Capítulo 85

Año 890, 276 de la hégira

Madinat Tutila

Lubb contemplaba atónito la reacción de su padre. Rojo de ira, incapaz de articular palabra, había canalizado su rabia barriendo de un manotazo cuanto había sobre la mesa de la sala principal de la alcazaba. Junto a media docena de pergaminos, un tintero se había estrellado contra el suelo, y ahora su contenido dibujaba caprichosas formas sobre las losas de piedra. Muhammad avanzó hacia la puerta, se detuvo ante el acobardado mensajero recién llegado y lo miró fijamente. Durante un instante, pareció que fuera a descargar su ira sobre él, pero luego continuó hacia la salida. Pateó una tina de agua, que se hizo añicos, abrió la puerta estampándola contra la pared y se perdió en la galería que conducía a la escalinata.

Lubb no lo había visto tan fuera de sí en sus veinte años de vida, pero había de reconocer que tenía motivos fundados para alterarse ante la inesperada noticia que acababa de llegar desde Saraqusta. Con un simple gesto, indicó a Mijail que iba en busca de su padre, y dejó a los dos hombres en la estancia, que ahora parecía el escenario de una batalla. Descendió a la planta inferior y salió al patio de armas tras recibir el saludo de los guardias que custodiaban la entrada. Atravesó el enlosado cubierto de escarcha y subió por la empinada escalinata que conducía a lo alto del muro donde su padre se había refugiado. Lo encontró inclinado contra el murete almenado, con los brazos completamente extendidos, como si tratara de empujarlo para lanzarlo al vacío. Los jirones de niebla que surgían del río en aquella fría mañana invernal parecían absorber toda su atención.

Se acercó a él, pero Muhammad no dio señales de notar su presencia. Su gesto era hosco, y su respiración, todavía agitada. Tampoco él dijo nada, y se limitó a ocupar uno de los asientos del castillete que protegía aquella zona del adarve, donde la muralla trazaba un ángulo. Observó a su padre, cuyo rostro se veía ahora recortado contra el sol, que pugnaba por alzarse desde el oriente. A pesar de sus cuarenta y cinco años, conservaba la fortaleza física que lo había caracterizado en su juventud, quizá por el constante entrenamiento militar al que se sometía con sus oficiales, amén de las continuas partidas de caza, que constituían su principal afición. El mentón fuerte, con la barba bien cuidada, los labios rectos, la nariz prominente y una frente amplia se destacaban entre los marcados rasgos que distinguían a los varones de la familia. A estas alturas, Lubb no tenía duda de que aquel aspecto, la dureza de las facciones, la severa expresión que ahora mostraba, junto a una constitución que pocos hombres poseían, intimidaba no sólo a los enemigos, sino también a cuantos luchaban bajo su mando. Siempre, desde niño, había admirado la facilidad con que su padre imponía su autoridad, y ahora era consciente de que aquello era posible gracias a esa apariencia física, unida a su fuerte personalidad.

–A tu bisabuelo Musa le gustaba contemplar la ciudad desde el mismo lugar donde tú estás sentado -dijo Muhammad sin volver la cabeza-. Él mandó construir ese castillete para protegerse de la intemperie.

Lubb se repuso del sobresalto que le habían producido las inesperadas palabras de su padre antes de responder.

–¿Lo conociste?

Muhammad asintió, más calmado.

–Yo tenía diez años cuando partimos desde aquí hacia Tulaytula. Mi padre se distinguió en la batalla de Uadi Salit, donde derrotaron al rey Urdún, y por ello fue premiado con el gobierno de aquella ciudad. Allí se separaron nuestros pasos: yo permanecí en Tulaytula junto a mi padre, y poco después nos trasladamos a Yilliqiya. Jamás volví a ver a mi abuelo, que murió seis años después.

–¿Lo recuerdas?

–Claro que sí, sobre todo en la almúnya, junto al Uadi Qalash. Era el otro lugar por el que sentía predilección, aunque me temo que disfrutaba más de él en soledad, o junto a mi abuela Assona, y no con sus nietos correteando y provocando alboroto a su alrededor. Allí se retiraba cuando lo acuciaban los problemas…

–También tú lo has hecho en alguna ocasión…

–Y ésta va a ser la siguiente. Necesito reflexionar, aún no soy capaz de pensar con claridad.

–Sólo tenemos las noticias que ha traído el mensajero, todavía no sabemos qué se propone Al Anqar.

–No es necesario tener dotes de adivino… Los tuchibíes siempre han sentido un odio visceral hacia nosotros, y por eso el emir los eligió para controlar nuestra posible expansión. Son árabes de noble cuna, y nos desprecian por ser descendientes de hispanos. Creen tener derecho al gobierno de Al Andalus, y no comprenden cómo una familia de muladíes puede ostentar el más mínimo poder, ni siquiera en tierras de frontera. Por eso Al Anqar se ha tomado la justicia por su mano, por eso se ha enfrentado a Abd Allah asesinando al mismísimo gobernador de la Marca.

–Quizás ahora necesite recurrir a nuestra ayuda para enfrentarse al emir… -dijo Lubb sin convicción.

Muhammad se incorporó y avanzó unos pasos por el adarve hacia su hijo.

–Explícame por qué ni tú mismo te crees lo que acabas de decir…

Lubb enrojeció ligeramente.

–Porque el emir no puede enviar fuerzas a la Marca para restablecer su autoridad -aventuró.

–Eso es seguro. Desde que comenzaron las revueltas en Al Andalus, no se han producido aceifas hacia la frontera. Pero, incluso aunque Al Anqar sea consciente de eso, me extraña que se haya rebelado contra la mano que siempre les ha dado de comer. Debe de haber algo más, algo que se me escapa… En cualquier caso, estamos en la peor de las situaciones posibles, con Saraqusta en poder de nuestros enemigos más enconados.

Muhammad se volvió de nuevo hacia el río, presa de un desagradable escalofrío. Contempló el brillo del cauce, la corriente suave, y pensó que pocos días más tarde esas mismas aguas habrían de acariciar las murallas de Saraqusta, en poder de Al Anqar.

–¿Qué vamos a hacer, padre?

Muhammad no contestó enseguida. Se acarició la barba y maduró su respuesta mientras movía la cabeza de un lado a otro como si se negara algo a sí mismo.

–Con la guarnición de Saraqusta en su poder… poco podemos hacer. Un ataque frontal resulta impensable, yo mismo he defendido esas murallas en más de una ocasión contra el ejército de Al Mundhir, y sé que son inexpugnables. Sin embargo, nuestro compromiso de respetar el gobierno qurtubí de la ciudad ya no tiene vigencia: el gobernador ha sido asesinado, el emir con el que firmé el tratado está muerto, y también su sucesor. Al Anqar es un usurpador, y tenemos las manos libres para combatir su autoridad ilegítima.

–¿De qué manera, padre? Tú mismo acabas de decir que las murallas de Saraqusta son inexpugnables.

–Reuniremos un contingente numeroso, Lubb. Y pondremos cerco a Saraqusta, la rodearemos por completo. Nada entrará ni saldrá de la ciudad sin nuestro consentimiento. Si hace falta, construiré una muralla a su alrededor. He de dedicar todos mis recursos y todo mi esfuerzo a que Al Anqar salga de allí como un ratón sale de su ratonera.

El tono de Muhammad se había ido encendiendo a medida que hablaba. Con un ademán, pidió a Lubb que se le acercara, y lo tomó por los hombros antes de continuar, mientras ambos admiraban la ciudad a sus pies.

–Delante de ti, hijo mío -dijo con una solemnidad que revelaba su firme determinación-, juro que no cejaré en mi empeño hasta ver Saraqusta de nuevo en nuestras manos. Juro que sólo el éxito o la muerte culminarán mi propósito.

Muhammad cerró los ojos, y sintió cómo el tibio sol invernal se le filtraba a través de los párpados hasta teñir de rojo su campo de visión. Un nudo en la garganta le impedía seguir hablando, y por eso agradeció que su hijo no respondiera con una pregunta. Sin embargo, sus palabras consiguieron que las lágrimas de rabia que había estado conteniendo resbalaran por su mejilla:

–Cuenta con mi ayuda, padre.

La guerra de Al Andalus
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