CAPÍTULO 31

En ningún momento hablamos mamá y yo de otra cosa que no fuera de nuestra relación y de lo que a cada uno le estaba pasando, incluso con nuestras parejas… Sólo la noche anterior a su partida, se me ocurrió preguntar casi «de oficio» cómo estaban todos por Buenos Aires, la familia, los amigos, Gerardo… Gaby. Le pregunté por Gaby porque sabía que mi madre y ella se cruzaban frecuentemente (vivían a dos manzanas una de otra) y se querían sinceramente. Pero cuando mencioné a mi ex, me pareció notar que mamá se sentía algo molesta. Empezó a acomodarse en la silla, a toser, a buscar un pañuelo en la cartera y a rehuirme la mirada…

—¿Qué pasa, mami? Puedes contármelo… Yo a Gaby la quiero mucho y la recuerdo bien, pero lo nuestro terminó hace ya mucho tiempo. ¿Qué pasa?

—No pasa nada. Sólo que yo no quiero estar en medio de la relación entre vosotros.

Intenté que me contara algo más, pero fue inútil. Cuando se lo proponía, mamá sabía ser intransigente.

Si bien es cierto que estuve a punto de enfadarme con ella y estropearlo todo, me di cuenta enseguida de que estaba equivocado, desde algún punto de vista, en este caso, mamá tenía razón. ¿Por qué tenía que trabajar de mensajero «correveidile»? A mí sinceramente me molestaría que le contara a Gaby algunas de las cosas que habíamos charlado.

Aflojé la presión y le dije sinceramente:

—Tienes razón, mami. Perdóname.

Francisco llegó puntualmente a mi apartamento, y su llegada trajo a mi vida una buena noticia y una sorpresa imprevisible. A pesar de que se cuidaron de efusivas demostraciones de afecto, yo noté lo contenta que mi madre estaba de su llegada y eso era una buena noticia; la imprevisible sorpresa fue su alegría al separarse de mí. Novedad absoluta, en cuarenta años nunca había sucedido antes…

Después de decirle adiós a ambos y agradecerle a mi mamá que hubiera venido, me adapté de nuevo a estar solo en la casa y me senté a escribirle un mail a Jorge. Todavía faltaban un par de días para la llamada que semanalmente le hacía, y yo me daba cuenta de que me había quedado inquieto con la conversación acerca de Gaby.

… No me imagino por qué mamá no quiso contarme nada sobre Gaby. ¿Le habrá pasado algo malo? ¿Tendrá algún problema? ¿O simplemente «su problema» seré yo, como siempre? Hace mucho que no la veo, desde aquel día en que fue a casa con la excusa de buscar los papeles del divorcio. Por supuesto que fue lo mejor que pudo suceder, porque con ella dando vueltas cerca de mí, quizá no hubiera podido enamorarme de Pau.

Pero, de todos modos, definiendo el querer a alguien como la importancia que para uno tiene su bienestar, yo te puedo asegurar que la sigo queriendo aunque no elija ser su pareja.

La verdad, Gordo, es que no sé qué hacer. No quiero obsesionarme con el tema, pero tampoco engañarme diciendo que no me interesa. Es obvio que mamá sabe algo que no me quiere decir… Y está en todo su derecho. ¿Será que Gaby no quiere que me entere? ¿Tal vez le pidió a mamá que guarde silencio? Puede ser, pero sobre qué. ¿Qué es eso de lo que no me puedo enterar?

Dime algo, ¿de acuerdo? Un abrazo.

Durante los siguientes días le escribí a Gaby un par de mails preguntándole cómo estaba y contándole brevemente mi experiencia en Brasil, pero Gaby siguió sumida en un silencio parecido al de mamá. Mandé una carta por correo pensando que quizá su mail había cambiado, pero no me atreví a llamarla por teléfono, porque me pareció demasiado invasor.

Pensándolo bien, siendo Gaby quien era, mi interés brusco en lo que le pasaba le parecería una suerte de golpe bajo («¿qué le pasa a éste?»). Yo, que ni siquiera me había despedido al irme, estaba llamándola desde Brasil desesperado por saber de ella («por fin Demián se ha dado cuenta de lo que perdió»). Y encima con el riesgo de avivar alguna esperanza si es que todavía Gaby la tenía, sin ninguna clase de fundamento ni piedad.

Después de tres semanas, volví a intentar con otro mail y esta vez, la contestación llegó al día siguiente. No era un simple acuse de recibo, pero se le parecía bastante:

Me alegro de que estés bien. Yo ídem.

Saludos, Gaby

Me reí solo. Parecía un telegrama: «Me alegro estés bien. Stop. Yo, ídem. Stop. Saludos. Stop».

Menos mal que esa tarde pude hablar con Jorge, porque poco a poco, cuando la risa fue cediendo, me quedé sólo con la tristeza, una especie de congoja suave pero persistente.

—Le escribí a Gaby porque pensé que le sucedía algo y que nadie me lo quería decir. ¿Te has dado cuenta de que muchas veces a la persona que está lejos no se le dicen las cosas malas, para no herirla? La gente piensa para qué hacerla sufrir en la distancia, si total no puede hacer nada. Bueno, yo creí que era algo así y te aseguro que por eso le escribí. En el primer mail me disculpé por no haberle avisado de que viajaba. No le inventé ninguna excusa, ni le expliqué nada, sólo le pedí disculpas. En los otros dos le conté un poquillo de mi vida, a título informativo y le pregunté por la de ella. Es más, precisamente para evitar malos entendidos, no la llamé por teléfono.

La voz de Jorge se escuchó clara desde el otro lado del ordenador:

—¿Y qué pasó?

—Al principio ni me contestó y yo me empecé a preocupar más todavía. Finalmente le mandé un mail con confirmación de lectura y me respondió con un mail tipo telegrama. Me alegro. Estoy bien. Saludos.

—Y tú te enfadaste.

—No sé si es enfado. Es indignación. Es el cabreo frente a lo injusto. Yo no me merezco este maltrato. Y ahora me queda una gran tristeza. Es la sensación de que lo poco que quedaba del amor que nos tuvimos desapareció definitivamente. La chica que manda ese mail no es la Gaby que yo conocía, la mujer con la que estuve casado cinco años…

—¿Y cuál hubiera sido la actitud de Gaby, la que tú conocías?

—Llamarme, insultarme porque me fui sin despedirme, mandarme un mail o una carta de cien hojas, pidiéndome explicaciones, amonestándome hasta lograr que le pidiera perdón de rodillas… No sé. Gaby, aquella Gaby que yo conocí hubiera sido incluso capaz de viajar hasta aquí para insultarme. Cualquiera de esas cosas hubiera sido más de su estilo que el silencio o esta respuesta de oficina administrativa.

—Hace muchos años me contaron este chiste bastante machista —me dijo—, que ahora me viene a la memoria.

Se trata de un hombre que después de mucha seducción, de mucho cortejo, de mucho tiempo y de mucha paciencia, consigue llamar la atención de una mujer.

Eufórico porque ella finalmente ha aceptado cenar con él, se acicala como nunca, se perfuma, se peina y hasta le compra un enorme, hermoso y carísimo ramo de rosas.

Para no hacer demasiado larga la historia, el amor surge también en ella que, quizá por su decisión de llegar virgen al matrimonio, acepta casarse con su pretendiente, sin darse el tiempo de conocerlo en profundidad.

La noche de bodas, después de la fiesta, ella espera con ansiedad su primera experiencia sexual, pero ésta se limita a unos pocos besos superficiales y a unas tibias caricias. Ella le pregunta si pasa algo y él le confiesa su drama. Le dice que no se atrevió a decírselo por temor a perderla, pero que tiene un problema serio con su genitalidad. Ella rompe a llorar, pensando que es impotente, que ella no le gusta o que está enamorado de alguien más. Pero no es eso. Su marido le confiesa que ha tenido experiencias sexuales anteriores y que siempre que amó a alguien verdaderamente le ha pasado lo mismo, no así con prostitutas o relaciones intrascendentes. Si su amada no le permite insultarla groseramente él no consigue excitarse. Ella vuelve a llorar, ahora con un motivo real. Su marido se acerca y le dice que si ella quiere, se puede deshacer el matrimonio, que él lo comprendería. Ella quiere averiguar un poco más. («¿No podría él intentar hacerlo sin esa condición? ¿Será un trastorno definitivo? ¿Ha consultado a algún médico?») El hombre le dice que está en tratamiento pero que no tiene muchas esperanzas, aunque está dispuesto a hacer lo necesario para librarse de esa maldición. Finalmente ella se da cuenta de que tiene pocas posibilidades, separarse, renunciar a su sexualidad o aceptar aunque sea transitoriamente las condiciones humillantes de ser insultada por su marido antes de tener relaciones. Acertadamente o no, elige esta última opción y durante años el matrimonio crece y se comporta en todo momento como una pareja normal, salvo por la noche, cuando en el secreto de la alcoba se actúa según lo pactado. Pese a que no se veía ninguna señal de evolución, una tarde el marido llega a casa con un ramo de flores aún más grande, más hermoso y más caro que aquel de aquélla, su primera cena. Le cuenta a su esposa que está dado de alta y para demostrarlo la levanta en sus brazos, la besa suavemente y mientras le murmura palabras tiernas y poemas románticos al oído, hacen el amor, como nunca. Después del clímax, ella llora y mirándolo a los ojos le dice: «Ya no me amas, ¿verdad?».

—Te pareces a la mujer del final del cuento. Como Gaby no hace esas barbaridades que tú le conocías, porque no te exige, no se queja y no manipula… Ahora sientes que te maltrata… Un psiquiatra no debería decir esto ni en broma, pero me parece que este tema te pone un poco loco.

—¿Y entonces? ¿Cómo sigo? Porque si la llamo para preguntarle qué le pasa y todo eso, ella va a pensar que la quiero seducir y que la quiero dejar enganchada conmigo por si acaso…

—Y lo peor —dijo el Gordo— es que no sólo lo va a pensar, se va a dar cuenta de que es así…

Sonreí y preferí callar. De lo contrario hubiera tenido que admitir que yo ya no tenía remedio.