CAPÍTULO 9

La semana que siguió fue muy dura. A causa del esguince, se me habían acumulado las consultas y los informes para la Seguridad Social, era preciso recuperar las clases que había postergado y ponerme al tanto de las reuniones de cátedra.

Sin embargo, a pesar de tanto trabajo a mí me pareció que mi cabeza no era sino un compendio de imágenes femeninas.

Un sueño me lo había anticipado… Muy claramente.

Una de esas noches, volví a casa después de treinta y seis horas de guardia en consultorios externos.

Había visto y revisado a cientos de personas ese día. La mayoría mujeres, y quizá por eso soñé lo que soñé.

Cientos de mujeres invadían mi casa.

Mujeres que yo conocía de mi pasado remoto, del ayer cercano, del presente rabioso o de un futuro posible, se paseaban por mi cerebro acompañadas de otras más jóvenes y más viejas que nunca había visto. Niñas, ancianas y jóvenes se adueñaban de todo como un ejército de laboriosas hormigas. Al unísono empezaban a lustrar los muebles, a lavar las camisas, a ordenar el dormitorio. Muchas de ellas apremiaban al resto: «Rápido, que hay que buscar a los niños…».

Mientras un grupo tiraba a la basura algunos de los libros de mi biblioteca, otras traían cajas y cajas de comida elaborada para el frigorífico, cada una con una etiqueta donde se veía con grandes letras la fecha en la que debían comerse, y algunas más entraban casi corriendo con docenas de bolsas de compra del supermercado de donde sacaban fruta, verduras, leche y no sé cuántas cosas más que acomodaban mágicamente en la nevera.

Y en el momento en que unas pocas, comandadas por una desconocida, alta y morena, me arrastraban al baño e intentaban arrancarme la ropa para meterme en la ducha, me desperté.

Estaba empapado por el sudor y con taquicardia, pero el alivio de saber que había sido un sueño fue más que compensador de la angustia provocada por «La pesadilla de las hembras», como luego la llamaría al contársela a Jorge.

El muy cerdo se moriría de la risa, estaba seguro.

Pero aunque no apareció en el sueño ni en la realidad de toda la semana, Gaby fue el eje de mi pensamiento. Ella había dejado el cuarto inundado de su perfume, las sábanas llenas de su presencia y mi cabeza alterada por más de un interrogante.

Sin duda, ella era, o había sido, la relación más importante de mi vida, no sólo por su extensión, sino por la intensidad que algunas veces, pocas, había alcanzado. Y también porque era la mujer de la que más había tenido que huir y de la que más me había tenido que proteger.

Con las demás había sido relativamente fácil. Por más fuegos artificiales que hubiera al comienzo (resultado, como había aprendido, de la pasión enamoradiza), ninguna había durado más de unos meses. Al irse se apagaban los destellos (o al cesar los destellos ellas se iban).

Recuerdo mis temores de que el amor fuera eso, una experiencia gloriosa que podía prolongarse sólo por unos meses y que caía después irremediablemente en la costumbre, la rutina, el tedio, el aburrimiento. Con Jorge aprendí que el amor era otra cosa. Era más un sentimiento que una pasión y que quizá por ello no había tanta luz multicolor iluminando cada minuto.

Con el tiempo me había hecho un experto en detectar los síntomas del fin de fiesta. En cuanto me daba cuenta de que no quería coger el teléfono porque podía ser «ella» (la del momento), sabía que todo había pasado y comenzaba a preparar la retirada. Separaciones que aprendí con los años a manejar de forma relativamente sencilla y civilizada, sin escándalos ni lágrimas, echándome la culpa de mi inestabilidad y de mi inmadurez y asegurando a «la saliente» que ella se merecía algo mejor (lo que muchas veces era cierto y otras no).

Hubo veces, pocas, donde la salida no había sido tan adulta. No hablo de Gaby, aunque podría incluirla, hablo de aquellas chicas que simplemente habían decidido que YO era el hombre de su vida y no estaban dispuestas a renunciar a MÍ.

En el fondo, el problema central consistía en que yo pensaba que ellas tenían razón. No en la elección de la persona sino en querer formar una pareja, una relación constante, casarse, establecer una familia y todo eso… Y como yo no estaba dispuesto a aprovecharme de esa necesidad de ellas para prolongar su presencia a mi antojo, mi único argumento se limitaba a decir la verdad: que yo no buscaba eso, que yo pretendía conservar mi libertad, mi independencia, mi tiempo para los amigos y mis momentos de soledad y que por eso no quería, por el momento, involucrarme en un proyecto tan definitivo con nadie.

Cuando mi compañera ponía el acento en escuchar el «por el momento» y no en todo lo demás, yo sabía que iba a haber turbulencias. Estas odiosas in-coincidencias conducían al vínculo que hasta ese instante había sido una selección de néctares y placeres hasta una larga agonía de idas y vueltas, recaídas y discusiones, llantos y veladas amenazas.

Quizá porque, como dije, les daba la razón, o tal vez porque estaba aburrido de decir siempre que no, me casé con Gaby. Y a pesar de que sigo pensando que era la mejor de todas, fue un error, un grave error.

Es verdad que habíamos compartido muchos buenos momentos, pero la mayor parte de ellos, debo ser sincero, sucedieron antes de empezar a hablar de matrimonio. Ese tema o su insistencia o mi oposición o la combinación de todo, transformó nuestro idilio en un gran malestar. Fue en ese momento cuando empecé a dudar, a no saber para qué estaba con ella, ni por qué, y a sufrir frente a la sola idea de imaginarme para siempre a su lado. Gaby, en cambio, tenía muy clara su decisión, su deseo y sus argumentos, y cuando yo ya no tenía motivos lógicos para oponerme y todo estaba «dado», nos casamos, pensando ella que todo cambiaría después, deseando yo que no empeorara. Nos casamos en una tímida ceremonia casi secreta (la mayoría de mis amigos no fueron invitados), que hoy califico como una manera de esconder de todos o de mí mismo, mi cobarde claudicación.

Así estuve toda la semana, intentando comprender lo que me había sucedido, hasta el viernes, cuando subí nuevamente al autocar, que ni se detuvo en la 197 y Panamericana, y tomé conciencia de lo mucho que estaba esperando que Paula, en realidad una total desconocida, subiera y se sentara a mi lado. Un poco incómodo me cambié de asiento y me senté del lado de la ventanilla. Me pasé el resto del viaje mirando el tedioso paisaje de la llanura, que no era sino un infinito camino siempre igual a sí mismo. «Como la vida matrimonial», pensé.

En cuanto me senté en la casa de Jorge, le dije:

—Es inútil, Gordo, la suerte no está conmigo… ¿Seré yo?

¿Qué hago que espanto las oportunidades? Me hubiera encantado encontrarme con Paula, la que conocí en el autocar la semana pasada. Incluso te diría que estaba ansioso. Esto de no saber nada de ella, parece que en lugar de disuadirme me empuja a querer buscarla. No sé, esa tía me despertó tanta curiosidad… Y cuando hoy no ha aparecido, me he desilusionado. Tenía muchas ganas de volver a verla.

—Quizá muchas de esas ganas se nutren de que no podías hacer nada para producir el encuentro… La incertidumbre parece que te estimula.

—Como a cualquiera. ¿O acaso me vas a decir que lo enigmático no es atractivo?

—Atractivo sí, invitante seguro, y aunque eso sea un buen augurio, no necesariamente es más que eso.

—Entiendo, Gordo, pero te juro que aun sin expectativas, Paula es algo para descubrir, para conocer…

—Es verdad.

—Pero, por otra parte… Quizá no debería…

—¿No deberías? —preguntó el Gordo.

—No, porque sé cómo va a terminar.

—¿Lo sabes? —sonrió Jorge sarcástico. Cogió el mate y empezó a contar:

Hace un par de años leí una nota que había escrito un tenista ruso, Yuri Novakov, después de jugar la final de Kiev, el torneo de tenis más importante de la entonces Unión Soviética. El último partido, que decidiría quién era el campeón y futuro representante de su país en los torneos del siguiente año significaba muchas cosas para el futuro inmediato del ganador. Entre ellas, la posibilidad, remota de otra forma, de dejar la URSS y conocer el mundo occidental. La final se jugaba, por supuesto, en la pista central del centro de deportes más importante de Kiev y estaba prevista al mejor de tres sets. Novakov competía con un joven tenista, virtuoso y entrenado, que lo superaba en velocidad y en habilidad. Con un gran esfuerzo había conseguido mantener su saque hasta el sexto game, pero de allí en más el primer set fue un claro triunfo de su adversario que terminó ganando 6-3. El principio del segundo set no fue diferente al final del primero. Todo parecía un exultante monólogo del más joven, que rápidamente se puso 5-1 en el segundo; si conseguía quebrar una vez más el saque de Novakov, el siguiente sería el último game y ganaría el torneo.

Novakov relataría después que ya se había dado cuenta de la superioridad de su contrincante. Él sabía que había puesto todo de sí y no había sido suficiente. Tenía que darse ánimo desde la mitad de ese set para resistir la tentación y no abandonar. Se repetía permanentemente la graciosa frase del beisbolista americano Yogui Berra: «El partido no termina hasta que termina…» A veces, la motivación no alcanza y Novakov no pudo evitar encontrarse set point 0-40 en ese aparentemente último game.

Por alguna razón, que quizás hasta sea difícil de explicar, Novakov hizo en ese momento, lo que él dice fue el mejor saque de su vida. Nada hubiera sucedido si su adversario simplemente hubiera cedido un Ace y luego esperara la siguiente pelota pero… El joven quería ganar, quería terminar, quería festejar. Posiblemente nunca había escuchado esa frase que el sacador se repetía en ese momento: «El partido no termina hasta que termina…»

Por eso o por una fatalidad, al correr ese maravilloso saque el jugador se torció el tobillo y cayó.

Se puso de pie enseguida, pero estaba dolorido y no pisaba bien. Novakov no necesitó otro saque magistral para ganar ese game y ponerse 2-5.

A pesar del descanso y la asistencia de su entrenador, el joven tenista no pudo recuperar su estado previo. El dolor le impedía llegar a las bolas que antes resolvía con facilidad y su limitación lo desconcentraba. Del otro lado de la red pasaba totalmente lo contrario, Novakov se agrandaba frente a un adversario totalmente ido. El set terminó 7-5 a favor de Novakov y la larga pausa antes del último set no alcanzó para que el joven se recuperara de la lesión. El último set fue muy igualado. La lesión del tobillo nivelaba el juego y llegaron a un peleado noveno game con Novakov adelante por 5-3 y 40-15 sacando para el set. «El partido no termina hasta que termina…» Pensó y sonrió.

Era una gran verdad. Menos de una hora antes todo parecía perdido y ahora estaba a punto de ganar el torneo. «El partido no termina hasta que termina…», se repitió por última vez. Ya se había dado cuenta de que los saques abiertos sobre el revés de su adversario eran inalcanzables para él en su condición. Lo que sigue Novakov lo relató así:

«Me di cuenta de que podía ganar. Yo no era el mejor, él lo era. Pero la contingencia de su accidente me permitiría ganar el torneo. Podía clasificarme campeón, aunque fuera injusto. Los que nada saben de motivación pueden pensar que me dejé ganar, pero yo sé que de repente ya no me interesaba el torneo y que todas esas dobles faltas tuvieron que ver con esa falta de deseo de ganar. Creo que el campeonato terminó en manos del mejor de los dos, que no era yo, pero quedó para mí la confirmación absoluta de algo que desde entonces comprendo de otra manera: “El partido no termina hasta que termina…”»

El Gordo dijo la última frase mientras se cebaba un mate y agregó:

—Ahí está el punto flaco, Demián, en esa suposición de que ya sabes cómo van a terminar las cosas que todavía no comenzaron. Las personas somos tan necias que sufrimos más si equivocamos la profecía que si sufrimos lo previsto, y entonces, sin darnos demasiada cuenta, nos ocupamos de hacer realidad nuestras catástrofes personales, aunque no sea más que para confirmar que ya lo sabíamos… ¡Qué estupidez! Si puedes renunciar al deseo vanidoso de la videncia de futuro, tendrás frente a tus ojos lo que te resta por aprender. Poder acercarte a las personas y a las situaciones sin prejuicios. Saber que nada garantiza el final de una historia, ni en un sentido ni en otro. Animarte a explorar sin recelos y a entregarte sin condiciones al presente de tu vida. Aceptar que a la vuelta de cada esquina siempre hay sorpresas, de las buenas y de las otras…

—Es como tú dices, Jorge, porque mis temores no se refieren a ella, sino a mí. Pero es que yo me doy cuenta de que no estoy preparado para una relación estable, aunque también es cierto que me angustia dudar de si algún día lo voy a estar. Es esa «inmadurez» («el miedo al compromiso» lo llama María Lidia) lo que no termino de aceptar. Porque yo te prometo, Jorge, que cada vez que conozco a una mujer que me atrae, pienso que quizás ÉSA podría ser la que me haga cambiar de idea. El amor de mi vida, como dicen las novelas. Quizás ésta sea la mejor explicación de lo que pasó con Gaby, decidí apostar a que era ella. Creí que podría dibujar los círculos alrededor de las flechas, como en el cuento que nos contaste… Pero, finalmente, ya ves, nos comieron los jabalíes.

—Ni el «partido» de tu vida ni el de tus relaciones de pareja ha terminado. Quizá debas aprender a no sacar conclusiones respecto de los resultados, antes de que el partido termine.

—Puede ser… Pero entre tanto tengo mucho miedo, Gordo. ¿Voy a tener esta incapacidad para crear una pareja por el resto de mi vida?

—Por ahora, Demián, a mí no me queda claro si es una incapacidad o es una decisión. Hay muchas personas en el mundo, hombres y mujeres, que han decidido muy adultamente no estar en pareja, no casarse o aun casándose han decidido no vivir juntos o jamás tener hijos. ¿Por qué establecer tan lapidariamente que esto ES una incapacidad?

El Gordo no contestó a la pregunta y yo tampoco.