CAPÍTULO 1
María Lidia ya estaba sentada en la mesa del bar. Miré la hora, eran las cuatro en punto. ¿Me habría equivocado? No, habíamos quedado a las cuatro. Me hubiera gustado, por una vez, ser yo el que la esperara.
Me acerqué despacito, por detrás. Era ciertamente una sorpresa que yo llegara en hora.
—Hola, Marily —le dije, mientras la abrazaba desde atrás apretándola, con silla y todo, contra mi pecho y dándole un largo beso en la cabeza.
María Lidia era, con diferencia, la mejor amiga que tenía en la vida. Nos habíamos conocido durante un congreso de salud mental en Córdoba hacía casi quince años, cuando yo cursaba el último curso de Medicina y ella preparaba la tesis de su licenciatura en Psicología.
—¡Bueno, bueno! ¡Pero qué bien! Veo que estamos en el camino de vuelta.
Confieso que tuve miedo de su respuesta pero, a pesar de eso, no pude evitar preguntarle a qué se refería.
Me miró, hizo una sonrisa entre pícara e irónica y…
—Mira, entre los modismos, la niña, el gimnasio y el cambio de look… Sólo te faltaba teñirte el pelo, un bronceado permanente y declararte metrosexual —me espetó Marily, sin ninguna diplomacia, como era su costumbre.
—¿Y eso a qué viene? —me quejé.
—Hace meses que no me llamabas Marily. Desde que empezó tu noviazgo empecé a ser «bebé» o «amorosa». Había perdido mi nombre, mi apellido y casi mi historia a tu lado. Así que son buenas noticias. Por fin parece que nos estamos recuperando del «Síndrome del Carcamal»… Te falta abandonar algún que otro término adolescente (volver a decir «cerveza», en lugar de «birra», por ejemplo) y quitarte esa ridícula pulsera de soga y ya estás de vuelta entre nosotros. Los del club de los «taitantos» te echábamos de menos. ¿No es una buena noticia?
—Yo no sé si lo que tengo es el carcamal… —aduje como para empezar a hablar de lo que realmente me pasaba.
—Por supuesto que sí… Pero si te molesta puedes ponerle el nombre que quieras. Te lo digo yo que, como mujer, tengo mucha más experiencia. Cuando mis amigas y yo pasamos de los treinta le decíamos entre nosotras «la crisis existencial», para que el aire intelectual nos conjurara el miedo. No era suficiente, igual era espantoso. Esa inútil movilidad interna que de un día para otro nos sorprende sin orden ni concierto, sin rumbo ni destino pero con urgencia.
—Eso sí, vale, eso me suena. Un querer moverse siempre, sin saber adónde, ni por qué, saber que estás aquí pero que deberías ir a otro lado… Y cuando llegas a ese otro sitio, te das cuenta de que tampoco es ése el lugar.
—Exactamente —asintió Marily—, como si cambiara la percepción del paso del tiempo, ¿no es cierto?, como si de la nada apareciera la necesidad de encontrarle un sentido diferente a la vida…
—Eso, un replanteamiento. Parar y mirar lo que has hecho… Eso. ¿Cómo llamarlo?
—En tres palabras: Car-Ca-Mal —dijo Marily y otra vez se volvió a reír a carcajadas, llamando la atención del resto de la gente del bar.
Yo escondí la barbilla en el pecho tratando de pasar desapercibido. Pero ella siguió:
—Ay, Demi, el problema es que vosotros, los hombres, sois tan previsibles, tan evidentes, reaccionáis todos igual. Aparece una chica joven, a las que antes de separaros no os atrevíais ni a piropear por no parecer babosos y entonces… corriendo al peluquero, pero no el de siempre, sino a un «estilista». A comprar ropa nueva en el lugar de moda. Hacerse tiempo para el gimnasio y para tomar clases de Tai-Chi… Y así irse creyendo poco a poco que conseguís dar la talla y que todavía estáis en forma.
A Marily le había salido su irrefrenable feminismo, que yo tanto detestaba. No lo hacía para molestarme, la conocía, simplemente no podía evitarlo. Esa tarde yo no tenía ganas de involucrarme como tantas otras veces en una batalla campal sobre la igualdad de sexos. Así que dejé pasar el tema haciéndole gestos para que bajara la voz.
—No te avergüences, que por lo menos a ti te llegó temprano. Debe ser porque no tienes hijos, si los hubieras tenido serían demasiado pequeños y todavía estarías ocupado criándolos. A la mayoría de tus congéneres les pasa alrededor de los cincuenta, siempre después de su primer divorcio y siempre mientras se esmeran en echarle la culpa a «su ex» de todo lo que no pudieron hacer.
Como si hubiera estado esperando el final del largo discurso, el camarero se apresuró a traer nuestras cervezas, quizá para ver si las tomábamos y nos íbamos, cuanto antes mejor.
María Lidia levantó la copa para brindar y casi gritó:
—¡Por Pigmalión abandonado!
Yo acerqué mi cerveza a la suya y las chocamos con entusiasmo. Mientras bebía trataba de recordar la historia de Pigmalión. La asociaba con Bernard Shaw y con la trama de la comedia musical My fair lady, pero no conseguía concatenar el relato mitológico que había dado origen a todo lo demás.
—¿Cómo era? —pregunté. Y ante la mirada asombrada de mi amiga agregué—: El mito de Pigmalión… ¿Cómo era?
Pigmalión era un escultor. Posiblemente el mejor de los artistas que trabajaban la piedra en todo el imperio. Una noche sueña con una hermosa mujer que camina altiva y sensual por su cuarto. Pigmalión cree que es Afrodita, la diosa del amor y del sexo, y piensa que es ella misma quien le envía esa imagen como manera de pedirle que esculpa en un bloque de mármol una estatua en honor a su divinidad.
A la mañana siguiente Pigmalión va a la cantera de piedra y encuentra, como esperándolo, un gran trozo de mármol que encaja a la perfección con la idea de la obra, la mujer de su sueño, a tamaño natural, de pie, apenas reclinada en una pared, mirando con orgullo el mundo de los mortales.
Durante los siguientes meses, el artista se dedica a quitarle a la piedra todo lo que le sobra para dejar que aparezca la belleza perfecta de la obra. Cada día trabaja incansablemente, cada noche sueña con esa cara, ese cuerpo, esas manos, ese gesto. La estatua va tomando forma y dado que Pigmalión duerme en su taller de trabajo, cada mañana es la mujer de mármol la primera figura que se encuentra.
Pigmalión no sólo puede ver en su interior la obra terminada, sino que empieza a imaginar cómo sería esa mujer si cobrara vida. En cada talla el escultor pone de manifiesto lo que ya sabe, porque lo imaginó, de esa hembra perfecta. Para ayudarse a definirla le ha puesto nombre. Se llama Galatea.
Los detalles se pulen en la misma medida en la que aumenta la obsesión del artista por terminar la obra. No es el deseo de finalizar la tarea que podría sentir cualquier escultor, es la pasión de un enamorado de verse frente a su amada de una vez por todas.
Finalmente, el día llega. Solamente resta el pulido y Galatea podrá ser presentada en sociedad.
—El mundo quedará sin palabras frente a tu belleza —le dice al mármol.
Esa noche, una brisa que entra desde la ventana lo despierta. Una mujer bellísima está de pie frente a Galatea. Emana de ella un brillo intenso. Es Afrodita en persona. Ha bajado hasta el taller a ver la obra de Pigmalión en su honor.
—Te felicito, escultor, es una obra maestra. Me siento muy satisfecha. Pídeme lo que quieras y te lo concederé —dice la diosa.
Pigmalión no duda. Él sabe lo que desea. Lo ha estado pensando desde hace semanas.
—Gracias, Afrodita. Mi único deseo es que le des vida a mi estatua. Que permitas que se vuelva una mujer de carne y hueso, una mujer que sea, sienta y piense como yo me la imaginé…
La diosa lo piensa y finalmente decide que el escultor se lo ha ganado.
—Concedido —dice Afrodita y luego desaparece del cuarto.
Con su alegría compitiendo con su asombro Pigmalión ve cómo Galatea abre sus enormes ojos y su piel va cambiando del frío blanco del mármol al tibio y rosado color de la piel humana.
El artista se acerca y le tiende una mano para que la mujer baje de la tarima.
Con un gesto principesco, Galatea acepta la mano de Pigmalión y baja caminando con altivez hacia la ventana.
—Galatea —dice Pigmalión—, eres mi creación. Por dentro y por fuera eres tal como te imaginé y tal como te deseé. Este es el momento más feliz de la vida de cualquier mortal. La mujer que soñabas, tal como la soñaste frente a ti. Cásate conmigo, hermosa Galatea.
La bellísima mujer gira la cabeza y lo mira por encima del hombro por un instante. Luego vuelve a mirar la ciudad y le dice con esa voz que Pigmalión imaginó que tendría, lo que el artista jamás pensó:
—Tú sabes perfectamente cómo pienso y cómo soy. ¿De verdad crees que alguien como yo podría conformarse con alguien como tú?
—¡Pero yo no inventé a Ludmila! —protesté.
—Fuera no, pero me parece que la construiste dentro. Vosotros sois todos iguales. Armáis un prototipo usando como molde el negativo de la que se fue y después lo salís a buscar. Tú mismo dices siempre que la niña era «inexistente».
—Estás generalizando y no estoy de acuerdo. Lo que me pasa es mío, íntimo, personal.
—Bueno, Demi, no te enfades, sólo le ponía algo de humor al problema. No te creas que no te entiendo. Pero te repito, a los cuarenta hay que ponerles el cuerpo… Yo no puedo contestarte las chorradas que te dirían otros hombres: «Qué le vas a hacer, macho», «Son todas iguales», «Ella se lo pierde», y todo eso… Una mujer de mi edad tiene otras miradas y desde la mía todo está más claro que el agua… Ahora, si buscas otro tipo de respuesta…
No la dejé seguir. Había sido paciente, pero todo tenía un límite.
—Según parece, lo que me conviene es hablar con algún amigo varón. Alguien que sienta igual que yo. ¡Un hombre capaz de comprender desde los huevos a otro hombre que está jodido! —dije, levantando algo el tono de voz.
—Está bien, está bien… Tienes razón, me pasé.
—Marily, eres mi amiga de toda la vida. Hemos militado juntos. Eres psicóloga y como si fuera poco mantuvimos nuestra amistad, a pesar de las diferencias que, admitámoslo, con los años se han ido profundizando. Quizá sea precisamente el hecho de que nos sigamos queriendo aunque seamos tan distintos el que me hizo pensar que me podías dar otra mirada, no sé, un consejo…
—¿Un consejo mío? —Marily se volvió a reír, esta vez burlándose de sí misma—. No soy muy buena dando consejos (deformación profesional, ¿sabes?). Pero ya que has venido a mí, te voy a recordar algo: «El que elige consejero, ya tiene elegido el consejo».
Sonreí ante la paradoja de la frase y ella siguió:
—¿Qué consejo y qué mirada puedes esperar de mí, Demián? Soy psicóloga, adicta al psicoanálisis, paciente crónica de terapia y militante comunitaria. Tengo cuarenta años, no tengo pareja y estoy inevitablemente impregnada de un fuerte espíritu setentista.
Marily se rió con ganas y levantó la copa de cerveza para un nuevo brindis.
—Por la amistad —dijo esta vez, sonriendo y mirándome a los ojos con la misma sonrisa cómplice que yo recordaba cada vez que la pensaba.
María Lidia bebió un sorbo más y siguió:
—Si me lo preguntas ahora, yo te diría que hay dos posibilidades: te vienes a trabajar conmigo en el centro comunitario (donde, dicho sea de paso, un médico es lo que más necesitamos) apostando a que eso te permitiría alejarte un poco de las tonterías que te ocupan mientras te miras el ombligo…
—¿O…? —pregunté.
—O te buscas un terapeuta y averiguas qué te está pasando.
En menos de una semana, el recuerdo del Gordo y la idea de volver a terapia aparecían por segunda vez. En verdad, no era algo tan descabellado, al menos no tanto como pensar en retomar la militancia. Para eso debería ser posible volver a creer que este mundo, en algún sentido, podía ser salvado… Y lo peor, volver a caer en la fantasía, a estas alturas, de que esa tarea necesitaba de mí. No. No estaba el horno para esos bollos.