Capítulo 98

Qurtuba

Las voces de alarma llegaron demasiado tarde, y la guardia que custodiaba la Bab al Qantara no fue capaz de reaccionar a tiempo. Una primera saeta describió un arco de luz perfecto en medio de la noche e impactó en la techumbre de la mezquita aljama. La siguieron una veintena más. Los arqueros de Ibn Hafsún que se habían aventurado hasta el centro del puente romano volvían ahora grupas en dirección a la aldea de Saqunda, el arrabal de la capital situado en el margen opuesto del Uadi al Kabir, y se perdían en la oscuridad. Para cuando los arqueros cordobeses acudieron a las murallas y tensaron sus armas para rechazar el ataque, el viejo puente ya estaba desierto, de forma que toda la atención se centró en los tejados de la mezquita y del palacio del emir, donde las llamas comenzaban a cobrar fuerza.

Las incursiones, cada vez más audaces, se habían convertido en una preocupación constante para los habitantes de Qurtuba, que habían acabado por abandonar los cultivos incluso en las fincas más cercanas a la ciudad, a orillas del río. En el resto de la campiña, hacía tiempo que los aldeanos habían renunciado a trabajar en sus alquerías, bien para huir de las tropas del rebelde muladí, bien para unirse a ellas en el castillo de Bulay.

Abd Allah descansaba en sus estancias después de compartir velada con dos bellas concubinas que todavía no habían sido invitadas a abandonar el lecho cuando se vio importunado. El eunuco encargado de dar el aviso al parecer conocía bien los arranques de ira con que el soberano solía obsequiar a quien se atreviera a interrumpir su sueño, por lo que solicitó la ayuda de las muchachas con un gesto.

Una de ellas se inclinó sobre el emir y le acarició el hombro y el brazo mientras le hablaba con suavidad.

–Mi señor, debéis despertar -dijo mientras repetía las caricias-. Los asuntos del gobierno os reclaman.

Abd Allah abrió los ojos con disgusto, vio al eunuco ante sí y tardó un instante en hacerse cargo de la situación.

–¿Qué ocurre? – preguntó, aún malhumorado y somnoliento.

–Majestad, el sahib al madina os reclama, al parecer se ha producido un nuevo ataque. Disteis orden de que se os diera aviso si…

–¡Sé las órdenes que di! – cortó irritado-. ¿Dónde se ha producido el ataque?

–En las propias puertas de Qurtuba, mi señor. Se ha conseguido apagar los fuegos provocados en la aljama y en el ala meridional del palacio.

–¿Ese bastardo ha osado atacar mi propio palacio? ¿Mi mezquita? – aulló mientras se levantaba, sin molestarse en cubrir la desnudez de su cuerpo, extrañamente blanquecino.

–¡Haz venir a mi chambelán! ¡Quiero a los ministros y a todos los generales reunidos conmigo al amanecer!

Abd Allah pasó el resto de la noche a solas, sumido en sus reflexiones, hasta que, poco antes del amanecer, hizo llamar a los sirvientes que habrían de preparar su atavío. Vistió una cálida túnica de lana negra adornada con brocado y pasamanería, y salió de sus aposentos en dirección al ala oriental del palacio, donde se encontraba el acceso al sabat, que lo llevaría al interior de la mezquita. Un ujier provisto de un grueso manojo de llaves y varios miembros de su guardia personal se unieron a él en el camino, y juntos atravesaron el paso elevado sobre la calzada que salvaba la calle, habitualmente concurrida. El conocido y agradable aroma a aceites perfumados y a cera le invadió la nariz, y en medio de la penumbra se dirigió al espacio central que se abría en el muro de la qibla. Afortunadamente, no se apreciaba señal alguna del pequeño incendio en la techumbre, y en unos días nadie recordaría aquel episodio. También él prefirió olvidarlo, y una vez más centró su atención en la belleza de aquellos arcos superpuestos, la inmensidad de la nave cuya cubierta parecía flotar sobre un mar de juncos. Alcanzó la entrada de la maqsura, el espacio al que sólo el soberano tenía acceso, y alzó los ojos hacia la magnífica cúpula del mihrab antes de postrarse sobre las alfombras que cubrían el pavimento. En medio del silencio de la noche, completamente solo, sintió el peso de la enorme responsabilidad que caía sobre sus hombros y que parecía a punto de acabar con su resistencia. Porque a pesar de hallarse continuamente rodeado por una corte de funcionarios, sirvientes, poetas aduladores, militares, concubinas, incluso de hijos y esposas, la soledad en la que se sentía inmerso en los últimos tiempos atenazaba su corazón. En ese momento fue consciente de cuánto echaba de menos a su hijo Muhammad, y una punzada de amargura y remordimiento le atenazó el estómago hasta la náusea. En contra de la opinión de sus consejeros, había sido tajante en su negativa a nombrar un nuevo heredero. Sabía que, a pesar de lo que su corazón le dictaba, en los próximos días habría de liberar a Mutarrif, pero jamás le daría la satisfacción de ocupar el puesto de su hermano muerto. Tampoco pensaba hacerlo con ninguno de sus hermanos menores, pues con ello sólo despertaría nuevas animadversiones. De hecho, en su fuero interno reconocía que tal nombramiento no era prioritario, quizá ni siquiera fuera ya necesario. El emirato peligraba, la guerra civil se había extendido por Al Andalus, y ese maldito Ibn Hafsún la había traído a las puertas de Qurtuba. El ataque de aquella noche, una razia apresurada e inofensiva, no habría tenido mayor importancia si no fuera por la carga simbólica del mensaje que aquellas flechas encendidas habían trasladado a los qurtubíes. Todos en la ciudad sabían ahora, y pronto se conocería en todo Al Andalus, que Umar ibn Hafsún había osado alcanzar con sus saetas el corazón político del emirato, el propio palacio del emir, y también la mezquita aljama, el símbolo de su poder religioso. Aquélla era la manera elegida por aquel maldito para lanzar su reto, y ambos sabían que él estaba obligado a aceptarlo. ¿Para qué perder un tiempo precioso en el nombramiento de un nuevo heredero si nadie podía asegurar que el emirato sobreviviera a aquella primavera? En las últimas semanas, otra posibilidad se había ido afianzando en su mente, y el protagonista era aquel pequeño Abd al Rahman, de la sangre de Muhammad. Si el Todopoderoso los bendecía con una improbable victoria contra sus enemigos, él habría de ser su opción.

No era más que un bebé, sí, pero los niños no conspiraban para alcanzar el trono. Si el emirato y él mismo lograban sobrevivir a la peor de sus crisis, el pequeño Abd al Rahman alcanzaría la madurez necesaria cuando sus propias fuerzas comenzaran a flaquear, si es que llegaba a ver tal cosa. Entonces tendría preparados los resortes oportunos para que la aristocracia árabe que mantenía a los omeyas en el poder reconociera en él al sucesor natural, por encima de otros pretendientes, incluso por encima del resto de sus hijos varones. Si Allah se lo permitía, tendría tiempo para darle la mejor educación, para modelarlo a su antojo, para hacer de él el mejor emir desde el primer Abd al Rahman. Por un momento trató de imaginar el emirato definitivamente pacificado, a aquel niño aclamado como soberano… y no pudo evitar que lo embargara una oleada de emoción.

La llamada del muecín a la primera oración, sin embargo, lo sacó de sus ensoñaciones. Pronto se abrirían las enormes puertas al fondo del haram y la mezquita se llenaría de fieles con quienes compartiría el salat. Tras cumplir con su obligación como buen musulmán, le esperaba una reunión con sus ministros que había resuelto hacer decisiva. Aquella mañana iba a comenzar a erigir el futuro, y el futuro pasaba por la derrota de Ibn Hafsún.

–Mi decisión es firme -atajó ante el grupo de visires y generales que mantenían su mirada fija en él-. Allah no permitirá que caiga la ciudad cuyo esplendor ha servido para ensalzar su nombre en todo el orbe.

–Mi señor, al menos delega el mando, en mí, en uno de tus hijos o en cualquiera de tus generales.

–¿Acaso no confías en tu soberano, Abd al Malik?

–No penséis eso de mí, sahib -se apresuró a aclarar el general-. Se trata de actuar sobre el ánimo de Ibn Hafsún, demostrarle que no le damos la importancia suficiente como para que sea el emir en persona quien salga a enfrentarse a él.

–¿Cuántas veces nos hemos enfrentado ya en persona? – repuso con un tono casi despectivo por lo endeble del argumento.

–Por otro lado -siguió el general-, cabe la posibilidad, Allah no lo quiera, de que nuestro ejército se vea descalabrado, y en ese caso siempre podrás culpar del desastre a la incapacidad de tus subordinados. Lo contrario sería cerrar la puerta a una justificación que evite el desánimo general. Recordad el dicho, Majestad, vale más que diez generales pierdan diez batallas que una sola derrota del emir.

–Valoro tu ofrecimiento, Abd al Malik, pero ésta no es una batalla cualquiera. Lucharemos a las puertas de Qurtuba, y si ese renegado vence, será nuestro fin, el fin de nuestra presencia en Al Andalus. Cuando el emir salga por la Bab al Qantara, sólo regresará como vencedor… o no regresará.

La guerra de Al Andalus
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