CAPÍTULO 18
Por un buen tiempo, lo de mamá me resultó algo imposible de digerir. Una de las preguntas que me aparecía sin respuesta era: ¿para qué me lo había dicho? Ella había estado seis meses saliendo con ese tipo sin que yo me enterara, y seguramente podría haber seguido así el tiempo que quisiera… Debía haber una razón y seguramente no era un embarazo (sería raro, pero podría ser, me había dicho el Gordo para fastidiarme… ¡Qué cabrón!).
Pronto lo supe. En el calendario que tenía colgado en el armario del hospital, yo tenía marcado un círculo en el jueves 28, y a su lado en letras de rotulador una nota «Mamá-65». Ahí entendí todo. Mi madre había querido contar lo de Francisco porque en un par de semanas era su cumpleaños y no quería tener que elegir con quién festejarlo. Una jugada astuta y manipuladora y, por cierto, absolutamente egoísta. Ella pretendía que mi hermano, yo y el resto de la familia nos enteráramos ahora para que ella pudiera disfrutar plenamente de su fiesta, invitando a su enamorado.
—La verdad es que todo lo que sucede alrededor de esta relación me da mucha vergüenza —le dije a Jorge.
—Vergüenza… —repitió Jorge que estaba sentado en postura de loto y no paraba de tomar mate—. ¿De qué?
—¡¿Cómo de qué?! —me agité—. Mis amigos conocen a mi mamá desde que teníamos seis años, siempre fue con ellos una señora y más que eso, para muchos, una madre adicional. Porque mi vieja, hay que reconocérselo, puesta a madre es la mejor de todas…
—Ahh… —me interrumpió Jorge—. Ahora hay que reconocer que es la mejor de las madres.
—Bueno, yo eso nunca lo negué. Aunque a veces se ponía difícil… Demasiado difícil, siempre fue única. ¿Sabes el episodio que mi madre más recordaba de su vida de soltera?
—No. ¿Cuál?
—Mi hermano y yo se lo debemos haber escuchado más de cien veces.
Mi mamá era hija de una pareja de campesinos de Entre Ríos. Nació y creció en el campo entre animales, pájaros y flores. Ella nos contó que una mañana, mientras paseaba por el bosque recogiendo ramas caídas para encender el fuego del horno vio un capullo de gusano colgando de un tallo quebrado. Pensó que sería más seguro para la pobre larva llevarla a la casa y adoptarla a su cuidado. Al llegar, la puso bajo una lámpara para que diera calor y la arrimó a una ventana para que el aire no le faltara. Durante las siguientes horas mi madre permaneció al lado de su protegida esperando el gran momento. Después de una larga espera, que no terminó hasta la mañana siguiente, la jovencita vio cómo el capullo se rasgaba y una patita pequeña y velluda asomaba desde dentro. Todo era mágico y mi mamá nos contaba que tenía la sensación de estar presenciando un milagro. Pero, de repente, el milagro pareció volverse tragedia. La pequeña mariposa parecía no tener la fuerza suficiente para romper el tejido de su cápsula. Por más que hacía fuerza no conseguía salir por la pequeña perforación de su casita efímera. Mi madre no podía quedarse sin hacer nada. Corrió hasta el cuarto de las herramientas y regresó con un par de pinzas delicadas y una tijera larga, fina y afilada que mi abuela usaba en el bordado. Con mucho cuidado de no tocar al insecto, fue cortando una ventana en el capullo para permitir que la mariposa saliera de su encierro. Después de unos minutos de angustia, la pobre mariposa consiguió dejar atrás su cárcel y caminó a los tumbos hacia la luz de la ventana. Cuenta mi madre que, llena de emoción, abrió la ventana para despedir a la recién llegada, en su vuelo inaugural. Sin embargo, la mariposa no salió volando, ni siquiera cuando con la punta de las pinzas la rozó suavemente. Pensó que estaba asustada por su presencia y la dejó junto a la ventana abierta, segura de que no la encontraría al regresar. Después de jugar toda la tarde, mi madre volvió a su cuarto y encontró junto a la ventana a su mariposa inmóvil, las alitas pegadas al cuerpo, las patitas tiesas hacia el techo. Mi mamá siempre nos contaba con qué angustia fue a llevar el insecto a su padre, a contarle todo lo sucedido y a preguntarle qué más debía haber hecho para ayudarla mejor. Mi abuelo, que parece que era uno de esos sabios casi analfabetos que andan por el mundo, le acarició la cabeza y le dijo que no había nada más que debiera haber hecho, que en realidad la buena ayuda hubiera sido hacer menos y no más.
Las mariposas necesitan de ese terrible esfuerzo que les significa romper su prisión para poder vivir, porque durante esos instantes, explicó mi abuelo, el corazón late con muchísima fuerza y la presión que se genera en su primitivo árbol circulatorio inyecta la sangre en las alas, que así se expanden y la capacitan para volar. La mariposa que fue ayudada a salir de su caparazón nunca pudo expandir sus alas, porque mi mamá no la había dejado luchar por su vida. Mi mamá siempre nos decía que muchas veces le hubiese gustado alivianamos el camino, pero recordaba a su mariposa y prefería dejarnos inyectar nuestras alas con la fuerza de nuestro propio corazón.
—Es una historia bellísima, Demián.
—Sí. Pero eso no cambia nada de lo demás.
—Lo demás…
—Sí. Aunque mis amigos y el resto de la familia se hagan los modernos, estoy seguro de que van a pensar lo mismo que yo, que es un desatino que una mujer que fue la esposa de un tipo como mi padre y que tiene su edad…
—¿Estás seguro de que ellos coincidirían contigo? ¿Que tendrían la misma visión?
—No me lo dirían, pero lo sé, porque yo con ellos actuaría igual: me mostraría como un tipo abierto, total la madre y la vergüenza es de ellos.
—Ajá. ¿Y tu hermano? ¿Cómo se lo tomó tu hermano?
Debo reconocer que la pregunta de Jorge me hizo sentir incómodo. Si había algo de lo que no quería hablar era de la actitud de Gerardo. Porque ese animal inimputable, no sólo felicitó a mi madre, sino que de inmediato quiso conocer al tipo. ¡Y después le dijo que «Francisquito» le cayó bien!
Pero, de qué me podía sorprender, Gerardo siempre había sido una persona a la que todo le parece bien. Desde chicos, mi gran pelea con mi hermano mayor, era que él jamás quería discutir. Siempre fue el conciliador de la familia, el gran optimista, el que veía siempre el lado bueno de las cosas. El hombre de la botella medio llena.
Mientras yo me peleaba con el mundo entero, con las circunstancias, con mis amigos, él era el dialoguista, al que siempre todo le venía bien. Si íbamos a veranear a Córdoba, adoraba las sierras; si los papis elegían la costa, el mar era incomparable y si no podíamos salir de vacaciones empezaba a alabar la tranquilidad veraniega de Buenos Aires.
Y ahora era lo mismo: si mamá se quedaba sola, tejiendo escarpines para los posibles nietos, le parecía una maravilla; y si decidía tener un compañero, opinaba que no había cosa mejor para ella que volver a querer.
—Te prometo, Jorge, que esta vez pensé que Gerardo iba a reaccionar. Después de todo, él siempre fue el «niño» de mamá, el más mimado por ella. Yo tenía mejor relación con mi padre. Por eso, cuando hablé con él creí que iba a coincidir conmigo en que todo era una locura de mamá.
—¿Y no fue así?
—¡Qué va! Me dijo que yo era un troglodita, un tipo de la Edad de Piedra, que no me daba cuenta de que mamá era joven y que necesitaba sentir tanto como cualquiera. Que ya era hora de que rehiciera su vida, etcétera, etcétera.
—Pero sus argumentos no te convencieron…
—Me pusieron más furioso todavía. Porque para él es fácil, primero porque nunca se hace problemas por nada y después, porque para él lo de los roles no es importante. Él puede dejar salir su lado homosexual por donde le dé la gana. Pero para mí no es así. Yo no tengo ganas de salir corriendo a conocer a un tipo que quiere ocupar el lugar de mi padre muerto.
—¿El lugar de tu padre muerto? —señaló Jorge—. ¿A qué lugar te refieres exactamente? —me preguntó el muy bastardo.
Mis palabras en boca de Jorge sonaron totalmente insensatas.
—Es que no entiendo, Jorge —intenté argumentar—. ¿Con qué necesidad?
Era tan obvio lo que estaba pasando que los dos nos echamos a reír.
—Tienes razón, tienes razón —dije en medio de una carcajada algo triste—. Pero admíteme que es difícil aceptar que la madre de uno «además» es una mujer…
Y nos seguimos riendo, tronchándonos, durante un largo rato.