EPÍLOGO
La propuesta surgió de manera espontánea, cuatro o cinco meses después. Una tarde en la que estábamos escuchando música y leyendo. La vi, allí sentada en el sillón, tan hermosa como siempre pero más, con sus piernas largas ovilladas, serena, sonriente… Y no pude contenerme. ¿Por qué debería?
La abracé, le besé las manos y poniendo ampulosamente una rodilla en el suelo, declamé:
—Hermosa dama, ¿me haría usted el hombre más feliz de la Tierra aceptándome en matrimonio?
Paula se rió. Ella sabía perfectamente que más allá de la payasada, lo estaba diciendo muy en serio. Y los dos sabíamos también que no era la misma propuesta de otros tiempos porque no se trataba de forzar ninguna decisión. Era una apuesta. El desafío de quien, convencido de lo bien que estábamos como estábamos, era capaz de creer que nuestra relación podía ser aún mejor.
Me dijo, siguiendo el juego declamatorio:
—Ohhh… Gentil y apuesto caballero, esta dama se siente halagada por la propuesta de tan bravo paladín… Pero… No. Gracias.
Y siguió riéndose…
Yo perdí la sonrisa.
—¡¡¡Cómo que NO!!! —le dije poniéndome de pie como un resorte y saliéndome brutalmente del juego.
Y a pesar de mi orgullo herido, de mi amor propio pisoteado y sobre todo de mi desconcierto, escuché sus razones, porque las tenía.
Me recordó lo que yo ya sabía que últimamente su madre le había estado sugiriendo, que ya no se sentía segura como para vivir completamente sola y lejos de sus hijas. Paula temía que en algún momento la madre apareciera en Buenos Aires y ella tuviera que aceptarla por un tiempo. Pau creía que debía encontrar alguna salida a ese tema cuanto antes, pero no estaba dispuesta a involucrarme en lo que ella tenía que arreglar, ni a tomar decisiones que interfirieran en la solución de ese problema.
—Pero, Pau —le dije—, ése no es un problema del que yo necesite ser excluido, en todo caso y al contrario, charlémoslo, déjame que te ayude.
—Por otro lado —me dijo—, reconozco que no eres el único que tiene miedos. Yo nunca he estado casada y de verdad no estoy muy segura de desearlo. Me encanta que vivamos juntos y todo eso, pero para casarnos me parece que deberíamos esperar un tiempo. Te quiero demasiado como para correr el riesgo de transformarte en un marido.
Reconozco que casi, casi, no podía creer lo que escuchaba. Esta sí que era una situación completamente nueva.
La mujer de mis sueños rechazaba mi propuesta de casamiento, no porque me había dejado de amar, sino todo lo contrario, porque me amaba muchísimo.
Aquel Demián algo huraño, siempre protegiéndose para no comprometerse, siempre diseñando compartimentos estancos para cuando llegara el momento de la separación, terminaba de desaparecer ahogado en los sueños compartidos con la mujer elegida.
En el vastísimo horizonte de los proyectos vitales se perdían las urgencias; y la necesidad de proteger la independencia se transformaba en el deseo de compartir la libertad de la persona amada.
Fue apareciendo otro Demián casi desconocido, que por momentos me parecía más libre y autónomo que el otro.
Esa noche al acostarnos, Paula y yo nos abrazamos y nos mimamos mucho.
Y como siempre, sin decidirlo, dejándonos llevar por el deseo, empezamos el juego del amor.
Yo alargué la mano a la mesita de noche para sacar un preservativo y no pude reconocer al tacto ningún sobre. Lamentando la pérdida de clima, encendí la luz para buscarlo, pero en el cajón no había ninguno.
—¿Amorcito, quedó algún preservativo en la maleta que trajimos del viaje?
—No sé, cielo, ¿quieres que me fije? —dijo Pau.
—¿Quieres fijarte? —pregunté después de una pausa.
—No —me dijo.
—¿Sabes qué, milady? ¿Por qué no le damos al destino una oportunidad…?