Capítulo 40

Qurtuba

Los escasos enseres que Onneca y Fortún conservaban en su alojamiento se encontraban ya envueltos en fardos, junto a otras mercancías que ambos habían comprado en el zoco de la ciudad. Las mulas adquiridas para el viaje no tardarían en llegar, y para entonces todo debía estar preparado, pero en las últimas horas Fortún no había aparecido por allí sino para volver a marchar al instante sin prestar atención a los requerimientos de su hija. De hecho, Onneca llevaba varios días observándolo, enfrascado en una actividad frenética cuyo objeto se imaginaba sin dificultad pero que no pudo confirmar hasta que su padre apareció en el patio con cara de satisfacción, por delante de una mula que a su vez arrastraba una sólida carreta de dos ruedas.

–¡Padre! ¿Pretendes arrastrar esos dos arcones a lo largo de cuatrocientas millas? – exclamó con un tono entre enfadado y jocoso-. ¡Retrasarás la caravana!

–Hija mía, por muy prósperos que sean los mercaderes que nos acompañen, no llevarán mercancías más valiosas que las que contienen estas cajas. Llevo veinte años reuniendo este tesoro con mimo, y ahora no lo pienso abandonar aquí.

–Ni yo te pediría tal cosa, padre.

Fortún se acercó a su hija, la tomó por los hombros con ternura y la besó en la frente. Cuando sus miradas se encontraron, las lágrimas que arrasaban los ojos de Onneca desmentían la sonrisa que sus labios trataban de dibujar.

–Ten fe, hija mía. Queda tiempo todavía, no nos pondremos en marcha hasta el amanecer.

Onneca suspiró mientras trataba de enjugarse las lágrimas con el puño.

–No contravendrá las órdenes de su padre. Y de haber tenido ocasión, lo habría hecho ya.

–Quizá todavía no la ha tenido… No desesperes.

–¡Tenía… tenía tantas cosas que decirle! – balbuceó con la voz rota de nuevo.

Fortún le rodeó los hombros y la condujo al interior con suavidad. Aunque ya se adivinaba la suave primavera del sur, el tibio calor de las brasas hacía el ambiente más acogedor. Sobre la mesa baja habían servido una frugal cena que Onneca apenas probó, pero la compañía de su padre le resultaba reconfortante. Observó cómo saboreaba con gusto la comida, y entonces Fortún hizo un gesto cómico que consiguió arrancar la risa de su hija.

–¿Te has parado a pensar cómo van a tener que cambiar nuestras costumbres en adelante? – dijo ella con una sonrisa abierta-. ¿Qué dirán en Pampilona cuando te vean llevarte la comida a la boca así, con los dedos?

–Me temo que no va a ser fácil… veinte años es mucho tiempo, y más en tu caso. Tenías tan sólo doce años cuando salimos de allí.

Fortún hizo una pausa, evocando aquel momento en el que todo pareció venirse abajo.

–¿Qué recuerdos guardas del lugar donde naciste? – preguntó a su hija.

–Recuerdo… que todo era verde, la lluvia continua que en invierno nos obligaba a pasar largas tardes en torno al fuego… la nieve a veces. ¡Hace veinte años que no vemos nevar! Ya casi no recuerdo cómo era… sólo que me ardían las manos.

–¿Y qué más?

–Me acuerdo de mis hermanos, de Enneco, de Aznar, de Belasco … Aunque sus rostros se han borrado de mi memoria, padre. Pero casi lo prefiero así, sé que he de reencontrarme con ellos dentro de unas semanas, y han de ser muy distintos de los niños que recuerdo.

–No va a ser fácil, Onneca…

–Lo sé, padre. Tampoco para ti.

–Tus hermanos han contraído matrimonio, tenemos nietos y sobrinos que no conocemos… y que no nos conocen.

–¿Temes por la acogida que hayan de dispensarte, padre?

Fortún había dejado de comer, y juntos se disponían a despejar la mesa.

–Me temo más a mí mismo, Onneca. Veinte años alejado de la realidad de un reino es demasiado tiempo. Para ser un buen gobernante, es imprescindible vivir esa realidad cada día, estar en contacto con aquellos que han de sostenerte en el poder. Los hombres que en otro tiempo me hubieran prestado su lealtad quizá ya no me reconozcan.

–¡Padre! – musitó Onneca sorprendida-. ¿Acaso estás pensando en renunciar al trono?

–No he dicho tal cosa, Onneca. Nuestro padre aún no ha muerto, a pesar de su avanzada edad, y ruego a Dios para que no le quite la vida antes de nuestro regreso. Pero debo saber cómo están las cosas en Pampilona antes de tomar ninguna decisión. Mi hermano lleva años actuando como regente y, por lo que sé, cuenta con el aprecio de los seniores que gobiernan el país.

–Pero en el momento de la muerte del rey, serás el legítimo heredero, tú eres el primogénito.

–Así debe ser, pero dejemos que Dios nos marque el camino. Por fortuna no tardaremos en conocer sus designios.

Onneca asintió y supo que no debía insistir.

–Ahora debes descansar -sugirió Fortún-, nos esperan jornadas muy duras.

Onneca asintió con la cabeza sin convencimiento, segura de que aquella última noche en Qurtuba sería incapaz de conciliar el sueño, pero no quiso contrariar a su padre. Sabía que sólo si ella accedía él se retiraría igualmente, así que besó a su padre y se recostó en el lecho. Poco después oyó la respiración acompasada del hombre que quizá, con la ayuda de Dios, en pocas semanas habría de ocupar el trono de Pampilona.

Intuyó la llamada antes de que se produjera. Tal vez un susurro, el roce de unas ropas o el ruido de un guijarro la había advertido en su duermevela de la presencia de alguien en el exterior. De inmediato se sintió despejada por completo y se disponía ya a saltar del lecho cuando alguien golpeó la puerta con suavidad por tres veces. En dos zancadas, salvó la distancia que la separaba de la entrada y aplicó el oído sobre la madera.

–¿Quién llama? – susurró.

–¡Abrid! – respondió alguien también con voz queda.

En ningún momento se planteó la posibilidad de que pudiera correr algún peligro, ni creyó necesario despertar a Fortún, que seguía dormido profundamente. Descorrió el cerrojo con esfuerzo, alzó la aldaba y tiró del pomo hacia sí. Dos figuras encapuchadas, una de gran porte y la otra de una delgadez sólo propia de la juventud, se recortaron bajo el quicio en completa penumbra.

–¡Soy yo, madre! ¡Dejadnos pasar!

De la garganta de Onneca escapó un grito ahogado y se apartó enseguida. Muhammad entró en la estancia a oscuras, mientras Badr se encargaba de cerrar la puerta, y sólo después de hacerlo se retiraron los capuces de la cabeza.

–¡Bendito sea Dios, que ha escuchado mis plegarias! ¡Benditos seáis los dos!

Onneca estaba fuera de sí y, cuando Muhammad la abrazó, un acceso de llanto se apoderó de ella. Fortún apareció frotándose los ojos, con una sonrisa que le ocupaba todo el rostro, y enseguida acudió junto a Badr, que aceptó complacido el abrazo que le ofrecía.

–Nunca olvidaré esto, Badr -le dijo al oído-. Esta noche has hecho feliz a mi hija, y te juro por mi Dios que lo recordaré mientras viva.

–Soy fiel a Abd Allah, y lo seré siempre, porque le debo lo que soy. Pero ya sabes cómo he llamado siempre a tu hija, desde que la conocí… Durr, porque siempre la he considerado la perla del harem. Además, esta noche Abd Allah no nos molestará. – Rio-. Te aseguro que a estas horas duerme rendido, ya no tiene veinte años, como las dos esclavas que le he ofrecido.

–En cualquier caso, aprecio tu esfuerzo. Sé lo que arriesgas desobedeciendo a tu señor.

–Por esto merecía la pena, Fortún -respondió mientras dirigía la mirada hacia Onneca, que aún estrechaba a Muhammad contra su pecho mientras con la mano derecha le acariciaba el cabello.

Parecía querer impregnarse de su olor, conservar algo de él. Las lágrimas, esta vez de felicidad, resbalaban por sus mejillas y humedecían la túnica de Muhammad. Por fin, haciendo un esfuerzo, trató de recuperar la serenidad, y se separó de su hijo para poder observarlo de pies a cabeza. Después cerró los ojos, e intentó memorizar cada uno de sus rasgos. Sólo los abrió de nuevo para dirigirse a él.

–¿Podrás perdonarme alguna vez, hijo mío?

Aún le sostenía las manos entre las suyas.

–No hay nada que perdonar, madre. Debes regresar al lugar de donde nunca debiste salir. Y más ahora, cuando ya nada te une a mi padre.

–Tú me unes a él, Muhammad, siempre será así.

–Debes partir junto a mi abuelo, y te ruego que lo hagas sin volver la vista atrás. Mi vida está en Qurtuba, no he conocido otro lugar, y soy feliz aquí -dijo con una voz extrañamente serena y firme para un muchacho de apenas dieciséis años-. Aunque te quedaras, apenas conseguiríamos vernos, y he de decirte que vuestra vida podría incluso correr peligro. Los alfaquíes murmuran, no ven con buenos ojos la presencia de infieles cerca de la familia del emir. Son tiempos convulsos, y cualquier delación, cualquier calumnia, puede derivar en una depuración y acabar con la víctima en el patíbulo.

–Precisamente por ello temo por ti, Muhammad. Debes hacerme la promesa de que te mantendrás al margen de intrigas y enfrentamientos… Debes evitar a tu hermanastro Mutarrif, y sobre todo a su madre. ¡Cuídate de ellos!

–Para eso tengo a Badr -sonrió el muchacho tratando de rebajar la tensión-, él es mi parapeto. Si alguien está al tanto de las intrigas, ése es él, y ya veis lo que está dispuesto a hacer por mí.

Onneca, sin soltar a su hijo, tomó al eunuco de la mano en un gesto de agradecimiento que no requería palabras. Entonces reparó en que todos seguían en pie.

–Perdonad esta falta de hospitalidad. Poco tenemos que ofreceros en la víspera de nuestra marcha, pero un té os reconfortará.

–Avivaré las brasas -se ofreció Fortún.

Mientras disponía lo necesario, los hombres tomaron asiento alrededor de la pequeña mesa.

–Debes prometerme que mantendremos el contacto -dijo Onneca a la vez que colocaba un pequeño recipiente lleno de miel-. No soportaría no saber de ti.

–La comunicación entre Qurtuba y las coras es excelente, madre, lo sabes bien, y el comercio con tierras cristianas no se interrumpirá por muchas guerras que haya. El dinero y el afán de riquezas no entienden de fronteras. Ten por seguro que nos aprovecharemos de ello.

La conversación se prolongó mientras las tazas humeantes se llenaban una y otra vez. Ninguno de los tres pensaba desperdiciar aquella última oportunidad de estar juntos, y el sueño podía esperar. Por su parte, Badr no regresaría al palacio sin Muhammad, la vida le iba en ello.

Aunque los cuatro sabían que con toda certeza nunca volverían a verse, ninguno aludió a esa posibilidad, y la inesperada velada transcurrió como si estuvieran en la víspera de un largo viaje del que pronto hubieran de regresar. Sólo Fortún, que observaba a su nieto sentado frente a él sobre las almohadas, volvió a especular con algo que ya le había mantenido despierto más de una noche: si las cosas se desarrollaban como era de prever, quizás en unos meses llevara sobre las sienes la corona del reino pamplonés. Muhammad, por su parte, en poco tiempo estaría preparado para entrar en el ejército de Qurtuba, y sin duda no tardaría en ser enviado como oficial en su primera aceifa, tal vez a las órdenes de su padre, de su tío Al Mundhir o del propio Muhammad, su otro abuelo. ¿Y si una de aquellas expediciones se dirigía contra las tierras de Pampilona, como muchas de las que en los últimos años habían asolado la frontera? Por un momento se desarrolló ante él una escena escalofriante, en la que su nieto arremetía contra uno de sus hombres y éste, ignorante de su identidad, lo atravesaba de lado a lado con su espada. Con el rostro descompuesto sacudió imperceptiblemente la cabeza para apartar de sí aquellos funestos pensamientos, y su mirada se dirigió a Onneca, que contemplaba embelesada a su hijo. Badr, en cambio, parecía dar ya muestras de inquietud y no tardó en incorporarse para ir hasta la puerta, que entreabrió para observar el firmamento.

–Pronto amanecerá -confirmó-. No podemos esperar mucho más.

Sólo Onneca permaneció sentada, como queriendo prolongar aquel instante. Sabía lo que iba a suceder a continuación, algo para lo que ninguna madre está preparada nunca: despedirse de su único hijo, posiblemente para siempre. Sintió una opresión que a duras penas le permitía respirar, y de nuevo las lágrimas acudieron a sus ojos, hasta que Fortún la tomó de la mano y, sin palabras, la invitó a levantarse. Muhammad se acercó despacio y, sólo cuando la tuvo al alcance de sus brazos, se lanzó contra ella para hundir el rostro sobre su hombro.

–Debes ser fuerte, hijo mío -sollozó Onneca-. Cumple con tus obligaciones, y nunca en tu vida olvides que la sangre vascona también corre por tus venas.

–Id tranquilos, los dos. Os echaré de menos… pero estaré bien -respondió él en un susurro sin retirar la cara del cuello de su madre.

Se apartó de ella con los ojos apenas abiertos para contener las lágrimas que un hombre como él no debía derramar y abrazó a Fortún rodeándolo con los dos brazos.

–Has sido mi segundo padre, Fortún. Te juro que nunca olvidaré tus enseñanzas.

–Nada tengo que agradecer a tu padre ni al emir, todo lo que nos han traído son desgracias… excepto tu existencia. Ten por seguro que, mientras yo sea alguien en Pampilona, allí tendrás el sitio que te corresponde si algún día deseas regresar con tu familia.

Muhammad asintió mientras le apretaba los hombros a su abuelo. Onneca se unió a ellos en el último abrazo, mientras Badr se disponía ya a cubrirse el rostro con el embozo. Cruzó la sala, veló las llamas con la pantalla de metal y regresó a la puerta para asomar la cabeza antes de dejar salir a su protegido. Cuando estuvo seguro de que nadie rondaba por el exterior, le hizo un gesto con la cabeza y abandonaron juntos la casa.

Onneca permaneció en la puerta con Fortún a su espalda mientras Muhammad y el eunuco se perdían en la oscuridad.

La guerra de Al Andalus
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