sin cierta emoción.

–Eso es algo que podemos remediar -terció Ismail.

–Así lo espero… en verdad, así lo espero -sonrió Fortún-. Yo os presento a mis hijos: Ismail, Lubb…

Por un momento, en aquella vereda reinó una confusión de abrazos y animados saludos.

–Ahora entremos en la casa, Hadiya nos espera -atajó Fortún al tiempo que tomaba a sus hermanos por el brazo-. Debéis de estar hambrientos, y… tenemos muchas cosas de que hablar.

La cena se celebró en el interior, porque el viento otoñal había refrescado el ambiente, y el simple intercambio de informaciones sobre las respectivas familias después de la prolongada separación fue suficiente para animar el banquete improvisado. Sólo cuando las bandejas fueron retiradas cambió el tono de la conversación.

–¿Crees que nuestra presencia aquí habrá pasado inadvertida para la guarnición de Tutila? – se interesó Mutarrif con voz más queda, ya con un dulce en la mano.

–Lo dudo -respondió Fortún-, pero hasta ahora disfruto de total libertad de movimientos. Nadie duda de mi lealtad al emir, la he demostrado sobradamente en los últimos tiempos. El wali no se atreverá a enviar a su guardia para indagar y, en cualquier caso, nada hay de extraño en que un hombre libre quiera reunir a sus hermanos… Aunque, si sospechara lo que se va a hablar aquí esta noche, quizá tendría motivos para inquietarse.

Fortún sonrió al comprobar el efecto de sus palabras en sus hermanos y en sus sobrinos, disfrutando de la curiosidad reflejada en sus rostros. A una seña, dos únicos sirvientes se apresuraron a retirar los restos de la cena y antes de abandonar la sala, escanciaron las copas de los comensales. Fortún sorbía pequeños tragos de la suya sin perder aquella sonrisa algo enigmática. Centró su atención en su hermano mayor, cuyo carácter conciliador seguía reflejándose en su rostro a pesar del paso de los años. No podía decirse que Mutarrif hubiera sido un hombre falto de ambición, pero siempre se había mostrado fiel a su padre, y por tanto a su familia, a la que había servido bien, primero desde su cargo como gobernador de Uasqa, y luego como cabeza de los Banu Qasi en ausencia del primogénito. Si alguien ambicionaba un destino más alto no era él, sino su esposa Belasquita, hija del rey de Banbaluna.

En Ismail, en cambio, se había acentuado el carácter arisco y huraño que en mayor o menor grado había venido mostrando desde la adolescencia. Sin duda su calidad de benjamín de la familia le había hecho sentirse relegado en los momentos trascendentales, y no habían sido pocos los conatos de enfrentamiento que tal sentimiento había generado entre los tres hermanos. Su intento de marcar diferencias se reflejaba incluso en su aspecto y, bajo aquel gorro verde de fieltro, el cabello cano había sufrido un corte drástico, muy alejado de las pobladas barbas y las cabelleras rizadas que lucía el resto de los varones de la familia. Las miradas de los dos hermanos se cruzaron, e Ismail aprovechó el momento para reclamar una explicación a sus últimas palabras.

–Nos tienes en ascuas -confesó, impaciente, cuando el último de los sirvientes hubo salido-. ¿Qué motivo habría de tener el gobernador para estar inquieto?

Fortún rio abiertamente esta vez, depositó su copa y comenzó a hablar:

–Mutarrif, Ismail… y yo mismo. Tres de los hijos del gran Musa ibn Musa, el caudillo más grande que han visto las tierras del Uadi Ibru -dijo en tono enfático, declamando casi-, juntos aquí, en Tutila, la ciudad que contribuyó a engrandecer. Sólo falta uno de sus hijos, el primogénito…

–Lubb no es digno de llamarse hijo de Musa.

–No precipites tu juicio, Ismail -respondió Fortún, al tiempo que alzaba la mano abierta-. Quizá nuestro hermano tuviera razones poderosas para actuar como lo hizo.

–¿De qué estás hablando, Fortún? – preguntó el menor con extrañeza-. ¿Qué puede haber que justifique su apoyo a nuestro mayor enemigo?

Mutarrif escuchaba también con el ceño fruncido.

–Fortún… ¿qué tratas de decirnos? Si existieran esas razones… ¿cómo ibas a conocerlas tú?

Fortún sonrió de nuevo mientras asentía con la cabeza, alargando el momento.

–Sí, es lo que pensáis -dijo al fin-. He tenido una larga entrevista con nuestro hermano.

–¿Quieres decir que…? ¿Dónde…? – titubeó Ismail.

–Lubb se encuentra en Arnit, junto a su hijo Muhammad -declaró.

Durante un largo rato, Fortún trasladó a sus hermanos el contenido de sus conversaciones con Lubb en Arnit. La sorpresa y el desconcierto se disiparon a medida que fueron saliendo a la luz las circunstancias de la vida de Lubb junto a los dos reyes asturianos.

–Esto que os cuento habréis de oírlo en boca del propio Lubb. Si todo transcurre como espero, ese momento no debería tardar. El hecho de que nuestro hermano no esté aquí hoy se debe a su interés por que su presencia en la Marca se mantenga aún en secreto.

–Sea como dices. Pero nos queda por conocer algo fundamental -intervino Mutarrif de nuevo-. ¿Cuál es el motivo que lo ha traído hasta aquí, diez años después?

–El motivo es que sin duda nos necesita, tanto como nosotros lo necesitamos a él, aunque quizás hasta ahora no nos habíamos dado cuenta…

–Déjate de acertijos, Fortún. ¿Qué propone nuestro hermano? – gruñó Ismail.

–Está bien -concedió, mientras se ponía en pie y comenzaba a caminar con las manos a la espalda-. Al parecer Alfuns, a pesar de su juventud, es un hombre inteligente y capaz, bien formado, quizá porque ha podido beber también en fuentes musulmanas. Según Lubb, su capacidad de análisis de las situaciones a las que se enfrenta es sorprendente, lo que le permite aprender de sus errores. Hace sólo un lustro que los asturianos sufrieron la mayor derrota que se recuerda a manos de los musulmanes, todos os acordaréis. Fue en La Morcuera, junto a las peñas de Amaya. Aquello supuso un duro revés para los planes de Urdún, que había iniciado una estrategia de avance hacia el sur para tratar de alcanzar la línea del Uadi Duwiro. Recordad que el heredero del emir, el príncipe Al Mundhir, reunió a un ejército formidable, el mayor del que tenemos memoria, y con él hizo saltar cualquier defensa que se le opusiera. Alfuns es consciente de que podría repetirse algo semejante: el ejército cordobés unido es, hoy por hoy, invencible. Por eso ha trazado una nueva estrategia. Sabe del descontento existente en muchas de las ciudades musulmanas, sobre todo en la periferia del emirato. Sabe de la dura situación que viven los mozárabes en Al Andalus, y también los muladíes, aunque en menor medida. Por ello ha decidido apoyar, e incluso alentar, todo movimiento de resistencia contra Qurtuba que surja dentro de sus fronteras. Ya ocurrió en la Marca Inferior, con el rebelde Ibn Marwan en Marida, que atrajo la atención del emir hace dos veranos y evitó una nueva aceifa hacia el norte. El foco de descontento de Tulaytula es casi permanente, y llegan noticias de una enorme inquietud entre los muladíes del sur de Qurtuba, en las zonas de Raya, Niebla e Ishbiliya.

–En cambio la Marca Superior sigue en calma -aventuró el hijo mayor de Mutarrif.

–Eso es. Y ahí entramos nosotros, los Banu Qasi, los sucesores del gran Musa. Su desaparición condujo de forma inevitable al declive de nuestra influencia, aunque tampoco el emir hubiera permitido entonces un atisbo de nuevas algaradas.

–¿Quieres decir que el rey de los cristianos nos propone tomar el relevo de nuestro padre? ¿Alzarnos de nuevo en rebeldía contra el emir? – inquirió Ismail-. Sus intenciones resultan demasiado evidentes. Una vez debilitado el poder de Qurtuba, nosotros seríamos el siguiente objetivo. Una nueva Al Bayda, ¿y por qué no seguir río abajo? ¡Incluso con la ayuda de los pamploneses!

–¡Cuánto me gustaría que Lubb estuviera aquí, que pudierais escuchar estos argumentos de sus propios labios! – se lamentó Fortún-. Os aseguro que su entusiasmo era sincero. Desea ver reconstruido el principado de nuestro padre, y sabe que, si nuestras fuerzas merman, la siguiente generación está lista para reemplazarnos.

–Debemos valorar la posibilidad que se nos ofrece, Ismail -convino Mutarrif-. ¿O es que tú no has soñado con legar a tus hijos un país que no se vea sometido a los deseos de un soberano que se encuentra en el otro extremo de la Península? El país de los Banu Musa…

Ismail guardó silencio, pero no pudo evitar removerse en su diván.

–Si prende la chispa de la rebelión, ésta puede extenderse como el fuego en un pajar y dejar a Qurtuba sin capacidad de reacción -apuntó el hijo de Fortún-. También ha sucedido en Uasqa, ¿no es cierto, Mutarrif? Si alguien tiene información de primera mano ése has de ser tú. Nos gustaría que nos pusieras al corriente.

–Así es, sobrino. Como sabéis, el emir había dejado Uasqa en manos de Musa ibn Galind, pariente de mi esposa Belasquita y de mi suegro, el rey de Banbaluna. Pues bien, al finalizar este último invierno, Amrús ibn Umar consiguió sorprenderlo mediante traición, y se hizo con el control de la ciudad.

–¿Es cierto que ese Amrús es nieto de Amrús ibn Yusuf, el antiguo gobernador de la Marca? – intervino Ismail.

–El mismo que fortificó esta ciudad. Y ya conocéis la respuesta del emir: no ha vacilado en enviar a un ejército de mercenarios contra Amrús. También el gobernador de la Marca movilizó tropas del contorno y se dirigió a Uasqa, pero, adelantándose a la llegada de semejante ejército, Amrús salió de la ciudad… no sin antes colgar de sus muros el cadáver de Musa ibn Galind como regalo de bienvenida. Dicen que se ha refugiado en algún villorrio del Pirineo, quizá pendiente de una nueva oportunidad, o tal vez en busca del apoyo de los sirtaniyyun.

–¿Y no es ése el destino que nos espera a nosotros si nos alzamos de nuevo contra el emir? – terció Ismail-. Tenemos mucho que perder: nuestra familia aún conserva gran parte de sus posesiones. Una respuesta fulminante por parte de un Muhammad airado supondría el final de los Banu Qasi.

–No si la rebelión se extiende -insistió Fortún-. No si contamos con la complicidad de un rey poderoso, si elegimos el momento adecuado… Sabes que contamos con el apoyo incondicional de la población de la Marca.

–Hay algo más -intervino Mutarrif-. Mi suegro, el rey García, ha dado en los últimos tiempos señales de acercamiento… señales que quizá no he sabido interpretar. Pero a la luz de tus noticias, Fortún, veo que todo podría formar parte de la misma estrategia… Sin duda Alfuns y García comparten un interés: alentar la rebelión interna, azuzar la protesta de muladíes y mozárabes.

–Últimamente parecen compartir mucho más que eso. Nuestro hermano me habló del próximo enlace de Alfuns con Ximena.

–¡El rey asturiano casado con una princesa pamplonesa! – exclamó Mutarrif con asombro.

–¿De qué te extrañas? – rio Fortún-. Los intereses políticos conciertan extraños matrimonios: el tuyo con Belasquita es un buen ejemplo.

–Es cierto -concedió el mayor-. Pero los enlaces entre los pamploneses y los Banu Qasi no son una novedad. En cambio, lo que nos cuentas implica que Alfuns se ha tomado muy en serio la alianza entre los reinos cristianos…

Ismail también se incorporó y, desentumeciendo los miembros, serio, se dirigió hacia la puerta que comunicaba con el patio interior.

–Me siento como un convidado de piedra a esta fiesta -dijo al tiempo que se volvía hacia el grupo y una corriente de aire fresco invadía la sala-. Si ese enlace se produce, ¡un hermano mío estará emparentado con el propio Alfuns! ¡Alguien está escribiendo esta historia por nosotros, y no somos más que actores secundarios en ella!

–Quizá sea cierto lo que dices, Ismail. Pero precisamente ahora se nos presenta la oportunidad de volver a ser protagonistas, como lo fuimos en vida de nuestro padre.

–¿Tal es el poder de persuasión de nuestro olvidado hermano Lubb? Después de dos lustros regresa a la tierra que abandonó y con una sola entrevista te convence para que eches por la borda y olvides esos mismos años de fidelidad a Qurtuba… -Ismail habló con un dejo de amargura desde el vano de la puerta, mientras contemplaba fijamente los jirones de nubes que el viento empujaba.

Los demás permanecieron en silencio, esperando la respuesta de Fortún.

–Desde la entrevista de Arnit hasta hoy, he tenido tiempo de meditar largamente sobre nuestra situación, Ismail. Me he preguntado qué decisión habría tomado nuestro padre en estas circunstancias… y cada vez me caben menos dudas. Hace sólo veinte años, los Banu Qasi consiguieron, conseguimos, dominar el Uadi Ibru por completo, y para ello tuvimos que hacer frente a un emirato fuerte y unido, sin ningún otro apoyo excepto el de nuestros parientes de Banbaluna. Por desgracia, aquella alianza terminó con la muerte de Enneco, el primer Arista, cuando García nos dio la espalda.

–Influenciado por el obispo Willesindo, que se oponía a cualquier alianza con musulmanes -recordó Mutarrif.

–Así es, pero ahora Willesindo está muerto, y García parece desear un nuevo acercamiento. Además contamos con una propuesta de colaboración con Alfuns, el único que puede hacer frente al poder de Qurtuba.

–Un poder que ahora también se ve amenazado por múltiples revueltas dentro de sus fronteras -apostilló de nuevo Mutarrif, ya decididamente alineado con la postura de Fortún.

Ismail regresó junto a los demás y ocupó su lugar en el diván. Las miradas de sus hermanos y las de todos sus sobrinos se centraban en él. Tomó su copa y bebió un largo sorbo, se mordió los labios con parsimonia, y a continuación se los secó con el borde de la manga. Por fin alzó los ojos y se decidió a hablar.

–No tomaré una decisión definitiva hasta mantener un encuentro con nuestro hermano.

La guerra de Al Andalus
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