CAPÍTULO 27
Como a la mayoría de la gente, no me gustan las despedidas. De ninguna clase. Y mucho menos ésta, en la que tanto mis amigos como mi familia e incluso Paula, tenían una gran sonrisa en el rostro, como se suponía que debía ser, aunque no fuera.
Yo no.
En Ezeiza estaba ansioso por partir, por volar, por aterrizar. Seguramente porque sabía que yo no embarcaba camino a Brasil, como decía mi billete, sino que empezaba el viaje hacia un mundo nuevo, un espacio desconocido y una aventura cautivante en muchos sentidos.
Pero no estaba contento, no podía sonreír ni hacer bromas. Apenas era capaz de evitar que se me nublara la vista y que los labios me temblaran. Cuando anunciaron el vuelo saludé con la mayor rapidez que pude («nos vemos pronto») y pasé a la sala de preembarque («subo ahora porque quiero comprar un perfume en el free-shop»).
Por un rato no quería pensar y sobre todo no deseaba sentir.
Ya en el avión, en cuanto pude, abrí el portátil y comencé a escribirle un mail a Jorge. (Una especie de diario instantáneo de emociones intensas.) Traté de ser gracioso porque, si me lo tomaba en serio, mi prisa por escribirle me daba bastante vergüenza.
¡Hola Jorge! Ya ves, aquí estoy, apenas despegando y ya te fastidio con mis rollos. Siento una angustia tan grande que si fuera posible detener el avión y bajarme lo haría (aunque les pediría que me esperen para volverme a subir). ¿Tendré el síndrome del porteño melancólico que en cuanto pone un pie en el avión ya está deseando tomarse unos matecitos con cruasán y dulce de leche? ¿O será el síndrome del neurótico Demián quesabequetienequeirseperosiguedudandodetodocomosiemprelohahecho?
Gordo, no quiero mentir, me dio mucha tristeza la partida. Ver a Pablo, a Marily, a mi madre, a Gerardo y a Pau saludándome a lo lejos. Creo que hasta me dolió despedirme de Francisco, fíjate.
Cuando traspasé la puerta, sentí que un frío me recorría el cuerpo. ¿Será que por más que imaginemos una situación, por más que la fantaseemos una y otra vez, no la conocemos hasta que la vivimos?
En este momento Jorge, siento un dolor tan profundo que casi resulta inexplicable. No te lo puedo describir, ni justificar, pero me duelen hasta las uñas.
¿Sabes una cosa rara que me pasa? Por más que me digo y me repito que esto dura lo que yo decida y que está en mí la decisión de regresar o no y de cuándo hacerlo, yo siento que acabo de realizar algo definitivo, tal vez por primera vez en mi vida. Es como si hubiera estado caminando por la cima de un precipicio, mirando el agua, abajo, deseándola, pensando en lo maravilloso del salto y, de pronto, sin ninguna razón verdadera, hubiera decidido hacerlo. En este instante, Gordo, acabo de tomar impulso y mis pies empiezan a dejar de sentir el sostén de la piedra. Estoy en el aire (literal y metafóricamente), y sé que el agua está allá abajo y me espera, pero todavía no percibo lo maravillosa que es.
Así me siento, Jorge, en medio de un salto al vacío, lleno de incertidumbre respecto del futuro y también del pasado.
Ya no dudo, pero sé todo lo que ignoro de lo que sigue y me deseo suerte.
Algunos cuestionamientos subsisten, otros acaban de comenzar, pero ninguno me hace dudar de mi decisión. Yo no sé si he hecho bien, pero por fin ahora entiendo lo que siempre me decías, eso de que nadie es tan estúpido como para tomar otra decisión que no sea la que él cree que es la mejor en ese momento. Ese razonamiento conjura la posibilidad de arrepentirse.
Y no quiero evaluar las cosas en función de cómo me vaya, porque de todos modos será, si yo me lo permito, una experiencia fantástica.
Ya sé, me vas a decir que de eso se trata la vida, pero aun así no puedo dejar de pensar que elegir siempre tiene su costado oscuro, su parte doloroso. La que te contacta con lo que quedó atrás, con lo que no cabía en la mochila, o con lo que cabía, pero no quiso entrar…
Como verás, parezco un tango. ¿Será que con el carcamal también uno adquiere los tics de sus ancestros?
En fin, Jorge, te dejo y te prometo que no espero tu respuesta. No sabes, o mejor dicho SÍ sabes, lo que necesitaría que estuvieras ahora aquí, conmigo, y me dieras un gran abrazo de oso, de esos que sólo me puedes dar tú.
Te mando uno yo, no es de oso pero allá va.
Demián
En el vacío.
Así me sentía.
En el aire, planeando hacia un sitio incierto y alejado de todo lo que había significado algo en mi vida, alguna vez.
Y aunque la decisión había sido mía, me preguntaba cuánto habían hecho los demás para que la tomara.
Muchísimo, me dije. Todos habían contribuido a que me lanzara al agua que en este momento se parecía bastante a la nada. Mis amigos, mi familia y hasta mi terapeuta de alguna manera o de otra me habían estimulado para que me fuera.
Nadie me había puesto piedras en el camino, nadie había llorado rogándome que me quedara. Ni siquiera Paula, hasta ayer mi pareja, me había hostigado con la idea de que mi viaje podía significar nuestra separación definitiva (¿y qué querías?).
Si se hubieran opuesto, de seguro, me habría quejado, habría despotricado contra la falta de apertura mental, contra los sentimientos egoístas que no me dejaban crecer ni hacer lo que deseaba.
Es verdad, pero este vacío era más duro que aquella presión.
Me daba cuenta de lo mejor, yo no era imprescindible para ninguno de ellos. Mi madre tenía su pareja; mi hermano, sus amigos, mi novia, sus proyectos (¿y yo?, ¿qué tenía yo ahora mismo?).
Faltaba casi una hora para aterrizar y no había podido descansar ni un segundo. Apenas podía reprimir el llanto, me sentía insignificante, sin valor alguno. Era libre, sí. No tenía ataduras, ni raíces. Estaba volando hacia algún lugar, completamente incierto, y sin brújula. «Después de todo, nunca la has tenido», pensé que me respondía Marily, impiadosa, como siempre. Pero su voz no era más que parte de mi imaginación.
Volví a abrir el ordenador. Y de nuevo comencé a escribirle a Jorge, especulando que recibiría este segundo mail después del anterior, a pesar de que los enviaría al mismo tiempo al tocar tierra:
Supongo que ahora acabas de leer el mail que te escribí hace un par de horas. Todavía estoy en vuelo, pero tienes que disculparme, me siento horrible, solo, y con mucho, mucho miedo. Un miedo misterioso más relacionado con lo que dejo que con lo que sigue.
Te voy a contar un cuento.
Se trata de un enano gigante. Me dirás que no puede ser, que si es un gigante no puede ser enano y que si es un enano no puede ser gigante y tendrás razón, pero el protagonista de este cuento es un enano gigante. Creció como todos en un hogar normal de una familia normal. No habría mucho para contar de su historia que no sea parecida a la de todos y por lo tanto no se justifica perder el tiempo en su relato. Lo que importa es que un día se dio cuenta de que debía partir. De alguna forma, él esperaba esta llamada espiritual y estaba preparado para acudir. Sin embargo, le decepcionó descubrir que la llamada no era con clarines y fanfarrias, que no venían carruajes con tesoros para compensarlo por su partida y que ni siquiera se le encomendaba el rescate de ninguna princesa ni la muerte de algún dragón. Era solo una llamada. Triiiin. Y ya está. Pero el enano gigante no podía desoírlo. Debía partir. Se preparó mil argumentos sobre el deber, sobre la responsabilidad y sobre el sacrificio que utilizaría para responder a todos los que le rogaran que se quedara. Ensayó gestos de desprecio para los que le ofrecieran dinero por quedarse y besos inocentes para dejar en la frente de las damas que trataran de entregarle su virtud a cambio de su renuncia a partir. No tuvo que usarlos, porque a la hora de su partida no había nadie.
La calle estaba simplemente desierta.
Quizá si hubiera sido un enano enano le hubiesen pedido que se quedara. Tal vez, de ser un gigante gigante le hubieran rogado lo mismo. Pero a él no. Él no era ni mía cosa ni la otra. Ni siquiera era ninguna de las dos. Él era la suma de todo y eso no se podía comprender.
Se fue en silencio, con la cabeza baja, cosa que no le costaba mucho porque era enano, y la frente bien alta, que le era sencillo por ser gigante.
Se preguntaba: «¿Cómo es posible que nadie llore mi partida? ¿Cómo he llegado a no ser necesario para nadie? ¿Cómo puede ser que todos puedan vivir sin mí? ¿Cómo pueden saber todos que me voy por tanto tiempo y ninguno pedirme que me quede?».
A medida que andaba hacia la montaña se dio cuenta con dolor de que ciertamente los que quedaban tampoco debían ser tan imprescindibles para él, porque si no, se dijo con sinceridad, si no, no se estaría yendo.
A medida que caminaba se iba sintiendo cada vez más pequeño y esto paradójicamente lo hizo saberse cada vez más grande.
Un abrazo,
Demián
Hice clic en Enviar y cerré el portátil. Recliné el asiento y fijé la vista en la ventanilla. Volábamos entre las nubes. La tierra y el cielo habían desaparecido.