Capítulo 73
El sitial reservado para Al Mundhir ocupaba un lugar central y destacado entre el hayib, sus seis visires, el katib responsable de la chancillería, el secretario personal del emir y los dos generales que completaban la reunión que cada jueves se celebraba en las dependencias privadas del soberano. Aún no se habían acomodado en los divanes ricamente adornados que se disponían en torno al estrado, y todos ellos conversaban en pequeños grupos con un tono de voz contenido. Sólo cuando el chambelán anunció la presencia del emir se dispusieron frente a la entrada, y reaccionaron al mismo tiempo con una marcada reverencia que duró hasta que Al Mundhir, acompañado por Abd Allah, hubo tomado asiento. Con las dos manos, les señaló que podían ocupar sus lugares, y todos, a excepción del katib, siguieron su indicación.
–Mi apreciado Temam, ¿has completado el informe que te encargué? – preguntó el emir.
Temam ibn Alqama, el joven canciller que, tras una carrera fulgurante, se había ganado la confianza del soberano, afirmó con la cabeza.
–Así es, mi señor. Si me lo permites, procederé con una abreviada exposición ante mis colegas.
El emir asintió mientras se acomodaba sobre los cojines, en un gesto que imitaron el resto de los asistentes. Temam, en pie frente a él, se aclaró la voz y comenzó.
–Como todos sabéis, Muhammad, el padre de nuestro emir, que Allah tenga en su Misericordia, centró sus esfuerzos a lo largo de su reinado en la guerra del norte, en la neutralización de la amenaza que suponía, y aún supone, el empuje del ejército infiel encabezado por su rey, Alfuns. Para él y para sus asesores, era vital el control de la Marca Superior, como base de operaciones y como parapeto frente al afán de expansión de los cristianos. La nueva rebelión de los Banu Qasi, antiguos aliados, obligó a duplicar nuestros esfuerzos, y cada año nuestras expediciones hubieron de dirigirse en primer lugar a las orillas del Uadi Ibru con el fin de hacer entrar en razón a sus díscolos habitantes, para a continuación dirigirse en ocasiones hacia Pampilona, en ocasiones hacia Alaba, Al Qila y Liyun, donde nos esperaba, con la ventaja del conocimiento del terreno, el rey Alfuns. Obtuvimos importantes victorias, pero también sonadas derrotas que en ocasiones nos obligaron a pactar treguas prolongadas, siempre utilizadas por Alfuns para rearmarse y fortalecer sus posiciones.
»Los disidentes internos, todos ellos muladíes y dimnis de origen hispano, aprovecharon la atención que merecía la defensa de las fronteras para medir sus fuerzas contra el Estado, y así, uno tras otro, tuvimos noticia de los levantamientos de Ibn Marwan en Marida, de Ibn Hafsún en Raya, de Ibn Zennun en Tulaytula y de los Ibn Hayay y los Ibn Jaldún en Ishbiliya. Durante su emirato, la rebelión fue como uno de esos monstruos a los que nacen cabezas cada vez que se las cortan. Fue necesario acudir a sofocar todas estas insurrecciones y, mientras lo hacíamos, Alfuns reforzaba las líneas de frontera, construía fortalezas, repoblaba lo que hasta ahora había sido «tierra de nadie». No sólo utilizó colonos procedentes del norte, sino que atrajo a muchos mozárabes de Al Andalus, de la propia Qurtuba, a los que se ofreció la posibilidad de convertirse en propietarios de las tierras yermas que fueran capaces de roturar y hacer productivas. El mismo Alfuns dio apoyo, si recordáis, a alguno de los rebeldes, especialmente a Ibn Marwan en la Marca Inferior, y a los Banu Qasi en la frontera Superior. De esta forma, a la muerte de Muhammad, nos encontramos con que los pendones cristianos ondeaban en una larga cadena de fortalezas a lo largo del Uadi Duwiro, e incluso, en el oeste, alcanzaban las proximidades del Uadi Tadjo.
»A su advenimiento, nuestro nuevo soberano -aquí hizo un gesto hacia Al Mundhir- se encontró con una situación política preocupante, y comprendió que no podía abarcar de una vez todos los frentes que se abrían. Se planteó la necesidad de continuar con la política iniciada por su padre, es decir, reconocer la autonomía efectiva de algunas de estas tierras que se habían alzado en armas. Se hizo así con Ibn Marwan en Batalyus, y también con los toledanos. Antes se había hecho con Muhammad ibn Lubb, en su principado de Tutila, aunque en esta ocasión fue a cambio de la insustituible plaza de Saraqusta. Si se consintió tal estado de cosas… fue porque las ambiciones de todos estos caudillos terminaban donde terminaban sus tierras, era sólo… un deseo de autonomía local.
Temam parecía vacilar, y todos siguieron la dirección de su mirada. El emir se había llevado una mano al vientre, y su rostro reflejaba sufrimiento.
–Señor… -tanteó.
El emir alzó la vista y trató de recomponer el gesto. Abd Allah se había acercado a él, pero Al Mundhir, pálido aún, lo detuvo con la mano extendida.
–No es nada, un dolor pasajero. Ya estoy mejor. Continúa.
El katib dudó aún un momento antes de proseguir, pero la mirada del emir, fija en él, acabó por convencerlo.
–Hablaba de la concesión de prebendas a determinados caudillos locales a cambio de su compromiso de… digamos… no crear problemas al emirato. El riesgo que esta situación implica es el deseo de emulación de otros, lo que podría acabar convirtiendo nuestra administración en una simple oficina de registro donde se consignen los cambios protagonizados por los rebeldes en sus respetivas regiones. Porque con Batalyus, Tutila, Tulaytula, Ishbiliya y ahora Burbaster, ya son cinco las entidades autónomas en la práctica, casi independientes. Y ello tiene una gran importancia política, pero a efectos prácticos su mayor incidencia es la económica: son impuestos que nunca llenarán nuestras arcas.
»La situación más inquietante ahora se produce en la kurah de Raya. La valoración que nos merece la revuelta de Ibn Hafsún no puede ser la misma que las que acabo de mencionar, precisamente porque carece del carácter local de éstas. Después de su deserción del ejército hace cuatro años, el movimiento que encabeza no ha dejado de crecer y ha adoptado tintes preocupantes. Nos siguen llegando noticias de sus discursos incendiarios, pero algo ha cambiado en ellos. Ya no se limita a prometer protección frente a nuestros gobernadores si dejan de afrontar el pago de sus impuestos, sino que ha empezado a hablar abiertamente de un estado muladí independiente. Su ambición política parece aumentar con cada población que se une a su demencial revuelta, e incluso ha enviado embajadas a Qayrawan con el objeto de que ese estado ficticio que dice haber creado sea reconocido por el califato abasí de Bagdad.
»Aryiduna, la capital de la cora de Raya, se encuentra en plena zona de influencia de los rebeldes, que con frecuencia cortan nuestras vías de comunicación, asaltan nuestras columnas e interceptan nuestros correos. Os planteo por ello, como primera medida, la posibilidad de trasladar la capital a Malaqa. Es uno de los asuntos que debéis abordar hoy, junto con las acciones que consideréis necesarias para afrontar de una vez por todas la rebelión de Ibn Hafsún.
–Excelente, Temam -intervino el emir cuando comprobó por la inflexión de su voz que el katib había terminado su exposición-. Creo que todos compartimos la necesidad de acabar con ese perro traidor. Sólo queda por decidir cuál será la táctica que emplearemos.
El hayib se incorporó para mostrar su intención de tomar la palabra, y el emir asintió.
–Como ha recordado Temam, en el pasado hemos dividido nuestras fuerzas en diversos empeños, y ello nos ha llevado en ocasiones a fracasos inesperados. Mi opinión es que debemos esperar a reunir todas las tropas que ya están llegando a Qurtuba y lanzar un ataque devastador.
–¿Sobre qué objetivos? ¿Las ciudades que Ibn Hafsún ha conquistado recientemente? – interrogó Al Mundhir.
–Sobre el corazón de la rebelión, un ataque coordinado contra la cadena de fortalezas que ese renegado ha levantado en torno a Burbaster y contra Burbaster mismo.
–¿Alguien tiene algo que oponer a la propuesta de nuestro hayib? – preguntó.
Ante el silencio general, el emir continuó.
–En ese caso yo mismo tomaré el mando de las tropas. Vosotros -dijo señalando a los dos generales presentes- ocuparéis el segundo escalón y llevaréis el peso de las operaciones.
Se dirigió después al hayib y a los visires.
–Mi hermano Abd Allah se ocupará de los asuntos ordinarios de gobierno durante mi ausencia, con vuestra ayuda. Respecto al cambio de capitalidad que planteas, me parece una medida inteligente. Mi secretario, con el qadi, se encargará de redactar los documentos oportunos.
Al Mundhir hizo una pausa antes de continuar.
–Bien, ahora pasaremos a tratar… a tratar el resto de los asuntos que…
El repentino silencio hizo que todas las miradas se centraran en el emir, y todos vieron cómo de nuevo el color abandonaba su rostro antes de que la cabeza cayera laxa sobre el pecho. Sólo Abd Allah llegó a tiempo para evitar que el cuerpo del soberano, vencido por el peso, se desplomara sobre las alfombras que cubrían el estrado.
–¡Los médicos! ¡Llamad a los médicos!