CAPÍTULO 4
Volví a hacer sonar el timbre varias veces en los siguientes quince minutos. Por un lado, porque ya no me quedaba esperando fuera mis citas, sin hacer saber que estaba allí «para no molestar» (nunca había olvidado aquella primera lección que el Gordo me dio a los veinte segundos de conocernos), pero también porque de vez en cuando, en el silencio, me parecía escuchar un ruido, un golpe o unos pasos que no podía distinguir si llegaban desde dentro de su apartamento o del piso de arriba.
Cuando finalmente el teléfono sonó dentro del consultorio, me quedé expectante.
Aguardé casi sin respirar con el oído semiapoyado en la puerta, pero el aparato siguió sonando imperturbable por lo menos durante cinco minutos sin que nadie lo cogiera. Ni el Gordo ni su secretaria dejarían sonar tanto tiempo el teléfono si estuvieran dentro.
Finalmente acepté que ninguno de ellos estaba allí y escribí una nota con mis teléfonos pidiéndole a Jorge que, por favor, se comunicara conmigo lo antes posible. Delante de la frase «Es urgente» que naturalmente se me había escapado, agregué un «NO» y la completé: «… Pero necesito hablar contigo, Gordo». Al final escribí todavía: «Tal y como me dijiste hace quince años cuento contigo» y firmé: «Demián».
Cuando después de doblar la hoja en dos, intenté deslizaría por debajo de la puerta, vi que el papel no pasaba por la hendija. Al agacharme para tratar de forzar un poco la nota, obtuve el primer indicio, de lo que luego se confirmaría, que un montón de sobres abarrotaba el hueco debajo de la puerta. Pensando en el Gordo que yo conocí que atendía todos los días, era imposible que no hubiera recogido la correspondencia. Tan imposible como que hubiera cogido vacaciones al mismo tiempo que su secretaria.
Justo en ese momento, una vecina salió del apartamento de enfrente.
—No hay nadie —me dijo al pasar.
La seguí hasta el ascensor.
—¿No sabe qué días atiende el doctor?
—No atiende más. Ya hace varios años.
—¿Se mudó?
—Ni idea —dijo la mujer y encogiéndose de hombros subió al ascensor.
Yo cogí mi mochila y bajé con ella hasta la planta baja para preguntarle al encargado.
Un muchacho de mi edad abrió la puerta:
—¿Sí? —preguntó.
—¿Dígame, el doctor del cuarto no atiende más? —le pregunté con desesperación.
—No, hace rato que ni lo veo. A veces viene un joven, creo que es su sobrino, viene a buscar algunas multas y se va. Pero de él no sé nada.
—Pero ¿no dejó alguna dirección, un teléfono?
—No, tal vez en la administración…
Le agradecí y me di la vuelta para irme, pero me volví a girar y pregunté:
—¿Y don José? ¿Vive?
—¿Quién es don José? —me preguntó confirmándome que el tiempo había pasado verdaderamente en mi vida y en la realidad.
—No. No importa, gracias —le dije y me fui, rengueando mucho más que al llegar.
¿Cómo podía ser que el Gordo no estuviera? ¿Se había mudado? ¿Cómo no me había avisado? ¿No tenía mi teléfono, acaso? ¿No sabía que sus pacientes lo podían necesitar? La desolación me invadió. Aquello no me parecía justo. Para mí era imperioso hablar con él. Y él, sin más, ya no estaba. Desaparición. Ausencia absoluta. Ni una referencia.
—¡Joder! —grité antes de subir al taxi que había parado para que me llevara de vuelta a casa.
«¡La libertad de decisión es una cosa y hacer lo que a uno le da la gana con la vida de los demás es otra!», pensé, aunque enseguida me di cuenta de que era yo el que estaba pretendiendo decidir ahora sobre la vida del Gordo.
«No me importa —me dije—, desaparecido y todo, yo puedo averiguar dónde se mudó si me lo propongo. Seguramente puedo buscarlo… Saber dónde atiende…»
Le di la dirección de casa al taxista, cerré los ojos y levanté un poco el tobillo para apoyarlo sobre el asiento, había empezado a dolerme bastante.
Consciente de que yo no iba a resultar un pasajero muy entretenido ni conversador, el taxista puso la radio.
En el altavoz trasero, la impecable voz de Juan Alberto Badía se aprestaba a relatar un cuento de un tal Pedro Valdez, aparentemente un talentoso escritor latinoamericano, nacido en República Dominicana, que yo no conocía.
Ese día en el desayuno, el camarero le acercó una bandeja que en lugar de las consabidas seis tostadas que acompañaban cada mañana a su mermelada, contenía siete.
El hecho hubiera quedado en el olvido si no fuera porque el billete del autobús que había tomado al salir de su casa tenía el número 07070707.
El señor Pérez se dio cuenta de que todo esto era mucho más que una coincidencia. Era una especie de señal. Una extraña señal, sobre todo al recordar en un leve ejercicio de memoria que él mismo había nacido un día 7 de julio.
Como para alejar de sí estas extrañas ideas, abrió el periódico al azar, no casualmente en la página siete.
Allí, en el centro de la hoja, se encontró con la foto de un caballo llamado «fortunaamispatas» que, con el número siete, competiría en la carrera siete del día siguiente, día 7.
El señor Pérez contó las letras del nombre del caballo, eran 16 y sumó 6+1: 7.
Y en un reflejo ancestral alzó la vista al cielo en señal de gratitud.
A la mañana siguiente entró en el banco y retiró todos sus ahorros y como le parecieron magros hipotecó la casa y consiguió un préstamo.
Luego cogió un taxi, cuya placa por supuesto, terminaba en siete.
Llegó al hipódromo y apostó todo el dinero al caballo número siete en la séptima carrera; coincidentemente, aunque esta vez con su complicidad, hizo su jugada en la ventanilla siete.
Después de la apuesta se sentó —podría jurar que fue sin darse cuenta— en la butaca siete de la fila siete. Y esperó.
Cuando arrancó la séptima carrera, la grada se puso de pie y estalló en un desorden desproporcionado; pero él se mantuvo con serenidad.
El caballo siete tomó la delantera desde el arranque y pasó al frente del pelotón ante las gradas, entre el repicar de los cascos, la vorágine de polvo y los gritos de la multitud.
La carrera finalizó precisamente a las siete en punto y el caballo número siete, de la carrera siete… Como todo lo indicaba… Llegó séptimo.
«También puedo encontrar otro terapeuta —pensé, disparado por el maravilloso cuento—. No se puede jugar todo lo que uno tiene a una sola opción. No es cuestión de creer que Jorge es la única posibilidad que existe de hacer terapia.»
Decididamente, el Gordo no era el único terapeuta del mundo. Muy posiblemente ni siquiera fuera el mejor, como tantas veces lo había creído y repetido a mis amigos. Eso. Debía ocuparme de buscar otro terapeuta… Otro terapeuta.
El coche aparcó frente a la puerta de mi casa. Bajé del taxi con dificultad, lidiando con mi pie vendado, que empezaba a aumentar de tamaño, y cerré la puerta con excesiva vehemencia. El taxista arrancó haciendo ruido y seguramente blasfemando, con todo derecho, de mi rudeza fuera de lugar.
Apenas entrara llamaría a algunos de los colegas de Psicopatología del hospital. Tenía dos buenos amigos en el servicio y aunque era obvio que no me atendería con ninguno de ellos, porque la proximidad sería sin lugar a dudas un impedimento, estaba seguro de que podrían recomendarme a alguien.
Frente a la puerta de abajo busqué las llaves en mi bolsillo. Un manojo de catorce apareció en mi mano. Usualmente podía identificar la llave a oscuras, pero esta vez… Parecía que la llave buscada no estaba allí. Al desandar el llavero de atrás para adelante y de adelante atrás se me resbaló y cayó a la acera. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para recogerlo sin apoyar de lleno mi pobre tobillo.
No, no. La posibilidad de empezar con otro terapeuta era insufrible. ¿Contar todo de nuevo? De ninguna manera. Ya había perdido demasiado tiempo en terapias inútiles, antes de conocer al Gordo, y había invertido muchos meses en la terapia con Jorge, además de mucho, muchísimo afecto y confianza.
Tenía que encontrarlo, pero ¿dónde y cómo?
Caminé hacia el ascensor del fondo, en medio de una fuerte sensación de abandono.
Primero mi padre, luego Gaby, después Ludmila, ahora el Gordo y, entre ellos, tantos otros. Todos, de una manera u otra, me dejaban, se alejaban de mí, me hacían sentir ignorado, prescindible, abandonado y solo…
Tanto, como solitaria se veía la imagen de la mujer que estaba sentada en el pasillo, junto a la escalera, a oscuras, cerca de la entrada de mi piso. La silueta, iluminada sólo por la luz distante del ascensor parecía ciertamente la imagen misma de la soledad.
Estaba inmóvil, con la espalda apenas apoyada contra el áspero revestimiento de la pared, como esperándome.
—Aunque todavía tengo las llaves, preferí no entrar hasta que llegaras. Quiero los papeles del divorcio —me dijo Gaby sin siquiera levantarse.