CAPÍTULO 2
Me quedé pensando mucho en mi conversación con María Lidia; sobre todo en aquello de que «el que elige consejero, elige consejo».
Y por primera vez en semanas me divertí pensando en «a quién debería elegir para cada tipo de consejo» que pretendiera encontrar.
Sin lugar a dudas, mi madre sería la persona para ir a reafirmar la necesidad de casarse y formar una familia. De hecho, en los últimos meses sus palabras más usadas habían sido «hijos» cuando hablaba de mí y «nietos» cuando hablaba de ella. La conversación empezaba por el supuesto hecho casual de que, no sé quién, había tenido un niño precioso o de mi prima que había quedado embarazada (porque están buscando «la parejita») o de la hija de alguna vecina que estaba desesperada para conseguir una fecundación in vitro detrás de su buscado embarazo («¿no conocía yo un buen profesional que la pudiera ayudar?»). Inmediatamente, la conversación saltaba a «la felicidad que te dan los hijos», que nunca funcionaba conmigo (no estoy para esas felicidades que cuestan tantas horas de preocupaciones), para terminar irremediablemente en lo mucho que ella quería tener nietos (antes de morirse), cuando todavía era joven y sana, y además porque se había dado cuenta de la alegría de su hermana María que había estado en el casamiento de sus nietos («claro, agregaba siempre, porque tuvo hijas mujeres»).
Descartada mi madre, podría ir a preguntarle a Charly, proveedor infalible de salidas inmediatas y diseñador de escapadas mágicas que serían la envidia del mismo Houdini.
—Un clavo quita otro clavo —me diría de inmediato—. Déjalo en mis manos. Arreglo una fiestecita para mañana a la noche y vas a ver que se te pasa todo. Conocí una tía quemada el lunes que seguro debe tener más que una amiguita para aportar…
O podría ir a ver a Héctor, mi ex «compa» del grupo terapéutico.
Él me escucharía durante horas, pediría detalles que no importaban y diagnosticaría con la precisión de un cirujano «un proceso de duelo que sólo puede curar el tiempo».
—No te apresur ni te asustes —sentenciaría después, encendiendo lentamente un cigarrito y mirando el humo en sesuda actitud intelectuosa—. Deja pasar unos meses —(¡¿Unos meses?!)— y ya te vas a sentir mejor, mientras tanto quédate en casita y aprovecha para pensar…
Y después pensé que también podría pedirle consejo a Gaby… Nadie me conocía tanto como ella…
¡A Gaby!… ¿Cómo era posible? Seguía pensando en ella…
Decidí ver a Pablo. El «Bocha» Pablo.
—Cuando uno tiene un problema sin resolver no hay nada mejor que moverse, entrar en acción, despejarse, dejar de pensar —me diría palmeándome la espalda con demasiada fuerza para que fuera una muestra de afecto—… cuando uno tiene la cabeza y el cuerpo ocupados en el ejercicio o en un deporte, las ideas y los músculos se oxigenan al mismo tiempo, y entonces las respuestas aparecen solas.
Pablo se reunía todas las semanas con un grupo de amigos en uno de los campillos de fútbol que quedaba cerca de su trabajo y, cuando lo llamé por teléfono, su respuesta se atuvo poco más o poco menos a lo esperado, incluido el aporte teoricopráctico pseudocientífico y la invitación al «picadito».
Pasé a última hora de la tarde del jueves y me apunté a un duelo futbolístico clásico entre sus compañeros de la oficina: el cuarto contra el octavo.
No tardé mucho en darme cuenta de que había elegido el consejero que traía el consejo adecuado. A los pocos minutos de empezar el partido ya me parecía estar viviendo una experiencia maravillosa, reveladora o mística (como le hubiera dicho al Gordo si estuviera en sesión). Me sentía como si de pronto volviera a tener veinte años y ninguna de mis dolorosas experiencias con el género femenino hubiera existido.
Yo no pretendía que mi anatomía respondiera igual que en aquel entonces, pero fue nada más empezar a correr, y sentir que la sangre me devolvía la energía y mi cuerpo recuperaba una vitalidad que creía perdida.
Creo que jamás disfruté tanto de un partido: toque, pase, gambeta… y cuando llegó el gol… Ese golazo fue increíble. Lo grité con más ganas que aquel de Maradona a los ingleses en el mundial de México.
¡Qué placer!
Después, vuelta al toque (grandioso, Demián) y la gambeta (increíble) con el túnel que le hice al grandote defensor de los del octavo y…
Pisé mal…
Pisé muy mal.
No sé si había piedra o no la había (no voy a seguir con esa discusión estúpida), pero sentí que se me doblaba el tobillo y caí.
Al momento me di cuenta de que era más que un simple resbalón.
Como no me levantaba, Pablo y el grandote del túnel se acercaron a ayudarme y me sacaron del campo.
Yo no podía ni pisar, pero igual me quedé quietecito, aguantando hasta el final del partido que perdimos 4 a 1 (claro, con un jugador menos, esos partidos de seis contra seis eran irremontables)…
Y después Pablo me acompañó hasta el hospital. Estaba de guardia en Traumato un amigo.
—No es nada serio, Demián —me dijo Antonio—, parece un esguince. Si quieres, no te pongo escayola, pero me tienes que prometer que por una semana harás reposo…
—De acuerdo —dije resignado.
—Y tómate esto dos veces al día —concluyó, mientras salía a atender a otros pacientes.
Una hora después ya estaba en casa. Pablo dejó mi bolso al lado de la entrada y se fue («lo lamento, qué mala suerte») casi, casi culposo.
Yo allí quedé, solo, tirado en el sofá, con la pierna vendada encima de dos almohadones y una garantizada baja laboral de por lo menos diez días.
¿Casualidad o causalidad? ¿Me lo había buscado? ¿Qué me hubiera dicho el Gordo?
Busqué en mi memoria narrativa el cuento para ese momento y se me apareció aquel viejo chiste que contaba mi abuelo Elías.
Se trataba de la historia de un viejo vendedor de leche que en el pueblo repartía el preciado líquido a bordo de un carro que tiraba rutinariamente un viejo caballo de andar cansino. El lechero era avaro, ambicioso y un poco estúpido.
Una tarde, mientras cargaba en el mismo carro una pequeña montaña de alfalfa, empezó a pensar en todo el dinero que ahorraría si su caballo no se comiera un montón de pienso como ése cada mes.
Recordó que alguna vez el médico del pueblo le había aconsejado a su vecino que dejara de fumar. Cuando el paciente se quejó diciendo que le resultaba imposible combatir el vicio, el profesional había aconsejado un método de «desacondicionamiento». El vecino debía imponerse encender un cigarrillo menos cada día, hasta perder el vicio. Con paciencia y constancia se acostumbraría a dejarlo y aprendería al cabo de unos meses a vivir sin fumar.
El lechero creyó que era una excelente idea utilizar los nuevos avances de la ciencia al servicio de su negocio, y decidió entrenar poco a poco al animal para que aprendiera a vivir sin comer.
A partir de ese día el lechero le dio al caballo, cada día, 10 gramos menos de alimento que el día anterior.
Había calculado que en un año, si se mantenía firme, el animal se volvería el compañero perfecto para su trabajo. Un colaborador sin coste.
Un día, por las calles del pueblo se escuchó el rezongo del lechero que hacía su recorrido tirando él mismo de su carro con gran esfuerzo.
—¿Y el caballo? —preguntaron sus clientes.
—Un estúpido —dijo el hombre, demostrando que se puede proyectar también en los animales—, yo le estaba enseñando a vivir sin comer… Y justamente ahora que había aprendido… ¡Se ha muerto!
Precisamente en ese momento, en que sólo pretendía moverme, oxigenarme, llenarme de adrenalina y no pensar, no iba a poder ni caminar…
Durante esos siete días seguí imaginándome respuestas de Jorge.
Finalmente me di cuenta de que necesitaba que él mismo me las diera.
En cuanto pude levantarme, salí de casa, tomé un taxi y le pedí al conductor que me llevara a la dirección del Gordo, mi antiguo terapeuta.