Capítulo 67

Saraqusta

–¡Está decidido! ¡Negociaré el amán! Si quieren Saraqusta, que se queden con ella.

–Muhammad, esa decisión es muy grave… ¡No habría vuelta atrás! – le advirtió Mijail.

–¿Con qué derecho puedo pedir a los habitantes de esta ciudad que se sometan de buen grado a su enésimo asedio? Cada primavera es lo mismo: como aves de mal agüero, vemos aparecer por las colinas del poniente a los que han de arrasar nuestras cosechas, a los que traen el anuncio del hambre que nuestra gente pasará durante el invierno. ¡Cinco aceifas han visto los muros de esta ciudad en la última década!

–Esta vez no es lo mismo, la expedición viene encabezada por el hayib Haxim, ninguno de los hijos del emir le acompaña.

–¡Precisamente por eso, Mijail! Si con alguien hay posibilidad de negociar y de alcanzar un buen trato, es con él. De comandarla Al Mundhir quizá ni siquiera habría barajado esta posibilidad, pero Allah ha querido enviarnos a Haxim. Me debe la libertad de su hijo…

–Deberías pedir autorización al Consejo…

–¡No hay tiempo para eso! ¡El ejército ya ha dejado atrás Qala't Ayub! – exclamó mientras se ponía en pie con violencia-. Convocaré a los notables de Saraqusta, pero estoy bien seguro de que tengo su aprobación.

–¿Y si el hayib no accede a tus pretensiones? Ha de venir con instrucciones precisas del emir…

–¿Para qué enviar a su mejor general y primer ministro si no se le permite tomar decisiones en la campaña? No, no es eso lo que me preocupa.

–Se nombrará a un nuevo gobernador, y sabes que su primera labor será reanudar la recaudación de impuestos para Qurtuba.

–¡Lo sé! ¡Por todos los demonios, lo sé! – estalló Muhammad-. Y por eso trataré de buscar una compensación. ¡También nosotros recaudamos impuestos! ¿Para qué los hemos empleado hasta ahora, Mijail? Yo te lo diré: para reforzar nuestras defensas contra el emir, para fabricar nuevas armas, para importar grano cuando nuestras cosechas eran arrasadas… Trataré de que el oro que ahora contienen nuestras arcas pueda servir para aliviar cargas futuras.

–¿Entiendo entonces que debo convocar a los notables?

–Aquí mismo, antes del anochecer.

El oficial se dirigió hacia la puerta.

–¡Mijail! – llamó Muhammad-. Sé que piensas de corazón que mi decisión es equivocada… y te agradezco que me lo hagas saber, aun a pesar de poner en riesgo nuestra relación.

Muhammad no podía evitar sentirse impresionado. Por mucho que contemplara aquel espectáculo, su mente no alcanzaba a imaginar la cantidad de voluntades que era necesario comprometer para movilizar un ejército semejante. Ante él, a los pies del altozano que acababan de coronar, se extendía un inmenso mar de tiendas que abrazaban el cauce del Uadi Uarba, en el que sólo con verdadera atención se adivinaba una disposición racional. Aunque se confundían entre los accidentes del terreno y la vegetación, se apreciaban grupos de cuarenta tiendas, posiblemente correspondientes a una misma unidad militar. Entre ellos se abrían, a veces casi imperceptiblemente, pasos más anchos que permitían el trasiego de hombres y monturas. Hacia el centro del campamento, se alzaban las jaimas más grandes que ocupaban oficiales y funcionarios de alto rango, y entre todas ellas destacaba por su tamaño y su factura la que sin duda ocupaba el hayib. En esta ocasión, se echaba de menos la majestuosa qubba real, símbolo del poder del emir y de sus herederos, pero Muhammad daba gracias al cielo por que así fuera. Los estandartes de todas las unidades ondeaban con el viento del norte, que soplaba con fuerza, y sobre la tienda de Haxim el pendón blanco de los omeyas compartía mástil con una media luna cubierta de oro que arrojaba destellos al sol de la mañana.

–¿Veinte mil, quizás? – aventuró Mijail.

Muhammad asintió.

–Demasiados. Aunque consigamos evitar que arrasen nuestros campos, no van a dejar un grano de cereal ni un solo animal en las alquerías de millas a la redonda. Hemos de lograr que sigan su camino cuanto antes.

–¿Son aquéllos nuestros emisarios? – se preguntó Mijail, que se protegía los ojos del exceso de luz con la palma de la mano.

Uno de los dos jinetes que acababan de abandonar el campamento enarboló una banderola blanca con el brazo en alto, y el fuerte viento hizo el resto.

–¡Adelante! – ordenó Muhammad-. ¡Es la señal!

No era la qubba de Al Mundhir, pero la haymah hacía honor al rango del primer ministro del emirato. El cuero de camello de la cubierta tamizaba la luz hasta el extremo de hacerla insuficiente a pesar del sol brillante que lucía en el exterior, por lo que era necesario mantener encendidas decenas de lamparillas que daban al interior del recinto un ambiente agradable y acogedor. Alfombras de seda y lana de bellísima factura cubrían el suelo, y sobre ellas descansaban varios divanes dispuestos en semicírculo, con el sitial destinado al general en el centro.

El efecto que toda aquella parafernalia pudiera causar en quien acudiera por primera vez quedaba amortiguado en el caso de Muhammad, quien ya había tenido ocasión de comprobar ante el príncipe Al Mundhir cómo aquel protocolo había sido concebido con el único objeto de impresionar a los visitantes, por alto que fuera su rango. Sin embargo, no podía negar que entraba allí con un nudo en el estómago, y con la sensación de que lo hacía a pecho descubierto, sin saber a lo que habría de enfrentarse.

Se había hecho acompañar por uno de los funcionarios de la administración de Saraqusta en funciones de secretario, por el primer qadi, el imam de la mezquita mayor y un único representante de las principales familias de la ciudad. Junto a Mijail y él mismo, sumaban un número adecuado de delegados para una embajada como aquélla. Frente a ellos, nadie todavía. El chambelán que los había recibido acababa de abandonar la estancia, y los seis hombres permanecían en pie intercambiando las últimas impresiones antes del encuentro, aunque por lo intrascendente de los comentarios daba la impresión de que el único objetivo de su conversación era evitar un silencio incómodo. Sólo el qadi, ya anciano y aquejado de una extraña enfermedad que deformaba sus huesos, hubo de tomar asiento en el borde de uno de los divanes, pero acababa de hacerlo cuando el chambelán irrumpió de nuevo para anunciar el inicio de la entrevista.

Haxim accedió a la sala seguido por varios acompañantes, que permanecieron tras él. El general se dirigió con decisión hacia Muhammad, y ambos se tomaron de los brazos.

–Volvemos a encontrarnos -dijo con rostro serio.

–Así es, general.

–¡Excelencia! – corrigió con voz queda el chambelán desde atrás.

–¡Vamos, vamos! – replicó el hayib con un expresivo gesto de hastío-. Acabemos con las presentaciones y tomemos asiento.

Muhammad recorrió con la vista la fila de acompañantes del primer ministro escuchando con atención sus nombres y cargos: el secretario personal del hayib, un wazir, dos generales y uno de los alfaquíes. De inmediato ocupó el lugar que el chambelán le indicaba.

–Tú has solicitado esta entrevista -empezó Haxim al tiempo que separaba las dos palmas de las manos.

–Así es -respondió Muhammad, omitiendo otra vez el tratamiento-. El emir te envía de nuevo contra nosotros, y no hace falta preguntarse con qué intención: comprobar que nuestras defensas siguen siendo inexpugnables, aunque para ello sea necesario que decenas o centenares de tus hombres y de los míos se dejen la vida al pie de las murallas. Probar quizá si por una vez el asedio prolongado de la ciudad rinde sus frutos y, de no ser así, seguir tu camino después de talar nuestros árboles, robar nuestro ganado y arrasar nuestros campos.

–Te oigo utilizar repetidamente la palabra «nuestro», pero desconozco de dónde procede la autoridad por la que te arrogas esa potestad sobre la ciudad.

–Del único origen posible: de la voluntad de sus habitantes, que durante generaciones han reconocido como legítimos gobernantes a los caudillos de mi familia.

–Sólo una vez un Banu Qasi gobernó Saraqusta con legitimidad, la que os otorgó el emir al nombrar a tu abuelo Musa ibn Musa gobernador de la Marca. Sin embargo, años más tarde fue desposeído de tal privilegio, y desde entonces cuantas veces habéis usurpado el poder, lo habéis hecho sin la legalidad que sólo Allah puede conceder a través del emir de Qurtuba.

Muhammad esbozó una sonrisa cargada de ironía.

–La autoridad sobre las tierras de Al Andalus no procede del cielo, sino de la fuerza de vuestras armas.

–¡Blasfemas! – exclamó, incorporándose, el alfaquí.

También el imam de Saraqusta dirigió a Muhammad una mirada de reproche.

–Excusadme si os he ofendido, no era mi intención, y tampoco quiero desviarme del hilo de mi discurso. Permitid que continúe.

Haxim asintió.

–He querido adelantarme a vuestra llegada para proponerte algo. Esta vez no vengo a pedir, sino a ofrecerte eso que tanto ansias. Será la segunda vez que lo haga…

El hayib sonrió al comprobar que no perdía la ocasión de recordarle el apoyo ofrecido dos años atrás.

–Dinos de qué se trata.

–Estoy dispuesto a entregarte Saraqusta.

Haxim abrió los ojos desmesuradamente y permaneció en absoluto silencio, con la mirada fija en el rostro de Muhammad. Los dos hombres se observaron impertérritos hasta que el secretario personal se acercó a la espalda del hayib e hizo un comentario que sólo él pudo oír.

–¿A cambio de qué? – preguntó escuetamente.

–Del reconocimiento de mi autoridad sobre las tierras que tradicionalmente han sido nuestro feudo: Arnit, Tutila, Tarasuna, Al Burj… y otras muchas que deberemos consignar en el documento que otorgue ese reconocimiento. Por supuesto, en esas ciudades la capacidad de recaudar tributos y administrarlos será nuestra.

–Me estás proponiendo que reconozca tu autonomía para gobernar un principado…

–Te estoy proponiendo depositar en tus manos, en las manos del emir, la capital de la Marca sin derramar una sola gota de sangre.

Muhammad hizo una pausa para que Haxim asimilara la importancia de lo que acababa de escuchar.

–Pero no he terminado… Es evidente que, si aceptas mi proposición, recuperarás la potestad de recaudar la jizya, el zakat y el resto de los impuestos con los que Qurtuba agradece la fidelidad de sus súbditos. Y yo dejaré de percibir las jugosas contribuciones que Saraqusta hacía a nuestras arcas. Por eso te pido una compensación.

–Ni siquiera te he dado una señal de haber considerado tu primera petición, y tú en cambio sigues sumando exigencias.

–No estoy dispuesto a aceptar ni un solo diñar menos de lo que te voy a pedir. Por eso te expongo toda la reclamación en conjunto, y sólo me queda que escuches el importe que considero justo para tal compensación. Creemos que veinte mil dinares de oro serán suficientes.

Se oyeron varias exclamaciones de asombro procedentes de los cordobeses, pero también de algunos de los acompañantes de Muhammad. De nuevo el secretario se acercó a Haxim.

–Quizá sería mejor que hablaras para todos -espetó Muhammad con impertinencia.

El funcionario miró a su señor y recibió de él el asentimiento.

–¡Informaba a mi señor de que la cantidad que exiges equivale a tu peso en oro!

–Eres rápido con la aritmética -se limitó a responder, sarcástico.

Haxim pareció reflexionar, aunque las venas de su cuello demostraban que la indignación se había adueñado de su ánimo.

–Planteas un contrato de compraventa. ¡Me quieres vender Saraqusta!

Muhammad hizo un gesto de disgusto.

–No, esa expresión es muy poco apropiada, Haxim. No estamos tratando sobre un rebaño de carneros.

–Lo que me propones es imposible. No estoy cerrado a negociar una eventual compensación, pero es demencial que…

Muhammad se alzó enfurecido.

–¡En ese caso habrá lucha! Pero recordarás esta entrevista cuando abandones Saraqusta sin conseguir poner un pie en sus murallas. ¡La recordarás el resto de tus días!

Todos estaban ya en pie, con rostros de preocupación, y Muhammad avanzaba hacia la salida.

–Puedo hacer que te detengan.

Muhammad se detuvo en seco y giró su cuerpo en dirección a Haxim para clavar la mirada en sus ojos.

–Puedes hacerlo… pero no lo harás.

El hayib se debatía en un mar de dudas, eso era evidente y, aunque trató de sostenerle la mirada, acabó bajando los ojos al suelo.

–¿Tienes inconveniente en mantener una conversación en privado? – dijo entonces.

Muhammad se permitió relajar la tensión de sus músculos y comenzó a mover la cabeza en un gesto de afirmación. Haxim entonces, para sorpresa de todos, se dirigió hacia él y lo tomó del brazo para conducirlo al exterior.

Bastó una simple orden para que una unidad de guardias armados y de altura descomunal se dispusiera en formación tras los dos hombres, que sin cruzar palabra atravesaron el campamento hasta la ribera del río. Haxim aflojó el paso y enfiló una vereda rodeada de vegetación. Sólo allí, lejos de cualquier oído indiscreto, comenzó a hablar de nuevo.

–Has mencionado lo que hiciste por mí en Liyun… y sabes que cuentas con mi agradecimiento eterno por aquello. Pero lo que me pides sería un suicidio político para mí.

–¡Vamos, Haxim! Todos sabemos que eres la mano derecha del emir, su mano derecha y su confidente. Cualquier cosa que tú le propongas será refrendada al instante.

–No hablo del emir, sino de su heredero. Entre nosotros ha crecido la desconfianza, y en los últimos tiempos hemos protagonizado sonados enfrentamientos. Me acusa de ser en exceso proclive a la diplomacia y la negociación, y todo lo atribuye a mi captura por el rey Alfuns y a los acontecimientos posteriores. Precisamente creo que es mi cercanía a su padre lo que ha acrecentado su odio hacia mí.

–El emir te recibirá a tu regreso, y le entregarás Saraqusta en bandeja de plata.

–De plata habría de ser, porque todo el oro lo tendrías tú.

Muhammad sonrió ante el comentario, pero Haxim prosiguió:

–Al Mundhir utilizaría la entrega de ese oro contra mí. Lo presentaría como un signo de debilidad, como el pago a lo que hiciste por mi hijo. Y quizá no le faltara razón. ¿Qué demostración de autoridad sería para los enemigos de Qurtuba ver cómo el emir paga a otros como ellos para liberar sus territorios?

Se detuvieron junto a un remanso del río, y Muhammad se colocó frente al general. Vio a un hombre cansado, y por un momento sintió lástima por él, pero siguió exponiendo sus argumentos.

–¿Acaso Al Mundhir ha conseguido algo mejor cada vez que ha intentado tomar Saraqusta por la fuerza? Los beneficios que obtendrás en forma de tributos os resarcirán del pago. Además, nada puede hacer contra ti si gozas de la protección del emir.

–Lo que temo es el momento en que Muhammad desaparezca.

–Los temores futuros no deberían condicionar nuestras decisiones. Y sabes como yo que para el emir resulta imperioso establecer la paz en la frontera, pues las rebeliones contra vuestro poder empiezan a surgir en cada esquina.

Haxim calló, y durante un momento sólo se oyeron las hojas de los álamos agitadas por el viento. Al fin pareció reaccionar, y volvió el rostro de nuevo hacia su interlocutor.

–No dispongo de tanto oro en mis arcas.

Muhammad sonrió con incredulidad y respondió con tono firme:

–En tus arcas transportas eso y más. Empiezo a estar al tanto de vuestros modos de actuar, y sé que no atravesarías el país sin el oro suficiente para hacer frente a rescates imprevistos, o al pago de nuevos mercenarios, si los precisas.

Haxim se apartó y permaneció en pie, pensativo, con la vista clavada en la suave corriente del río.

–Deja que lo consulte con mis consejeros.

–Tómate el tiempo que necesites -respondió Muhammad, mientras se volvía-. Esperaré tus noticias en Saraqusta.

Los guardias tuvieron que hacerse a un lado para dejarle paso, y Haxim quedó solo, observando cómo se alejaba, hasta que por fin se dio la vuelta y clavó la mirada en la incesante corriente del río.

La guerra de Al Andalus
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