CAPÍTULO 25
El sábado siguiente, por la tarde, después de ir al gimnasio me encontré con Marily.
Dijera lo que dijese ella, un poco de hierros, algo de cinta, bastante sudor y un buen chapuzón siempre lograban despejar un poco los problemas. Además, teniendo en cuenta los antecedentes, el ámbito de esas modernas máquinas había demostrado ser un lugar más seguro para mi pobre cuerpecito de médico sedentario, que un inocente partido de fútbol con amigos (definitivamente otro esguince no me ayudaría en lo más mínimo en ese momento de encrucijadas). Ya cuando salí de la ducha, y mientras me secaba, había empezado el trabajo de control mental necesario para soportar la crítica despiadada que esperaba de mi amiga…
Ella, siempre idéntica a sí misma, no esperó a que me sentara en el bar, para empezar a descargar su discurso.
—¡Irte a trabajar a Brasil! Ay, Demi, tú sí que eres una iglesia abandonada.
—¿Eh? ¿Qué eso de la iglesia abandonada?
—Que no tienes cura, ni arreglo. ¿Me quieres decir cuándo vas a empezar a darte cuenta de lo que buscas? Porque de carcamal, ya tuviste bastante.
—¿Pero no te das cuenta, Marily? ¡Me han contratado en el Centro Médico más importante de Brasil, que además de ser «lo más» en riñón de toda América tiene un prestigio mundial de aquellos! Si todo sale como espero, en un par de años puedo estar entre los nefrólogos más destacados internacionalmente. No es sólo pasta, ¿me comprendes? Es animarse a empezar el camino de la excelencia. Tengo que hacer cosas que me permitan desarrollar mi potencial. Andar picoteando aquí y allá para mantener las cosas como están me parece de un gatopardismo siniestro. Estará muy bien en política —y me permití una brevísima pausa, para molestarla—, pero en una especialidad donde cada día se descubre, se inventa o se investiga algo nuevo, no seguir actualizándose es criminal.
—Yo no pongo en duda tu capacidad, Demi, te conozco bien y siempre supe que naciste para destacar, pero, como amiga…
La interrumpí para llamar al camarero y dilatar un poco el sermón, que invariablemente comenzaría después de la cláusula «como amiga», pero ella no esperó.
—Como amiga tengo que decirte, casi como un deber moral, que no sabes ni dónde tienes los…
No terminó el exabrupto porque el camarero sirvió los cafés en ese mismo momento.
—Ni dónde estás ubicado —acoté en su ayuda.
—Eso —negoció Marily—. Mucho currículum, mucho nombramiento en el exterior, mucho camino brillante, pero en el medio queda una cuestión sin resolver. No hace falta ser psicóloga para darse cuenta de que este viaje se te ocurre justamente cuando por fin te cruzas con una chica como la gente. ¿Cuándo piensas crecer?
—¿Cuando vuelva del Brasil? —pregunté en tono de gracia.
A veces me pregunto por qué a las mujeres no les gustan mis ironías…
María Lidia ni hizo acuse de recibo:
—Estás en una relación importante, con una chica a la que, discúlpame, sólo por cómo la describes, no le llegas ni a los talones y a ti ¿se te ocurre pensar en el «crecimiento profesional»…? ¡No me fastidies, hombre!
En esa línea continuó sus comentarios (sin mala intención, desde luego), siempre tratando de que yo despertara de no sé qué letargo en el que me había sumido (al parecer, el día de mi nacimiento) y terminó con un par de frases que no por archiconocidas dejaron de tener un realismo demoledor:
—La cosa está bastante clara, doctorcito de pacotilla. Si de verdad eres capaz de querer a Paula como un verdadero hombre quiere a una verdadera mujer, sólo tienes dos opciones: te arrastras por el pasillo de su casa, limpiando el suelo con la cara si hace falta, hasta convencerla de que se vaya contigo y, si no lo consigues, renuncias a ser el médico nefrólogo más reconocido y mejor pagado de la galaxia y te conformas con ser «mi amigo Demián», uno de los hombres más felices de la Tierra. ¿Está claro?
Y dicho esto, sin probar el café y sin esperar respuesta, se levantó y dijo sus últimas palabras:
—¡Tú sabrás lo que tienes que hacer!
El viernes, en Rosario, tuve mi segunda sesión de la semana. Esta vez con Jorge. Por lo menos este terapeuta no me maltrataba…
Le conté mi conversación con María Lidia y me distendió ver a Jorge divertidísimo imaginándose la escena del bar…
—Pero ya está, Jorge, lo tengo decidido, voy a aceptar el cargo. No pienso dar marcha atrás. Ya no soporto esto de deshojar la margarita: me quedo, me voy, me quedo, me voy. Paula ya eligió y yo tengo que aprender a decidir por mí mismo. Quizá sea eso lo que más me molesta.
—¿Cuál de las dos cosas, decidir en soledad o que ella ya lo haya hecho?
—Todo me molesta. Pero creo que lo que de verdad me tiene mal es que ella tenga todo tan claro, que no haya dudado para nada…
—¿Y cómo sabes que no dudó?
—Hombre, eso se ve. En ningún momento me habló de que estaba evaluando la posibilidad de venirse.
—Una sola pregunta más: ¿Ella sabe de tus dudas, de que estuviste evaluando quedarte?
—¡¡No!! —le grité, como si tuviera miedo de que Paula lo estuviera escuchando—. Cómo le voy a decir que por un momento pensé en no viajar, ni loco.
—Perdón, una sola pregunta más: ¿Y no has pensado en ningún momento que, tal vez, a ella le pasó lo mismo? Quizá también ella se debatió en la duda. Quizá también Paula tomó la única decisión que pudo, harta de deshojar SU margarita. Quizás ella tampoco quiso admitir que dudaba…
—¡Ay, Gordo! No la conoces. No la escuchaste cuando describió lo del sentido de su vida. Paula sabe perfectamente lo que quiere, está donde quiere estar, y hace lo que le da la gana. Ella no padece de esta ambivalencia mía, tan intolerable. Ella fue muy clara, como siempre. Quizá Marily está en lo cierto y no es casual que yo haya decidido presentarme a este puesto en el preciso momento en que mi relación con Paula pasaba con éxito la «barrera» de los cuatro meses…
—Y quizá Marily también está en lo cierto cuando te propone pedirle con más humildad que te acompañe…
—Claro, pero en todo caso, ¿cómo saber cuál es la actitud correcta, la que abre la puerta deseada?
—Eso. Y encima de todo, ¿cómo saber si lo mejor es saberlo?
—¿Qué se supone que quieres hacer, terminar de confundirme?
—Me propongo alejarte todo lo que puedo de tus autoexigencias, de tus conductas más destructivas, de la odiosa idea de que uno siempre tiene que saber qué es lo mejor, dónde está el camino, cuál es la respuesta, quién es la persona indicada… Los sufíes saben desde hace milenios cómo uno se pierde buscando la salida. ¿Te acuerdas de nuestro amigo Nasrudín?
Cuentan que un día Nasrudín golpeaba a las puertas del cielo de los iluminados.
—¿Quién es? —preguntaron desde adentro.
—Soy yo —dijo Nasrudín—. Ábreme.
—No tengo lugar para ti, vete.
Nasrudín insistió.
—¿Quién es? —volvieron a preguntar desde dentro.
—Soy tú —dijo Nasrudín—. Ábreme.
—Si de verdad eres yo, ya estás de este lado, no hace falta abrir, vete.
Por tercera vez Nasrudín golpeó.
—¿Quién es? —se escuchó preguntar.
—Somos nosotros —dijo Nasrudín—. Tú y yo. Ábreme.
—No hay espacio para los dos, vete.
Por última vez, Nasrudín golpeó.
—¿Quién es? —fue otra vez la pregunta.
—No lo sé —dijo Nasrudín.
Y la puerta se abrió…