CAPÍTULO 10

A veces, la vida se encarga de desbaratar todo, incluso los problemas que creemos tener. El mismo viernes, al regresar de Rosario, recibí una llamada urgente de mi primo Daniel. Su padre, hermano del mío, se había descompuesto y estaba internado. Por lo que me contaba parecía un preinfarto, que había superado, pero de todos modos quería que yo fuese a hablar con los médicos. Aunque mi especialidad es la nefrología, yo comprendo que para mis seres queridos cada vez que hay un problema médico y más cuando parece de gravedad, sea tranquilizador tenerme cerca; aunque más no sea para traducir lo que los especialistas cuentan en el lenguaje críptico que algunos de ellos manejan.

Cuando llegué a la clínica, afortunadamente, los médicos me confirmaron que tío Pedro ya había salido de la crisis aguda («el paciente se encuentra estable, aunque lo vamos a tener internado, en observación, por unos días»).

Una y otra vez en mi profesión uno siempre se sorprende al comprobar que cuando el peligro pasa, aparece amplificada la huella dejada por lo sucedido. Una mezcla de dolor y de temor retrógrado, ligado más a la idea de lo que podría haber pasado que a la fantasía de lo que podría pasar de aquí en más. En este caso esa desagradable mezcla de pena y fragilidad que ataca sobre todo a la familia más cercana, me incluía.

Pedro siempre había sido mi tío preferido, ése con el que se tiene afinidad desde pequeño y con quien, a pesar del paso de los años, se continúa manteniendo algo más. Algo que no está atado a ninguna vivencia especial, sólo a ese encuentro misterioso que define el amor sincero entre las almas.

Cuando terminaron de darnos el parte de la noche y pidieron a los familiares que se fueran, bajé con Daniel a la cafetería de la clínica.

—Gracias… —me dijo, y ante mi cara de no entender agregó—: Por venirte hasta aquí.

—Pero, Dani, ¿cómo se te ocurre que no iba a venir? —le respondí—. Además no vine por ti, vine por tu padre… Y por mí.

—Por supuesto, yo sé lo mucho que él te quiere y cuánto lo quieres tú; pero para mí es importante que sepas lo mucho que me ayuda saber que estás por aquí… —se interrumpió, como si le costara seguir—. Antes yo ni me preocupaba… No sé… No era que no lo quisiera, sólo que creía que no podía pasar nada malo… Pero desde que… Tú me entiendes…

—Si. Ya sé, desde que murió mi padre…

—Es otra cosa, sabes. Uno se da cuenta de que los padres se pueden morir y de que algunos…

—Te entiendo —y seguí, cambiando de tema—, pero por suerte éste no es el caso. Ahora hay que convencerlo para que se cuide en serio. No más cigarrillos, una dieta adecuada, nada de sal…

—Va a ser difícil, pero con el susto que se debe haber pegado, quizás esta vez podamos convencerlo.

—Sin duda.

—¿Y tu vida cómo va?

—Bien, con algunos líos, como siempre, pero en general estoy bien.

En ese momento llegó mi tía y Daniel se acercó a contarle que el horario de visita había terminado y que no podría ver a su hermano («pero quédate tranquila porque Demián lo ha visto y ha dicho…»).

Yo sonreí y aproveché para irme a descansar, aunque en verdad, no pude.

Ni esa noche ni las siguientes.

—A estas alturas yo creía que ya había superado la muerte de mi padre —le dije al Gordo, el viernes—. Pasaron tres años. Pero, no. Lo de tío Pedro logró removerme el dolor; sacarlo a la superficie de nuevo. Desde que lo vi en la clínica, la imagen de mi padre vuelve a mí con recurrencia. Lo veo tanto en sueños como despierto.

Yo lloraba.

El Gordo me acercó una caja de pañuelos de papel, me puso tres en la mano y no dijo nada.

—Lo recuerdo joven, como era cuando yo era pequeño.

—Cuando él tenía la edad que tú tienes ahora —señaló el Gordo.

—Sí… Cuando íbamos al estadio a ver a Racing, o cuando me llevaba a jugar a la casa de mis amigos… Y sobre todo lo recuerdo cuando íbamos al circo. Porque a mi padre le encantaba el circo ¿sabes? Mucho más que a mí, que aprendí a quererlo por sus ojos…

Me soné los mocos y paré de llorar al recordar los payasos y los trapecistas.

—Por supuesto que no me olvido de las palizas y los gritos —seguí—, tú sabes que yo no fui precisamente un chico modelo, pero ¡¿a quién le importa?!

—Sí que importa, Demi, aunque no sea lo único importante…

Me molestó el comentario de Jorge. Tuve la sensación de que estaba atacando a mi padre. Tuve la necesidad imperiosa de defenderlo, de todo y de todos, hasta de mi terapeuta…

—A veces me parece que vosotros los psicólogos exageráis cuando habláis de las consecuencias que podría tener un regaño o una reprimenda. Hacéis aparecer a los padres como un conjunto de villanos sádicos, víctimas a su vez de sus propios condicionamientos parentales, aun más macabros. Y no es del todo así. No lo es…

—Quizá tengas razón en lo de que a veces exageramos. Pero tengo dos excusas para nuestra conducta. La primera es que ciertamente nuestras neurosis han sido el resultado de nuestra educación y detrás de ella está la responsabilidad de los padres. La formación de nuestra identidad comienza (y termina) muy tempranamente, cuando todavía ni siquiera podemos defendernos de las neurosis de los demás. Somos, durante los primeros años, esponjas que absorbemos por igual lo bueno y lo malo, lo nutricio y lo tóxico, lo que sirve y lo que condiciona. Aprendemos a obedecer por igual a los permisos y a los mandatos. Esa es la principal razón de nuestra «acusación», a veces un poco desmedida, a los padres. Pero debo decirte también que en los últimos treinta años esto ha ido modificándose. Así como antes estaba instaurado en el ambiente «psi» que la culpa de todo era de los padres, ahora que la mayoría de los terapeutas ha abandonado esa línea, los de afuera siguen creyendo que los terapeutas no hemos evolucionado ni aprendido. Quizá se deba, como expuse alguna vez irónicamente en un congreso de psicoterapia, a que los terapeutas nos hemos vuelto más viejos y ahora ocupamos más el lugar de los «padres» responsables de todo, cuando hace medio siglo éramos solamente las víctimas de otros. Quizá sea, pues, un cambio de postura autoprotectora… Sea por lo que fuera, creo con sinceridad que, hoy por hoy, todos los terapeutas sabemos de la importancia de rescatar el mérito de madres y padres y con ello amigarse con su imagen introyectada. Todos trabajamos en esa dirección, aunque para ello haya que pasar primero por conectarse con el enojo, el rencor y la necesidad de deshacerse de los resentimientos sacándolos afuera. Sabes, Demi, me estoy acordando de un cuento, quizás el único que me contó Horacio, mi primer terapeuta, al que fui a ver cuando tenía 18 años. Yo vivía literalmente cabreado con mis viejos, inundado de la ambivalencia de mis sentimientos para con ellos, que, por otra parte, eran, por supuesto, un barril inagotable de amor y generosidad. Entonces Horacio, mi psicólogo, me leyó la historia del rey olvidadizo.

Un rey viajaba en una ocasión a través del bosque y fue atacado por una jauría de lobos hambrientos. El rey se dio cuenta de que no podría defenderse del ataque así que, espoleando su caballo, trató de escapar. Adentrándose en el bosque consiguió dejar atrás a los lobos, pero se perdió. Por mucho que trataba de orientarse no podía encontrar el camino de vuelta a la ciudad, y cuanto más buscaba, más se perdía. Pasaron las horas dando vueltas sin llegar a ningún sitio cuando tres atracadores le cerraron el paso. Era sabido que en esa situación difícil sería salir con vida, aun entregándoles lo poco que llevaba. El rey sacó su daga y alcanzó a herir a uno de sus atacantes, pero no pudo evitar que otro, desde atrás, lo tirara al suelo y con la ayuda del tercero lo inmovilizara mientras le revisaban el bolso. El rey se despidió internamente de la vida y dejando de forcejear se entregó a su suerte. Todo hubiera terminado con la muerte del rey, si no hubiera aparecido un quinto hombre en escena. Viendo el ataque al viajero, y a pesar de que estaba desarmado, se acercó a ayudar mientras gritaba:

—Está aquí. Adelante. ¡Al ataque! Tres bellacos le están asaltando… Vamos por ellos…

Los ladrones no se detuvieron a investigar cuántos hombres llegaban. Rápidamente salieron corriendo y desaparecieron en la espesura.

El hombre ayudó al soberano a recomponerse, mientras éste miraba por encima el hombro de su salvador buscando a los demás que enseguida comprendió que nunca habían existido. Montado otra vez en su caballo y mientras lo escoltaba para salir del bosque, el hombre reconoció al rey y se ofreció a continuar cabalgando juntos de vuelta a palacio.

El rey lo recompensó con muchos presentes y valorando su coraje y su astucia lo nombró ministro de la corte.

Pasaron los años. Los celos y las rivalidades nunca estaban ausentes de las cosas del entorno real. Una traición o una mentira llevaron al ahora poderoso e influyente ministro al banquillo de los acusados por haber respondido de una forma que fue considerada, exageradamente, como un acto de rebeldía contra la corona. Los jueces, influidos por las mezquinas intenciones de quienes quizás aspiraban al cargo de ministro, lo sentenciaron injustamente a muerte.

Al leerle la condena, el rey le dijo:

—Por haber sido ministro de la corte te corresponde un último deseo antes de ser llevado al patíbulo para ser ejecutado. Pide cualquier cosa y se te dará.

El hombre replicó:

—Quiero vestir la ropa que llevaba cuando escolté a Su Majestad el día que lo encontré perdido en el bosque, y que Su Majestad también use durante la ejecución la ropa que vestía en ese momento.

El rey, de pronto, recordó. Conmutó la pena y le devolvió al hombre el cargo que nunca debió haberle quitado. El nuevamente nombrado ministro, por su parte, reconoció el error que había cometido y consiguió así del rey su definitivo perdón.

Sí. El Gordo tenía razón. La memoria es muchas veces demasiado parcial e injusta cuando juzga los hechos, tomando como únicos aquellos datos que avalan la conclusión a la que ya habíamos decidido llegar. No deberíamos olvidarnos tan fácilmente de lo que alguna vez pensaron, hicieron y actuaron otros para con nosotros.

—Pero ¿cómo hago para seguir adelante, Gordo? —pregunté—. Desde el lunes vivo con un nudo en la garganta. Esté donde esté, me invade la ola de recuerdos. Ellos me traen la nostalgia y ésta la tristeza. De repente, se me nubla la vista y siento que se me salen las lágrimas. Estoy peor que nunca, Gordo, porque ahora al desasosiego que traía, le tengo que sumar esta angustia.

Hice una pausa y un esfuerzo para dejar el tema.

—Hoy, cuando viajaba para aquí, en el autocar, ni siquiera me importó que Paula no subiera. Casi sentí alivio. No estoy en condiciones de conquistar a nadie.

—No confíes, Demi, a algunas mujeres el «look hombre desamparado» les hace perder la cabeza.

El Gordo sonrió y me abrió los brazos. Yo agradecí el gesto sin decir nada y me zambullí en su pecho.

Su calidez me hizo sentir bien, me calmó y pude seguir hablando sin desbordarme.

—Es raro, pensé que la angustia iba a tapar mi malestar anterior, y que mientras durara me iba a olvidar de lo otro; pero parece como si las dos sensaciones se hubieran mezclado…

—O como si fueran parte de lo mismo —sugirió Jorge.

—Sí, exactamente. Como si tuviera un gran dolor acumulado y fuera siempre el mismo. El dolor de la ausencia de papá. El dolor de su muerte…

—Y sobre todo… —dijo el Gordo para que yo terminara la frase.

—Y sobre todo el dolor de no tenerlo en este momento.

—Aunque también está… —empezó Jorge.

—Aunque también está el miedo de no saber cómo seguir y ser consciente de que él ya no está para decírmelo… —se me quebró la voz y el Gordo hizo silencio.

Yo ni siquiera me esforcé en contener las lágrimas.

Lloré tanto, tanto, tanto.

Más que cuando papá murió.