CAPÍTULO 16

A veces me sorprendo de lo estúpidos que podemos ser los humanos. Sobre todo los hombres. Tanta preocupación y angustia, tanta tontería dicha y pensada, tanta saliva malgastada por una chorrada. Era obvio que si me había llamado para proponerme un lugar de encuentro era porque pensaba ir, tanto como era obvio que había elegido las ocho y media porque ésa era una hora que le quedaba más que cómoda para llegar hasta allí.

Pero yo no comprendí mi estupidez hasta las nueve menos cuarto, cuando bajé del taxi a veinte metros del bar de la estación y la vi en la puerta, sonriente y haciéndome señas de manera totalmente espontánea.

Siempre me burlé de la gente que vive diciendo cosas absurdas y de dudoso romanticismo de sus primeras citas.

Que sintió que la conocía de toda la vida…

Que fue como si en otra vida ya se hubiesen encontrado…

Que se intuían sin conocerse…

Y no sé cuantas estupideces más…

Será porque a mí nunca me pasaron ese tipo de cosas…

Hasta esta vez.

Conocer a alguien de toda la vida y que parezca un gran misterio es, por supuesto, una gran contradicción, pero así eran de ambivalentes mis sensaciones. Ella me transmitía al mismo tiempo la adrenalina de saltar al vacío y también la tranquilidad de ir planeando suavemente hasta alcanzar la tierra.

El viernes siguiente a nuestro primer encuentro fui a terapia lleno de entusiasmo, casi alborotado. Con Paula ya nos habíamos visto un par de veces y cada vez me sentía mejor con ella.

—No te imaginas, Jorge, tiene la mirada más maravillosa que he visto en toda mi vida. Es luminosa, abierta, sensible. Y la voz. Su voz parece una melodía… Bueno, como verás estoy fascinado.

—Fascinado… —repitió Jorge, mientras abría el diccionario—. Es decir, que «sientes una atracción irresistible…».

—Eso, sí, exactamente —acordé.

—O que eres víctima de «una especie de alucinación seductora y engañosa».

—No, no. La primera, la primera.

—¿Cómo lo sabes?

—La primera vez que nos encontramos, no pudimos ni siquiera salir del bar donde nos habíamos citado. Estuvimos juntos hasta que amaneció, conversamos, permanecimos en silencio, nos miramos. Tomamos el autocar de la mañana para Buenos Aires y seguimos hablando durante todo el viaje. Hace mucho, Jorge, que nadie me mueve estas cosas.

—Sí —admitió Jorge, algo lacónico—, pero recordaba aquello del ser y el parecer, lo de Gaby, lo de Ludmila, lo de los demás personajes de tu vida reciente, ¿te acuerdas?

—Por supuesto, pero no, esta vez creo que no estoy fantaseando ni imaginando nada. No puedo negar que es bastante misteriosa y que eso me seduce; y también el hecho de que no me hable demasiado de ella, me estimula…

—Como si fueras un investigador…

—Algo de eso debe de haber. Pero lo raro es que por ahora, lo único que quiero es que pase el tiempo.

—¿Y eso?

—Sí, Gordo, estoy superentusiasmado, contento, como si me hubiera inyectado energía y ganas de hacer cosas.

—Me encanta… Pero seguimos sin saber a cuál de las definiciones de fascinación tenemos que remitirnos. La atracción irresistible, la alucinación engañosa… ¿Una mezcla de ambas?

—Tú dices que quizás es ese enamoramiento que me pilla y a los tres o cuatro meses me canso y resulta que Paula se convierte en un peso, una carga, en alguien a quien ni siquiera quiero atender por teléfono.

—Podría suceder —admitió el Gordo—. ¿Y si así fuera?

—Es que no quiero más de eso, Jorge. Estoy harto. Me gustaría que por una vez no me pasara lo de siempre. ¿Qué te parece? Esta semana no he sentido ni angustia, ni desasosiego, ni nada. Era sólo pensar en ella y cualquier idea triste o retorcida desaparecía. Me gusta demasiado esto que siento y por eso tengo miedo.

—¿Miedo?

—Sí… Tengo miedo de esa segunda definición. Me asusta pensar que esto puede ser pasajero. No quiero pensar que es la ilusión de un momento y que en unos meses aparecerá la rutina o el aburrimiento. Y encima me doy cuenta de la ansiedad que me produce sólo pensar en que Paula pudiera no querer estar conmigo.

—Parece que te ha dado fuerte, ¿eh?

—No sabes cuánto. El viernes, cuando llegamos a Retiro, caminamos hasta la esquina de su casa. A cualquiera de las mujeres con las que salí le hubiese pedido que me invitara a pasar a su piso o le hubiera dicho que la invitaba a quedarse un rato conmigo en el mío; pero con Paula decidí que no.

Decidí que era mejor ir despacio, disfrutar de cada etapa, permitir que la relación se desarrolle sin la velocidad que yo solía imprimirle a todo en mi vida. Quizás es una tontería pero, no sé por qué, esa sola diferencia en ese primer encuentro me hizo pensar en que por una vez todo podía llegar a ser distinto.

—No es ninguna tontería, Demián. Hace muchos años, justo antes de una charla que estaba por coordinar, Berta me contó este cuento, porque pensó que sintonizaba con el tema del debate. A mí me gustó y lo usé como conclusión ese día y después lo volví a utilizar muchas veces porque me parece que encierra mucha sabiduría.

Había una vez un señor que estaba haciendo una gira turística por Europa. Al llegar al Reino Unido compró en el aeropuerto una especie de guía de los castillos de las islas. Algunos tenían días de visita y otros horarios muy estrictos. Pero el más llamativo era el que se presentaba como «La visita de tu vida». En las fotos, por lo menos, parecía un castillo ni más ni menos espectacular que otros, pero se lo recomendaba muy especialmente… Se explicaba allí que, por razones que después se comprenderían, las visitas no se pagaban por anticipado, pero era imprescindible pactar anticipadamente una cita, es decir, día y hora. Intrigado por lo diferente de la propuesta, el hombre llamó desde su hotel esa misma tarde y acordó un horario.

Las cosas han sido siempre iguales en el mundo, basta que uno tenga una cita importante, con hora precisa y necesidad de ser puntual para que todo se complique. Ésta no fue una excepción y diez minutos más tarde de la hora pactada el turista llegó al palacio. Se presentó ante un hombre con falda a cuadros que lo esperaba y que le dio la bienvenida.

—¿Los demás ya pasaron con el guía? —preguntó, sin ver a ningún otro visitante.

—¿Los demás? —repreguntó el hombre—. No. Las visitas son individuales y no tenemos guías que ofrecer.

Sin hacerle mención al horario, le explicó un poco de la historia del castillo y le mencionó algunas cosas sobre las que debía prestar especial atención. Las pinturas en los muros. Las armaduras del altillo. Las máquinas de guerra del salón norte, debajo de la escalera, las catacumbas y la sala de torturas en la mazmorra. Dicho esto, le dio una cuchara y le pidió que la sostuviera horizontalmente con la parte cóncava hacia el techo.

—¿Y esto? —preguntó el visitante.

—Nosotros no cobramos un derecho de visita. Para evaluar el coste de su paseo recurrimos a este mecanismo. Cada visitante lleva una cuchara como ésta llena hasta el borde de arena fina. Aquí caben exactamente 100 gramos. Después de recorrer el castillo pesamos la arena que ha quedado en la cuchara y le cobramos una libra por cada gramo que haya perdido… Una manera de evaluar el coste de la limpieza —explicó.

—¿Y si no pierdo ni un gramo?

—Ah, mi querido señor, entonces su visita al castillo será gratuita.

Entre divertido y sorprendido por la propuesta, el hombre vio cómo el anfitrión colmaba de arena la cuchara y luego comenzó su viaje. Confiando en su pulso, subió las escaleras muy despacio y con la vista fija en la cuchara. Al llegar arriba, a la sala de armaduras, prefirió no entrar porque le pareció que el viento haría volar la arena y decidió bajar cuidadosamente. Al pasar junto al salón que exhibía las máquinas de guerra, debajo de la escalera, se dio cuenta de que para verlas con detenimiento era necesario inclinarse forzadamente sosteniéndose de la barandilla. No era peligroso para su integridad, pero hacerlo implicaba la certeza de derramar algo del contenido de su cuchara, así que se conformó con mirarlas desde lejos. Otro tanto le pasó con la más que empinada escalera que conducía a las mazmorras. Por el pasillo de regreso al punto de partida, caminó contento hacia el hombre de la falda escocesa que lo aguardaba con una balanza. Allí vació el contenido de su cuchara y esperó el dictamen del hombre.

—Asombroso, ha perdido menos de medio gramo —anunció—, lo felicito, tal como usted predijo esta visita le ha salido gratis.

—Gracias…

—¿Ha disfrutado de la visita? —preguntó finalmente el de la recepción.

El turista dudó y por último decidió ser sincero.

—La verdad es que no mucho. Estaba tan ocupado tratando de cuidar de la arena que no tuve oportunidad de mirar lo que usted me señaló.

—Pero… ¡Qué barbaridad! Mire, voy a hacer una excepción. Le voy a llenar otra vez la cuchara, porque es la norma, pero ahora olvídese de cuánto derrama, faltan 12 minutos para que llegue el próximo visitante. Yaya y regrese antes de que él llegue.

Sin perder tiempo, el hombre tomó la cuchara y corrió hacia el altillo, al llegar allí dio una mirada rápida a lo que había y bajó más que corriendo a las mazmorras llenando las escaleras de arena. No se quedó casi ni un momento porque los minutos pasaban y prácticamente voló hacia el pasaje debajo de la escalera, donde al inclinarse tratando de entrar se le cayó la cuchara y derramó todo el contenido. Miró su reloj, habían pasado 11 minutos. Dejó otra vez sin ver las máquinas y corrió hasta el hombre de la entrada a quien le entregó la cuchara vacía.

—Bueno, esta vez sin arena, pero no se preocupe, tenemos un trato. ¿Qué tal? ¿Disfrutó la visita?

Otra vez el visitante dudó unos momentos.

—La verdad es que no —contestó al fin—. Estuve tan ocupado en llegar antes que el otro, que perdí toda la arena pero igual no disfruté nada.

El hombre de la falda encendió su pipa y le dijo:

—Hay quienes recorren el castillo de su vida tratando de que no les cuesta nada, y no lo pueden disfrutar. Hay otros tan apresurados en llegar pronto, que lo pierden todo sin disfrutarlo. Unos pocos aprenden esta lección y se toman su tiempo para cada recorrido. Descubren y disfrutan cada rincón, cada paso. Saben que no será gratuito, pero entienden que los costes de vivir valen la pena.

El Gordo hizo silencio y yo me levanté para irme. Al llegar a la puerta todavía me dijo:

—Deja que las cosas sucedan, cada una a su tiempo y nunca quieras empujar el río, como decía Barry Stevens.