CAPÍTULO 22

Al recibir la respuesta del trabajo, me di cuenta de que los temores respecto de Paula no eran sólo los que había confesado.

Si lo quería, el puesto era mío.

Si lo quería, en dos meses debía preparar todo y partir.

Si me decidía a irme, iba a enfrentarme a mi único y verdadero temor:

perder a Paula.

Antes de seguir comiéndome el tarro preferí sentarme con mi amigo Pablo, por si acaso estaba rodeándome de fantasmas inexistentes. Nos encontramos en el bar de siempre a tomar una cerveza, y le conté de mis miedos. Pablito se mostró superoptimista y expuso sus irrefutables argumentos:

—Tú me dices que Paula te alentó para que te presentaras, que estuvo totalmente de acuerdo con que para ti era una gran oportunidad…

—Completamente, incluso me ayudó a preparar el currículum, me hizo trámites. Se portó maravillosamente.

—¿Y entonces? ¿Cómo piensas que se va a enfadar porque hayas obtenido lo que querías?

—No, Pablo, yo estoy seguro de que se va a poner feliz por mí, porque Paula es una mujer diez, más allá de ser mi pareja, es alguien que cualquiera elegiría a la hora de tener una buena amiga. Pero yo no tengo miedo de que se enfade, sino de que lo nuestro… se termine. Las relaciones a distancia no funcionan, al principio, puede ser, pero con el tiempo…

—¿Cuánto dura tu contrato? ¿Un año?

—Sí. Pero con muchas posibilidades de renovación.

—A ver si te entiendo, tienes miedo de que, después de un tiempo, ella decida no seguirte esperando…

—No, Pablo. Tengo miedo de que… —casi no podía poner en palabras lo que sentía. Lo repetí para animarme—. Tengo miedo de que no quiera venirse conmigo.

—¡Achalay! —dijo Pablo, a quien la sorpresa le rescató el indio que llevaba en la sangre—. Por ahí van los tiros… Caray, no pensé que estabas tan metido. Irse juntos… ¡Coño!

—¿Me entiendes ahora?

Pablo se quedó en silencio y luego se le iluminó la mirada, como si hubiera hallado una respuesta infalible:

—Entonces, tienes que encarar el tema por otro lado, Demi. Yo estoy seguro de que todas las mujeres, incluso las diferentes como Paula, tienen una capacidad «genética» para el amor y por eso son capaces de seguirlo adonde quiera que vaya. Nosotros no lo podemos entender porque, comparados con ellas, los hombres somos una basurita desafectivizada.

—Ya lo sé, Pablo, pero Paula ni piensa en casarse. Ella jamás se iría detrás de un hombre —dije con un extraño tono de tristeza que incluso me sorprendió a mí mismo.

—Yo no hablo de un hombre, ni de un matrimonio, tonto. Hablo del amor. ¿Comprendes? Del amor. Para todas las chicas que he conocido en mi vida, lo más importante siempre es el amor. Y te digo más, cualquiera puede ir adonde sea por lo que más le importa. Fíjate en el caso de Pupo, mi amigo Pupo. Se casó, tuvo tres hijos, una bonita casa y un trabajo seguro. Pero para el Pupo lo más importante siempre fue la pasta y, entonces, cuando le ofrecieron un montón de dinero para trabajar de camarero en uno de esos cruceros internacionales, éste ni lo pensó, lo abandonó todo y se fue. Le debe seguir yendo muy bien, porque no ha vuelto nunca… A mí mismo, consígueme un contrato como entrenador de fútbol en Tanganika. Y vas a ver como me subo al avión, con lo puesto.

—No sé, Pablo, ojalá tengas razón.

Por supuesto, ese viernes viajé a Rosario, por un lado exultante y, por otro, bastante nervioso y angustiado.

—Mira, Jorge, éstos son los folletos de la clínica de Brasil. Es la tecnología más avanzada de toda América. Los aparatos de monitorización y de diálisis no los encuentras ni en Estados Unidos. En muchos sentidos, estoy viviendo como en un sueño, es un logro muy, muy importante para mí. Un paso profesional decisivo. Aunque vuelva en un año, sería uno de los pocos que han tenido el privilegio de trabajar con lo último en nefro.

—¿Qué quiere decir «aunque» vuelvas? ¿Te piensas quedar?

—No lo sé, Gordo. Siempre me resuena eso que me dice Paula desde que la conozco: «Déjate llevar, no planifiques tanto, deja que la vida te sorprenda…» Y lo estoy intentando, pero es justamente con ella con quien no quisiera tener sorpresas.

—¿Qué pasa?

—Pasa que no quiero separarme de ella. No puedo dejarla, no quiero que me deje. Mañana se lo voy a plantear en firme. Quiero proponerle que se venga conmigo, que vivamos juntos, que nos casemos si ella quiere.

—Bueno, bueno… Cómo has cambiado…

—Sí, estoy enamorado, y creo que esta vez es en serio. Y posiblemente por eso, por primera vez, tengo miedo de que sea ella la que no esté dispuesta… Te lo digo y te prometo que ya estoy temblando.

—No lo hablaste entonces.

—No. La verdad es que hasta que no recibí la confirmación del puesto, no me di cuenta de cuánto me dolería separarme de ella. Ni lo había pensado.

—Es decir, cambiaste tu proyecto con esta oferta de Brasil y ahora quieres que ella se adapte a tu nuevo plan de vida.

—Dicho así parece terriblemente egoísta.

—¿Parece?

—Está bien, como lo que es. Pero si me quiere, si en verdad me ama como dice, antes o después, va a aceptar irse.

—Me parece que eso no coincide demasiado con lo que ella cree que es una pareja, según me contaste el viernes pasado, y mucho menos con lo que significa hacer proyectos juntos.

—¿Y entonces qué lugar le dejamos al amor? —pregunté, recordando mi conversación con Pablo—. Si uno ama terminará irremediablemente pendiente de las decisiones y los proyectos de alguien más.

—Amar sin depender es, sin lugar a dudas, uno de los grandes desafíos de la lucha diaria por una vida plena. Y no depender tiene costes que no son para nada baratos. Un individuo autodependiente, como me gusta llamarlo a mí, siempre será acusado por aquellos que todavía transitan espacios de cómodas o previsibles dependencias, de ser soberbio, tonto, cruel o agresivo, cuando no reprochado por antisocial, desamorado o egoísta. Aquellos que han aprendido a no depender tampoco permiten que otros dependan de ellos. Saben que de cualquiera de los dos lados de la cadena, el esclavo y el amo son víctimas de la esclavitud, y la rechazan de plano. Reniegan de ser percheros de sombreros ajenos y no quieren apoyarse en otros para escalar posiciones. Quiero contarte este viejo cuento y después, si quieres, lo hablamos…

En el jardín de una vieja casona abandonada, brotaron el mismo día los tallos de una enredadera y de un roble.

La primera se dio cuenta enseguida de que su camino era el cielo y su destino el sol, gracias al cual había nacido. Debía consagrar todo su ser para dirigirlo a la luz. Y fiel a su decisión, se arrastró con un poco de asco hacia el muro, el único muro que quedaba en pie de la vieja casa y empezó a trepar por él.

El segundo tallo, el del roble, sintió que debía toda su existencia a la tierra, al agua y a los minerales que lo habían nutrido en su época más oscura. Sabía que necesitaba del sol, pero no podía dirigir sus ramas a él si no fabricaba antes un tronco firme sobre el cual desarrollarlas, y su intuición le señaló que necesitaba primero raíces firmes.

Durante un tiempo los dos nuevos habitantes del jardín se ocuparon cada uno a su modo de su propio crecimiento.

Desde lo alto, un día la enredadera descubrió al sudoroso roble, que apenas despuntaba entre la hierba.

—Hola, enanito —le dijo burlándose—, es una lástima que no puedas disfrutar el paisaje que se ve desde aquí…

—Sí… —dijo el roble—. Pero debo ocuparme de mis raíces si quiero tener un tronco sólido para crecer con él.

Pasaron los meses y después los años. La enredadera, poderosa, cubría casi todo el muro y seguía burlándose de vez en cuando de la pequeñez del gordo roble, pura madera y burdas raíces.

Una noche, sucedió lo que nadie esperaba. Una terrible y furiosa tormenta se desató sobre la vieja casona.

La enredadera se aferró con sus pequeñas raíces al muro para no ser arrancada por el viento y el granizo. El roble sé afirmó con sus raíces profundamente metidas en la tierra y las hojas buscaron la protección del propio tronco.

Todo sucedió en un momento, un relámpago iluminó la noche y como en una cruel fotografía iluminó el instante en el que la última pared de la casa que quedaba en pie, se derrumbaba estrepitosamente y con ella dejaba en tierra los más altos tallos de la enredadera.

—¿Quién es el roble? —pregunté casi temiendo la respuesta.

—Los dos sois robles, Demián. Y por supuesto que podéis crecer en el mismo jardín, pero, como dice Khalil Gibran, «Ninguno a la sombra del otro».

«Como enseña el cuento,

ninguno de estos dos árboles podrá crecer enredado en el otro,

ninguno, trepando a una pared para poder llegar más alto,

ninguno, pendiente de la fuerza de afuera para poder sostenerse,

ninguno, apoyado en otra cosa que no sean sus propios pies.

El amor es crecer juntos, Demián, uno al lado del otro.

Se mide en el renovado deseo de crecer que obtengo de tu compañía, en el placer de compartir la luz y en el gozoso encuentro de nuestras raíces y nuestras ramas.

Pero el amor nunca se mide por la decisión de arriesgarte a que te arrastre en mis caídas».